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En el césped, ahora blanco, enfrente de la casa, Tomás se entretenía haciendo bolas de nieve que iban aumentando de tamaño al ceñirlas con las tiras de plumón que iba arrancando a su paso. Luego, colocaba esas bolas una encima de otra y, en la más pequeña, que hacía las veces de cabeza, introducía dos carbones (los ojos) y una pipa hecha con una ramita. Pero las manos se le quedaban heladas y, además, una vez terminado el muñeco, ya no sabes qué hacer con él. Por la mañana, ayudaba a Antonina a encender las estufas. En el silencio de la casa, que parecía encerrada en una caja forrada de algodón, resonaba el enérgico repicar de sus zapatos en el vestíbulo. Entraba con ella una bocanada de aire frío, y el hielo, sobre los leños que volcaba ruidosamente en el suelo, les daba el brillo de un cristal. Entonces, Tomás colocaba en el hogar láminas de corteza de abedul, sobre las que construía una pequeña pirámide de cortos leños secos, que se ponían a secar en la rendija entre la estufa y la pared. El fuego lamía la corteza, que se enroscaba formando como unas trompetitas. ¿Cogerá, o no cogerá? Antonina entraba con la leña, seguida de Tomás, en la habitación de la abuela Dilbin cuando aún estaba a oscuras, e iba en seguida a abrir por fuera las contraventanas. Tomás parpadeaba, cegado por la súbita claridad, y parpadeaba la abuela que se apoyaba, encorvada, en una almohada colocada perpendicularmente a la cabecera de la cama. Sobre la mesilla de noche, junto a un grueso misal, había un montón de frasquitos de medicamentos, que exhalaban por toda la habitación un olor mareante. Ya no se quedaba allí tanto tiempo como en otoño y aprovechaba cualquier excusa para salir corriendo, pues ya estaba harto de gemidos. Se balanceaba en la silla junto a la cama, sabiendo que su obligación era quedarse, pero no resistía mucho tiempo y se escabullía con un sentimiento de culpa. Ese sentimiento no aumentaba por el hecho de huir: la abuela, enferma y llorosa, entraba en aquella categoría de cosas que se examinan con indiferencia e incluso con irritación, y por las que, mientras se las examina, se siente a la vez satisfacción y vergüenza.

Para Tomás fue un gran acontecimiento el día en que recibió unas botas, que eran exactas a como las había deseado. Hechas a mano por un zapatero de Pogiry, le quedaban algo grandes (habían contado con que crecería), pero eran muy cómodas. La caña, blanda y suave, podía, si era necesario, ajustarse con una tira sobre el empeine para que el pie no bailara dentro. Otra tira de cuero, que pasaba por unas presillas, la recogía debajo de la rodilla.

41

Finalmente llegó la primavera, distinta a todas las demás primaveras de la vida de Tomás. No solamente porque aquel año las nieves se fundieron con inusitada prontitud, y el sol calentó con excepcional fuerza, sino porque, por primera vez, no esperó pasivamente a que las hojas se abrieran, a que aparecieran en el césped las amarillas llavecillas de San Pedro y a que se oyera de noche entre los arbustos el canto de los ruiseñores. Salió al encuentro de la primavera, cuando apenas la tierra desnuda había empezado a humear bajo una clara luz sin nubes; en el camino hacia Borkuny, cantaba y silbaba, jugando con su bastón. El bosque detrás de Borkuny, en el que se hundió a primera hora de la tarde, le despertaba el deseo de salir fuera de su propia piel para convertirse en todo aquello que existía a su alrededor; algo desde adentro le impelía con fuerza, hasta producirle dolor. Tenía ganas de gritar de admiración. Pero, en vez de gritar, avanzaba en profundo silencio, procurando que ninguna ramita crujiera bajo sus pies, y permanecía totalmente inmóvil al oír el menor ruido o chasquido. Sólo de esta manera se puede penetrar en el mundo de los pájaros; éstos no temen la figura del hombre, sino sus movimientos. Junto a él, se paseaban los zorzales charlos, que sabía distinguir de los zorzales reales (en éstos, las plumas de la cabeza son de un gris azulado, no pardo grisáceas), y, al pasar junto a un abeto muy alto, descubrió que ya habían anidado en él los picogordos. En cambio, habría pasado por alto los nidos de los arrendajos de no ser por sus inquietos graznidos. Sí, allí estaban, pero se escondían tan bien que, desde abajo, nadie lo habría dicho. En el joven abeto, las ramas crecían casi a ras de suelo y, al principio, no le costó encaramarse, pero como más subía, más le costaba, porque las ramas se hacían siempre más espesas, las puntas de las agujas le pinchaban la cara hasta que, por fin, sudado y cubierto de arañazos, sacó la cabeza por arriba, junto al nido. Se balanceaba agarrado al tronco que, a esa altura, era muy delgado, y los pájaros le atacaban desesperadamente desde arriba con la intención evidente de asestarle un picotazo; en el último momento, les venció el temor, se dieron media vuelta y se alejaron para volver a atacar de nuevo. Encontró cuatro huevecillos color azul pálido, punteados de rojo, pero no los tocó. ¿Por qué los huevos de la mayoría de los pájaros del bosque son punteados? Nadie había sabido aclarárselo. Era así. Pero ¿por qué? Bajó del árbol satisfecho por haber alcanzado su objetivo.

Volvió embriagado por todo lo que había visto, pero ante todo por aquella primavera en el bosque, cuya belleza no consistía en nada particular, sino en un coro de esperanza compuesto por millones de voces. Sobre las copas afiladas de los árboles, negros sobre el fondo del cielo de poniente, dejaban oír sus melodías los zorzales (¡el turdus musicus, no el turduspilaris o el turdus viscivorus! Sólo los tontos confunden estas especies). En lo alto, se oía el balido de las agachadizas comunes, que parecían corderitos correteando a lo lejos, más allá de aquella seda rosa y verde. Antonina, al oír aquellos sonidos, sostenía, naturalmente, que se trataba de la bruja Ragana, a caballo en un demonio convertido en macho cabrío volador, al que torturaba con las espuelas. Pero Tomás sabía que aquel balido no era sino el particular silbido de las plumas de la cola.

Tomás ofreció a Barbarka un ramo de mezereón color rosa, cuyas flores olían como jacintos, y ella las aceptó complacida. Al anochecer, el señor Romualdo examinó, a la luz de la lámpara, el interior del cañón de su fusil. Dijo algo que dejó a Tomás sin habla y pálido de emoción. Sea por piedad, sea porque sabía que Tomás, al igual que los espíritus de los bosques, era capaz de guardar silencio, la cuestión es que le preguntó: «¿Querrás venir?».

El sentido de responsabilidad enturbia la felicidad. Se considera rara habilidad saber acercarse a un urogallo mientras canta. Un solo paso en falso, y el cazador queda derrotado. Romualdo, a pesar de ello, quería que Tomás le acompañara y le permitía acercarse con él al urogallo. El honor de Tomás estaba en juego, y no podía defraudarle.

Conocía las costumbres de ese pájaro, pero jamás lo había visto; no los había en las proximidades de Borkuny, sólo en lo más hondo del bosque, lejos de los humanos. Era el pájaro-símbolo de la selva. Sólo dos o tres pasos pueden darse al final de cada uno de sus cantos, cuando enmudece y se vuelve indiferente a todo cuanto ocurre a su alrededor, en la oscuridad, pues canta sólo al amanecer y en la época que va de los deshielos a la aparición de las primeras hojas.