Tomás había visto un pico negro en Borkuny: no de cerca, pues no permite que nadie se le acerque; sólo se le puede entrever un instante entre los troncos de los abedules y el eco se lleva su agudo y chirriante crri-crri-crri.
De hecho, ignoraba que, después del nombre latino, se escribía «L.», o «Linni» en recuerdo del naturalista sueco Linneo, quien fue el primero en clasificar las especies, pero nunca dejaba de poner esta inicial para que su libro sobre los pájaros no se diferenciara en nada de otras clasificaciones sistemáticas. Los nombres latinos le encantaban a Tomás por su sonoridad: por ejemplo, el escribano (Emberisa Citrinella), o bien el zorzal (Turdus Pilaris), o el arrendajo {Garrulus Glandarius). Algunos de estos nombres se distinguían por tener una enorme cantidad de letras, y los ojos de Tomás debían saltar continuamente de su cuaderno a la página del antiguo tratado de ornitología para no dejarse ninguna. Ahora bien, si los repetía varias veces, sonaban muy bien: el cascanueces era nada menos que Nucifraga Caryocatactes, sin duda una palabra mágica.
Aquel cuaderno demostraba la capacidad de Tomás para centrar su atención en lo que le apasionaba. El esfuerzo valía la pena, porque encerrar un pájaro en un escrito y ponerle un nombre equivale casi a poseerlo para siempre. ¡Qué interminable cantidad de colores, tonos, chirridos, silbidos y aleteos! Al volver las páginas, lo tenía todo ante sus ojos, y Tomás actuaba ordenando, en cierta manera, aquel exceso de existencia. En realidad, en los pájaros, todo causa inquietud: sí, existen, pero ¿podemos simplemente afirmarlo y luego nada? La luz centellea en sus plumas cuando vuelan; del cálido amarillo interior de los picos, que los polluelos abren en su nido escondido entre las ramas, nos llega como una corriente de relación amorosa. Y la gente considera que los pájaros no son más que un detalle sin importancia, algo así como un adorno móvil, casi ni se fijan en ellos, cuando lo que deberían hacer ante semejantes maravillas, es dedicar toda su vida a una sola finalidad: meditar sobre la felicidad.
Esto (más o menos) es lo que pensaba Tomás, y ni la «reforma» ni los «negocios» le afectaban, aunque el apasionamiento con el que oía hablar de ellos le forzaba a tomarlo en consideración. Oía continuamente: «Pogiry», «Baltazar», «el prado», y era lo suficientemente listo como para entender de qué se trataba, aunque no le cayera bien. Deseaba, ciertamente, que al abuelo le salieran bien las cosas, pero habría preferido que no hablara de ello con tía Helena.
38
Baltazar engordaba a ojos vista. Algunos sufrimientos del alma propician la gordura y son quizás más dolorosos que aquéllos por los que se adelgaza. Cuando oyó hablar del célebre rabino de Szylely, al principio se lo tomó a broma, pero luego su risa se convirtió en una angustiosa duda: ¿sería prudente rehusar una ayuda que a lo mejor podía salvarlo? Decidió tan sólo esperar a poder hacer el viaje en trineo. Con las primeras nieves, llegaron las heladas, cogió frío en los trineos, entró en una taberna para calentarse, se emborrachó y pasó allí la noche, recostado en un banco. Por la mañana, ardor en el estómago, la carretera inhóspita, rígidas columnas de nieve en polvo que el viento, aullando, levanta en torbellino y que hieren con sólo mirarlas. Por fin, llegó a Szylely. La casa del rabino, grande, con el tejado de madera que se hundía de viejo, estaba al final de la calle; se llegaba a la puerta tras atravesar un patio inclinado. Ya en el vestíbulo, le rodearon tres o cuatro personas. Había un montón de gente, jóvenes y viejos, que le preguntaban de dónde venía y para qué. Dejó el látigo en un rincón, se desabrochó la pelliza, sacó el dinero y contó la cantidad que, según decían, había que dejar como ofrenda. Finalmente, le introdujeron en una habitación donde un hombre barbudo, con la gorra hundida hasta la frente, sentado detrás de una mesa, estaba escribiendo en un libro muy grande. Éste le dijo a Baltazar que él no era el rabino, pero que tenía que explicarle a él el motivo de su visita, y él se lo repetiría al rabino: era el reglamento. Entonces, Baltazar, indeciso, empezó a rascarse la melena despeinada y se sintió indefenso. Creía, a pesar de todo, en una especie de rayo que lo traspasaría y le revelaría toda la verdad, incluso a sí mismo. ¿Hablar? Apenas salieran unos pocos sonidos de su boca, se notaría la falsedad y la falta de medios para poder expresarse. Tendría que ir desgranando confesiones totalmente contradictorias y, para colmo, allí, ante aquel judío desconocido, que no cesaba de mover la pluma y ni siquiera le había pedido que se sentara (sólo al cabo de un rato le indicó una silla). De lo que Baltazar fue capaz de balbucear se desprendía que no sabía qué hacer consigo mismo, que vivía y no vivía y que se moriría si aquel santo varón no le ayudaba. El judío dejó la pluma a un lado, hundió la mano en la barba y le preguntó: «;Tienes hacienda propia? ¿Mujer e hijos?». Y, después, añadió: «¿Son los pecados los que no te dejan vivir? ¿Unos pecados muy graves?». Baltazar asintió, aunque no sabía bien si eran los pecados, el miedo u otra cosa lo que no le dejaba en paz. «¿Y rezas a Dios?», siguió indagando el judío. No entendió la pregunta. Si uno está mal y desea mejorar, es evidente que es Dios quien debería solucionarlo, pero ¿y si no quiere hacerlo? No hay manera de acceder a El. Baltazar iba a la iglesia, como es debido, y por eso movió afirmativamente la cabeza: sí, rezaba.
