Un poco más, y hasta llegaría a creer que algo positivo había sacado de su visita a Szylely. Las primeras palabras del rabino le habían infundido un poco de esperanza. ¿Quién sabe si todo el mundo sufre y siente remordimientos, sin confesarlo? Si todos se reunieran y se contaran unos a otros todos sus pecados, ¿no se sentirían mejor? Pero, ¿quién se atrevería a hacerlo? ¿Cómo? ¿Es que nadie es bueno? Seguramente acudiría también alguien con pecados leves. Pero no tener pecados, ¿es suficiente? Hmm, aquí se dio cuenta de que el judío era muy astuto y que aún tenía para rato de darle vueltas a la cuestión.
Se quitó los guantes y lió un cigarrillo. El caballo trotaba a buen paso y los cascabeles de la collera resonaban en el vacío. De unas varas de mimbre, saltó una liebre que se alejó brincando a lo largo del arroyo helado. Oscurecía, en el bosque era ya casi de noche, pero aún le dio tiempo para ver unas señales entalladas en los pinos. Estaban a punto de ser talados. Baltazar había leído en el periódico que el Gobierno había vendido mucha madera a Inglaterra. Aquel pino, por ejemplo, no llevaba entalladura. ¿Por qué? Porque estaba torcido. El tronco que, al principio creció recto, se inclinó de pronto horizontalmente, y de ese brazo se disparó hacia arriba un palo recto como una vela. Quizás el rabino se refiriera a esa clase de destino. El pino no tiene posibilidad de volver a empezar. Tiene que empezar a partir de lo que ya existe, aunque esté torcido. Lo demás puede ser recto. Y el hombre, ¿puede volver a empezar de nuevo desde el principio? Tampoco.
Arreó al caballo, descontento. El hombre no es un árbol; el árbol sabe lo que necesita: luz. Pero al hombre le parece que crece recto y, en cambio, crece torcido. En esto estriba la dificultad. Mi vida es así y así. Y he de ir hacia aquí y hacia allá para cambiarla. Sin embargo, sigo recto, como un tiro, sin detenerme, para, de pronto, darme cuenta, demasiado tarde ya, que, en vez de ir para arriba, he ido para abajo. Y aquí termina su sabiduría judía.
Firmemente decidido a no detenerse en el camino, tiró de las riendas cuando vio, a la luz de las ventanas de una taberna, el brillo de unos grumos de nieve. Atados a un lado del edificio, los caballos sacudían los morrales con avena fijados al hocico y, a cada movimiento, hacían tintinear los cascabeles de los arneses. Era su propio destino, no el de otro. Sea. Apoyó una mano sobre el pomo de la puerta. ¿Entraría? Entró.
39
Si aceptamos la teoría de que los fracs y las medias de los demonios son el testimonio de sus simpatías por el siglo dieciocho, la reforma agraria, que consiste en quitar la tierra a unos para darla a otros, tendría que situarse fuera del campo de su conocimiento. Al diablo que custodiaba a Baltazar (como una corneja que da vueltas alrededor de una liebre herida) debió parecerle una obligación muy penosa tener que estudiar esta cuestión. También aquí, aunque sólo sea por un afán de exactitud, nos ocuparemos de ella unos instantes.
