– Sí, Baltazar -se decía-. Una sola vida. Millones de personas se ocupan de millones de asuntos, pero tú, Surkont, Helena Juchniewicz, la tierra, aquel accidente con la carabina, todo es poca cosa. ¿Por qué a ti precisamente te tenía que ocurrir? Como una estrella, habrías podido caer aquí, o allá. Pero fue aquí, y nunca nacerás por segunda vez.
– El rabino estaba en lo cierto.
– ¿En lo cierto? Sin embargo, te muerdes los puños al pensar que la Juchniewicz podría echarte, y te muerdes los puños de rabia contra ti mismo, por mordértelos. Aparentemente, te conformas con tu suerte, pero no consientes. El rabino, no lo niego, acertó, porque es un hombre de experiencia. Pero esto no es difícil de adivinar. El Baltazar mancillado lamenta que todo esto haya caído en suerte al Baltazar puro, que no existe. ¡Magnífico ese Baltazar puro! Sólo que no existe.
Los dedos se agarraban a la mesa. Ojalá pudiera pegar, destrozar, convertirse en fuego o piedra.
– No, hombre, volcarás la mesa, y luego ¿qué? Yo sé que lo que quieres en realidad no es esto, sino preguntar algo. Pregunta, te sentirás aliviado. Te echas esto en el gaznate, pero dejas de pensar sólo por un instante, mientras te quema la garganta. ¿Quieres saber?
Baltazar iba desmoronándose, con los brazos abiertos, sobre las tablas de la mesa, a merced de aquella comadreja débil, pero feroz.
– Cuando uno hace algo, ¿acaso es porque no habría podido actuar de otra manera? Eso es lo que te atormenta, ¿verdad? Si soy lo que ahora soy, es porque en ésa u otra circunstancia actué de ésa u otra manera. Pero ¿por qué actué de aquel modo? ¿No será porque, desde un principio, soy como soy? ¿Es por eso?
Bajo la mirada, que venía hacia él desde el espacio, y que iba adoptando distintos rostros a su alrededor, aunque fuera en sí inmutable, Baltazar asentía con la cabeza.
– ¿Te duele que la simiente sea mala y que de la simiente de una ortiga no crezca una espiga de trigo?
– Claro que sí.
– Te daré un ejemplo. Fíjate en una encina. La miras y ¿qué ves? ¿Debería crecer allí donde está?
– Sí, debería.
– Pero un jabalí habría podido hozar la tierra y comerse la bellota. Si miraras otra vez aquel mismo lugar, ¿pensarías que allí debería crecer una encina?
Baltazar se retorcía entre los dedos un mechón de pelo.
– No lo pensarías. ¿Por qué? Porque todo lo que ha ocurrido parece como si hubiera tenido que ocurrir sin que pudiera ser de otra manera. El hombre es así. Tú mismo, más tarde, te convencerás de que no habrías sido capaz de ir a la ciudad a contarle a las personas indicadas que Surkont declaró los bosques como prados y que intentó hacer trampa.
– Yo no pienso acusarle de nada.
– El Baltazar bueno ama a Surkont. No, lo que tú tienes es miedo de que tu queja no sirva para nada, porque él paga a los funcionarios y se enterará de todo, y entonces ya no te defenderá frente a su hija. Y también tienes miedo de ganar. Podrían anexionarte al bosque estatal y, aunque a lo mejor te nombraran guarda forestal, te preguntarían también para qué necesitas tú tantas tierras. No mientas. Y no te salvarás maldiciendo tu destino.
– Es que yo nunca sé por qué hago las cosas. Por ejemplo, una vez llamé a unos casamenteros, pero ya no recuerdo por qué. Y aquel… ruso… habría podido solamente darle un susto. No recuerdo.
– ¡Ah!
¡Aaah! Nunca sabremos luchar contra ese grito que resuena dentro de nosotros mismos. La mayor injusticia estriba en el hecho de que arranquemos la hoja del calendario, nos calcemos las botas, probemos los músculos del brazo y vivamos al día. Pero, al mismo tiempo, por dentro nos corroe el recuerdo de los propios actos, sin recordar sus motivaciones. Pues, una de dos: o esos actos tienen su raíz en nosotros mismos, en nuestro propio ser, que es el mismo de hoy, y entonces pasa a ser horrible convivir con él, pues hasta hace que nuestra piel huela mal; o es que los ha cometido otro, con el rostro oculto, lo cual es quizás aún más dramático, pues ¿por qué, debido a qué maldición, no podemos librarnos de él?
Baltazar preveía que Surkont se saldría con la suya
Eligió la inacción por cansancio, o por desconfianza hacia sí mismo, hacia su propia naturaleza, o hacia aquellos que solapadamente se infiltran en ella. Si se mantenía inactivo, tantos menos motivos tendría después para arrepentirse. Además, si ya se habían enredado las cosas, ¡que se acabaran de enredar de una vez por todas! Durante algún tiempo, llegó hasta a pegar a su mujer, pero luego desistió, y se encerró en sí mismo, pesado y silencioso. Quizá fuera razonable abandonar la casa y buscar con tiempo alguna tierra en otro lugar, acogiéndose a la reforma, pero ¿cómo volver a empezar de cero, cómo vivir en una choza cubierta de paja y empezar a construir una vez más?
¿Y para qué? ¡Que las cosas sigan como están! La partición no significaba que los Juchniewicz fueran forzosamente a vivir al bosque. También sabía, por otro lado, que, si a Surkont le ocurría algo, todo entonces dependería de la hija.
Su mujer, en un tercer alumbramiento, le dio una hija. Cuando la abuela la trajo de Pogiry para enseñársela, Baltazar pensó que no se acordaba de cómo había sido, ni en qué noche, ni si le había causado placer. La niña se parecía a un gatito, y a Baltazar. Celebró un bautizo fastuoso, y los invitados trataron de convertir en una broma el hecho de que se abalanzara con un cuchillo sobre alguien: él mismo no se enteró hasta el día siguiente, al despertar.
40
Los cascabeles tintinean, el caballo resuella, los trineos se deslizan sin ruido. Sobre el blanco manto de nieve, a ambos lados del camino, unas huellas. Un cuadrado torcido: es una liebre. Si el cuadrado se alarga significa que la liebre corre aprisa. La huella de un zorro sigue una línea recta -una pata tras otra- y trepa por la colina, allí donde la nieve reluce bajo el sol, hasta el bosquecillo de abedules de color azul violeta. Los pájaros dibujan tres líneas convergentes, a veces el rastro de la cola, o una señal borrosa de las plumas de las alas.
A causa del frío, la nariz de tía Helena se llenaba de venitas y sobresalía, más oscura, de la cara sonrosada, por encima del cuello de la pelliza. Ésta había perdido su colorido de origen y se había vuelto marrón, pero la de Tomás, aún muy nueva, recordaba por sus tonos vivos el pelaje veraniego de las ardillas. Por eso, y también porque era suave, a Tomás le gustaba frotarse la mejilla con la manga. La gorra con orejeras del abuelo, demasiado grande para él, le caía continuamente sobre los ojos, y Tomás se la levantaba una y otra vez con paciencia. Helena se cubría con un gorro redondo de borrego, color gris.