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La exaltación que se apoderaba de Tomás cada vez que aprendía algo nuevo sobre los urogallos y, en general, sobre todo lo que tenía relación con la naturaleza planteaba una duda: lo que le excitaba ¿era la imagen de un pájaro, grande como un pavo, con el cuello tendido hacia delante y la cola en forma de abanico, o más bien el imaginarse a sí mismo, acechándolo en la semioscuridad? ¿No sería también el que, al hundirse en el espesor del bosque, mudo y cauteloso, o al escuchar el concierto de los perros, se extrañara de sentirse, él, en persona, partícipe de aquella magnífica aventura, como un cazador de verdad? No sólo miraba los detalles a su alrededor, sino que se veía a sí mismo observando esos detalles: es decir, se extasiaba ante el papel que estaba representando. Por ejemplo, el gesto curvo de su pie al acercarse a la presa: con ese gesto expresaba la conciencia, quizás un poco exagerada, de su propia habilidad. De hecho, los mayores no tienen razón si creen que no se divierten de la misma manera. Y si no, que confiesen que su curiosidad por saber cómo se siente uno en su papel de amante es a veces más importante que el mismo objeto de su amor. Desean (¿no es así?) saborear la situación que han creado y adquirir con ello un mérito del que sentirse orgullosos. De ahí que sus gestos y sus palabras, por fuerza, deban ser un poco falsos, porque los representan ante sí mismos, controlándose, con el fin de acercarse lo más posible al ideal que han tomado por modelo. Exigen que sus sentimientos hacia las personas más queridas correspondan a su particular concepto del amor y, si no encuentran el tipo de sentimientos que necesitan, los fabrican artificialmente y tratan de convencerse a sí mismos, hábilmente, de que son auténticos. Se han especializado en el papel de actores, que consiste en ser alguien y, al mismo tiempo, con la otra mitad de sí mismos, comprobar que ese alguien, en realidad, no lo es del todo; aquí es por donde hay que salir en defensa de Tomás.

El fanatismo con el que clasificaba a las personas en dignas e indignas, según si las veía capaces o no de pasión, era una muestra de las exaltadas exigencias de su corazón. Tras reconocer que los pájaros representaban la más pura belleza, juró serles fiel, y se mostraba tenaz en el ejercicio de esa vocación. En sus movimientos, excesivamente precisos, se expresaba su voluntad; en sus mandíbulas fuertemente apretadas podía leerse: «Quiero ser lo que me he propuesto ser».

Salieron al día siguiente por la tarde en el carro de Romualdo, enganchado a un solo caballo. Un camino arenoso, con profundas rodadas, atravesaba el bosque y serpenteaba luego por entre amplios espacios cubiertos de brezos, salpicados aquí y allá por algún pino resalvo, o corros de jóvenes pinos transparentes, rotos muchos de ellos, como si fueran hierbas, por las nieves y los vientos invernales. Los brezales no despertaron el interés de Tomás por su aspecto árido, tan distinto a la vegetación que crecía junto al Issa y en los alrededores de Borkuny. Más tarde, llegaron a un bosque mixto, donde Romualdo se encaminó por uno de los atajos que servían para transportar madera. Allí, la tierra era seca y no había peligro de embarrancar. En la sombra, los cascos de los caballos golpeaban a veces la superficie de la nieve helada. Por fin, llegaron a una carretera con hondas cunetas a ambos lados y, media hora después, divisaron un amplio calvero en el que humeaban las chimeneas de una aldea. «Esto es Jaugiele» -dijo Romualdo-. «Aquí todos son cazadores furtivos.»