Las tierras de Surkont quedaron divididas de la siguiente manera, atendiendo a sus características:
Tierras de labor… 108,5 hectáreas
Pastos junto al Issa, terrenos sin utilidad, etc… 7,9
Pastos en litigio junto al pueblo de Pogiry… 30,0
Bosque, prados y tierras roturadas por
Baltazar para su propio uso… 42,0
Totaclass="underline" 188,4 hectáreas
Según la reforma recién decretada, todo lo que superara las ochenta hectáreas sería parcelada entre los campesinos sin tierras, y el propietario recibiría una compensación tan baja que, en la práctica, no contaría siquiera. Surkont, o quizás su hija, preocupada por sus bienes, encontró la siguiente solución: si una finca agrícola ha sido dividida entre varios miembros de la familia, que han construido en ella edificios y la explotan personalmente, cada uno de ellos puede poseer hasta ochenta hectáreas. Surkont decidió, pues, desprenderse de las treinta hectáreas de pastos en litigio para cerrarle el pico al Gobierno, y el resto, es decir 158,4 hectáreas, dividirlas entre él y su hija Helena. Sí, pero ¿y la fecha? El reglamento decía claramente que las particiones efectuadas después de una fecha determinada no serían válidas. Para que cerraran los ojos ante una pequeña irregularidad e inscribieran en los libros, como por error, una fecha anterior, había que contar con la buena voluntad de los funcionarios, que suelen ser muy sensibles a las deferencias de que son objeto. Esto es lo que el abuelo trataba de obtener.
El otro problema era el bosque. Según la ley, todos los bosques pasan a manos del Estado. Así pues, inscribió los suyos como prados. El resto dependería de hacia dónde quisieran mirar los tasadores: ¿mirarían hacia abajo, o levantarían los ojos hacia esa extraña hierba cuyo tallo no podría abarcar un hombre con los brazos estirados? De hecho, del viejo robledal quedaba ya bien poco: lo que más abundaba eran bosquecillos umbrosos de jóvenes ojaranzos, unos pocos abetos y bastantes árboles maderables en terreno pantanoso. Pero toda esa zona colindaba con el bosque estatal, que se extendía a lo largo de decenas de kilómetros, y esto aumentaba el riesgo.
Dos fincas: la suya y la de Helena. Pero, ¿dónde situar esa segunda finca? Inesperadamente, Baltazar iba a ser muy útil. Cuando Surkont permitía a Baltazar que hiciera lo que le viniera en gana, no le guiaba ningún cálculo premeditado. No era cálculo, sino predilección por aquel chico (basta mirarle para ver que este hombre de treinta o cuarenta años seguirá siempre siendo un chico). Y ahora la casa del bosque y sus dependencias les serían muy útiles: en los documentos, dirían que Helena administraba sus propias tierras.
Estos eran, a grandes rasgos, la situación y los planes para hacerle frente. La mejor clase de cerveza y el más aromático aguardiente, fabricado con nueve distintas especies de hierbas silvestres, aparecían en la mesa cuando Helena Juchniewicz iba a pasar un rato a su casa, pero Baltazar la observaba atentamente, enseñando como siempre los dientes en una sonrisa bondadosa. ¿Acaso no la conocía bien? Discretamente, como por casualidad, Helena metía ahora la nariz en los establos o en el granero. Es triste tener que tratar con una persona así.
Según algunos, el demonio no es más que una especie de alucinación, producto de los sufrimientos del alma. Si lo prefieren, el mundo debe parecerles aún más difícil de entender, porque ningún otro ser viviente, con excepción del hombre, padece alucinaciones. Supongamos que la diminuta criatura que se paseaba dando saltitos, junto a las manchas de bebida derramada que Baltazar se entretenía extendiendo con el dedo por la mesa, debieran su existencia a la borrachera. Pero esto no prueba nada. Había días en que Baltazar volvía a sentirse alegre, silbaba mientras seguía su arado; y, de pronto, aquel sobresalto interior que siempre anunciaba la llegada del terror. En cuanto daba unos pasos fuera del círculo que le había sido asignado, una fuerza extraña volvía a empujarlo hacia dentro. Eso es: extraña, porque no sentía su sufrimiento como formando parte de sí mismo. Seguro que, allí, en lo más hondo de su ser, seguía habiendo pura alegría. El ataque venía de fuera. El terror provenía del hecho de que la sutileza y la penetración del razonamiento que era capaz de desarrollar cuando estaba desesperado no provenían de su fuero interior, y era esa clarividencia sobrehumana la que lo aniquilaba. El sentimiento del propio ridículo también formaba parte de ese estado de ánimo, y quienquiera que lo persiguiera se aprovechaba de ello.