Luego, pasó mucho rato esperando otra vez en el vestíbulo apoyado contra la pared, mientras cantidades de personas entraban y salían, sacudiéndose la nieve de las botas. El griterío iba en aumento, y el aire parecía más espeso con tantas voces y tanta gesticulación, delante de sus narices. De pronto, desde dentro, se oyó una llamada, y toda la multitud, Baltazar incluido, volvió a entrar en tromba en la habitación donde estaba el escribiente; se abrió otra puerta y, entre apretujones, se encontró en otra habitación oscura, cuyo extremo opuesto, al fondo, estaba casi todo ocupado por una mesa negra. En medio de tanto ruido, rumor de pasos y exaltación, se oyó una orden: «¡Silencio!», y todas las voces repitieron: «¡Silencio! ¡Silencio!».
Por una puerta lateral, entró el rabino; detrás de él, el secretario barbudo. El rabino era menudito, con cara de jovencita: como la cara de Santa Catalina en un cuadro de la iglesia de Ginie. Junto a las mejillas, sus cabellos rubios y esponjosos formaban ricitos. Iba vestido de oscuro, su blanca camisa estaba abrochada debajo de la barbilla con un botón brillante; en la cabeza, llevaba un solideo de seda. Entró con aire azorado, los ojos bajos, pero, cuando su ayudante hizo una señal a Baltazar para que se acercara y el rabino levantó los párpados, le observó durante un tiempo con una mirada penetrante, echando un poco la cabeza hacia atrás y alisándose con la mano las solapas de su levita. Ante él, Baltazar se sentía como un gigante indefenso.
Sin dejar de mirarle de aquel modo, pronunció unas palabras en su lengua. La estancia se llenó de susurros; los que se apretujaban detrás de Baltazar se balancearon, y de nuevo se oyó: «¡Silencio! ¡Silencio!». El secretario tradujo al lituano:
– Él dice: «Ningún-hombre-es-bueno».
Y el rabino volvió a hablar al otro lado de la mesa, y el barbudo tradujo:
– Él dice: «El-mal-que-has-hecho-hombre-no-es-más-que-tu-propio-destino».
Baltazar sentía que le empujaban por detrás, en el silencio lleno de siseos y expectación, oía al barbudo:
– Él dice: «No-maldigas-hombre-tu-propio-destino-porque-quien-cree-que-tiene-el-destino-de-otro-y-no-el-propio-morirá-y-será-castigado-no-pienses-hombre-có-mo-podría-ser-tu-vida-porque-si-fuera-distinta-no-sería-la-tuya». Ha dicho.
Baltazar comprendió que esto era todo. Otro hombre se hallaba ahora frente al rabino y éste le hablaba. Abriéndose paso con dificultad entre la multitud, salió de la casa, furioso. ¿De manera que para aquello había hecho veinte verstas con aquel frío glacial? ¡Malditos judíos! ¡Y maldita su propia estupidez! Sin embargo, una vez pasado el pueblo, mientras su bota, que pendía más allá del travesaño inferior de los trineos, abría un surco en la blancura, su cólera desapareció. En su lugar, surgió una gran congoja. ¿Qué esperaba en realidad? ¿Un sermón de una hora, o unas pocas palabras? Daba lo mismo. Y esto no era lo peor, lo peor era aquella especie de vacío total, que hace que uno tenga ganas de aullar: ni trompetas de ángeles, ni lenguas de fuego, ni espadas que se bifurcan por su extremo como el aguijón de una serpiente. Sí, avanzaba por la carretera: a su espalda, casas; ante él, leños grises y el bosque; sobre él, nubes. Y él, ¿qué? ¿Tan sólo que había nacido, que moriría y que debería aprender a soportar su suerte? Lo mismo, siempre lo mismo, tanto si era un cura como si era un rabino. Pero nadie llegaba al meollo de la cuestión. ¡Qué felicidad si, ahora, de pronto, apareciera a la orilla del cielo la cabeza enorme de un gigante que hiciera una hondísima inspiración, y todo, Baltazar incluido, fuera tragado por sus fauces! Pero nada semejante ocurriría. ¿A qué viene irritarse contra el judío? Era un hombre como todos los demás, lleno de vana palabrería, ¿pero acaso habría alguien que supiera decir algo distinto? Aunque te sientas enloquecer de dolor, vendrán y te soltarán otro discurso. Han sabido inventar máquinas, pero, con excepción de aquel «nació y murió», no saben de hecho nada de nada.