Sobre el fondo del bosque negro, unos bosquecillos sin hojas, y las malezas parecían azules a la luz del atardecer y, sobre ellos, se posaban franjas de niebla, formando capas. Entre unas ramas de aliso encontraron un puente y un camino que conducía hasta la casa forestal. Sobre el nido del tejado, las cigüeñas, que seguramente acababan de llegar de su largo viaje, se agitaban en un barullo de picos y alas. El perro ladraba, tensando la cadena, y Romualdo bajó ante la puerta con una sensación de alivio, estirando los brazos para desentumecerse. Una mujer alta, con una falda verde, apareció en la puerta y explicó que el marido no estaba, que había ido de caza y que pasaría la noche en el bosque. Les invitó a entrar, pero les advirtió de que no podrían demorarse si querían encontrarle antes de que cayera la noche. De modo que sólo bebieron un poco de leche en el zaguán, en una jarra de barro. Siguiendo la dirección que ella les había indicado -primero a la derecha, después del pino, que tenía una colmena, a la izquierda, luego, pasando junto a la ciénaga, otra vez a la derecha-, llegaron por fin a una pista cubierta de blancas astillas de madera y de una capa de ramas cortadas. Era ya noche cerrada. Aquí y allá, brillaban los troncos descortezados. A lo lejos, divisaron un fuego.

Un tejadillo inclinado, hecho con troncos de pino cortados por la mitad, se apoyaba en dos estacas; el reflejo de las llamas le daba un color cobre oscuro. Sentados sobre unas pellizas, había dos hombres; en seguida vio Tomás los cañones de dos rifles apoyados en una pendiente. El guarda forestal y el otro aseguraban que la temporada de los cantos de los urogallos estaba en su plenitud, a no ser que la lluvia lo estropeara todo, pero no parecía probable: la puesta de sol presagiaba buen tiempo. «Este», preguntó el guarda, señalando con la cabeza a Tomás, «¿también quiere cazar urogallos?», y se alisó los bigotes que ocultaban una sonrisita ofensiva. Movió la cabeza y lo observó con atención, y aquella mirada turbó a Tomás.

Haces de chispas estallaban, ascendían en espiral y se desvanecían en la blanda oscuridad. Acostado en un lecho de ramitas de abedules, Tomás se cubrió con su pelliza, mientras un murmullo recorría las invisibles copas de los pinos y, a lo lejos, chillaba una lechuza. Los hombres, alargando las sílabas, hablaban de la boda de alguien, de un proceso, de que alguien había traspasado con el arado los límites de la propiedad de su vecino. De vez en cuando, uno de ellos se levantaba y volvía de las sombras arrastrando un tronco seco que arrojaba al fuego. Arrullado por el susurro de la conversación, Tomás, tumbado de lado, dormitaba, y, en ese duermevela, le llegaban las voces y el crepitar del fuego.

Sintió un estirón en el brazo y se levantó de un brinco. El fuego estaba ya casi apagado, en medio de un gran círculo de ceniza. En lo alto, brillaban las estrellas, más pálidas a un lado del cielo. Temblaba de frío y excitación.

42

Caminaban en la más completa oscuridad. Silencio absoluto. A veces, se oía tan sólo el golpe de una bota contra una raíz, o el roce de un fusil con alguna rama. Eran tres, pues el amigo del guarda forestal probaba suerte a otra parte. El sendero se estrechaba siempre más y, en vez del olor a pinocha, les llegaba el olor a cenagal. Los charcos centelleaban con los grises destellos que preceden al alba. Avanzaban hundiéndose unas veces en el agua, agarrándose otras a los penachos de los alisos. Luego, pasaron sosteniéndose en equilibrio sobre unos troncos resbaladizos puestos allí como pasarelas, entre fantasmagóricas matas de juncos secos.

No era ni un terraplén, ni una hondonada. A la izquierda, una zanja de la que brotaba en el silencio el croar de una rana. Más allá de la zanja, apenas si se entreveían los pinos enanos de la ciénaga. A la derecha, se destacaba la oscura mole del bosque que crecía en las tierras pantanosas. Tomás distinguía en él los troncos más claros, hoyos profundos, y una maraña de mimbres, saxífragas y raíces retorcidas de árboles derribados. Frente a ellos, el cielo empezaba a teñirse de rosa, y, tras detener en él un instante la mirada, todo lo demás parecía aún más oscuro.

De vez en cuando, se detenían a escuchar. De pronto, Romualdo le apretó el brazo: «¡Ahí está!», dijo en un susurro. Pero Tomás tardó un poco en distinguir aquel sonido. No era más que un suspiro atenuado por la distancia, una señal misteriosa, diferente a cualquier otro sonido en el mundo. Como si alguien martillara (no, más bien como si se descorchara una botella, pero tampoco). Dieron un apretón de manos al forestal, quien al instante, desapareció.