– Szatybelko ha traído una carta. Está aquí, mira.
En una esquina de la mesilla de noche, cubierta de medicamentos, había unas cuartillas y, debajo, un sobre. La letra inclinada, irregular, de la que Tomás no sabía descifrar ni una sola frase, era de su padre. El escrito, en el que algunas letras habían sido repasadas con tinta para hacerlas más legibles, era de su madre.
– Mamá dice que ahora vendrá seguro, dentro de dos meses a lo sumo.
– ¿Por dónde entrará? -preguntó Tomás.
– Ya lo tiene todo previsto. Sabes que la frontera está cerrada, de modo que legalmente no puede entrar. Pero dice que conoce una aldea por donde podrá hacerlo.
– ¿Y nosotros nos iremos con ella, por allí, o por Riga?
La abuela buscó el rosario que yacía en algún lugar junto a ella. Tomás se inclinó y se lo dio. Se había caído al suelo.
– Irás tú solo. Yo ya no necesito nada.
– ¿Por qué dice eso, abuela?
Sintió una gran indiferencia y, precisamente por eso, rabia contra sí mismo.
La abuela no contestó. Gimió y trató de incorporarse. Tomás se inclinó sobre ella y trató de ayudarla. Su espalda encorvada en la camisola de fustán y las hondas arrugas del cuello por detrás de las orejas…
– Estas almohadas. Se hunden. ¿Podrías levantarlas un poco?
A la piedad que sentía Tomás le faltaba plenitud. Habría querido que fuera más auténtica, pero para ello habría tenido que esforzarse, y le irritaba el hecho de sentirla como algo tan artificial. Ahora la abuela le parecía menos irritante que de costumbre. No se detuvo a pensar por qué, era como menos transparente, sin todas aquellas astucias suyas, demasiado fáciles.
– Hay muchos ruiseñores este año -observó la abuela.
– Sí, abuela, muchos.
Ella empezó a pasar las cuentas del rosario, y Tomás no sabía si irse o quedarse.
– ¡Cuántos gatos! -dijo ella por fin-. ¡Cómo es que estos pájaros no tienen miedo de cantar!
45
¿Realmente no hay testigos? La hierba tupida, aplastada por la suela del zapato, se yergue lentamente a medida que se pisa otras briznas; luego, el roce de las varitas rugosas contra la caña de la bota; un tordo, que había huido asustado, vuelve al lugar donde estaba buscando gusanos de tierra. Y aquellos dos, sentados en el fondo de un pequeño pozo, cuyas paredes están cubiertas de espesas hojas. Por encima de sus cabezas, pasan lentamente unas nubecillas. Un brazo oscuro rodea las espaldas protegidas por una blusa blanca. Una hormiga trata de liberarse del peso que le ha caído encima inesperadamente.
Es la época del año en que el cuclillo aún deja oír su cucú, pero ya su trino parece a menudo una carcajada, poco antes de enmudecer hasta la primavera siguiente. Nadie cuenta sus llamadas, que son el presagio de los años que aún quedan por delante. Todo son susurros en lo más hondo del bosque y ligeros tintineos de espuelas.
Pero he aquí que se acercaba, andando lentamente, el mago Masiulis. Llevaba una bolsa de tela colgada del hombro, en la que recogía hierbas. Se inclinaba, dejaba a un lado su bastón y, con una pequeña navaja, arrancaba una raíz que le serviría para alguno de sus fines ocultos. Oyó el sonido de una voz humana. Dio unos pasos, apartó unas hojas y, sin ser visto, entornó los ojos con expresión de burla, pues el gesto con el que la mujer ponía en orden su vestido significaba simplemente: aquí no ha pasado nada. Era un acto aislado para siempre y, ahora, empezaría a hablar de cosas anodinas, como si acabara de volver de una de esas aventuras con las que una suele tropezarse durante un paseo por los reinos de la noche. Masiulis, soltó las ramas, retrocedió hasta la linde del bosque, se sentó en una piedra y encendió una pipa.
Masiulis no estaba exento de pasiones. Por lo que de él se sabía, había alimentado con burlas su sabiduría y, a decir verdad, también con desprecio. Con desprecio hacia la naturaleza humana, incluyendo la suya propia. En cierta ocasión, comentó con alguien (evidentemente cuesta adivinar por qué lo hizo) que el hombre era como una oveja sobre la que Dios habría colocado otra oveja de aire, y la oveja de verdad no quería de ninguna manera ser ella misma, sino la otra. En esta frase radicaba sin duda la clave de sus magias. Cuando se tiene esta imagen del hombre, no es de extrañar que se quiera ayudar a las ovejas siempre que tengan dificultades para mantenerse en el aire.
Masiulis no tenía motivo alguno para ver con simpatía a la pareja que había sorprendido en el bosque. Siempre que dos personas se apartaban de aquel modo de los demás, él se sentía en cierto modo ofendido, pues era como si a ellos les pareciera que sólo a ellos les ocurría algo como aquello. Quizás no llegara a sentirse ofendido, pero sí le divertía y le incitaba a la mordacidad. Después de todo, cuando dos perros se comportan de un modo indecente a la vista de todos, se les apalea, pues sus largas lenguas y su expresión dulzona permiten suponer que no tienen en absoluto sentido del propio ridículo; sólo piensan en su placer y se quedan allí, protegidos por la seguridad de que nadie más que ellos experimenta aquello en aquel momento. En cuanto a la pareja del bosque, Masiulis masculló con enfado: «¡Mira la yegua ésa!», y aquel desprecio iba dirigido al púdico gesto de Helena Juchtiiewicz mientras se arreglaba el vestido.
Por una curiosa coincidencia, pocos días después, Barbarka fue a ver a Masiulis para pedirle ayuda, porque nadie más podía aconsejarla, o curarla. Masiulis no preguntaba, como el cura en el confesionario: «¿Cuántas veces, hija mía?», porque sabía que son muchas las veces, aunque, a decir verdad, el padre Monkiewicz, cuando escuchaba los pecados de sus parroquianos, lo único que esperaba oír era un fuerte propósito de enmienda. Un fuerte propósito de enmienda consiste en ese suspiro que lanzamos hacia Dios para que contemple nuestro ferviente deseo de librarnos del gusto de pecar, para que luego, cuando volvamos a caer en las mismas tentaciones, no lo tome demasiado mal. Puesto que lo ve todo, ve también que, en realidad, somos unos ángeles que ceden en contra de su voluntad a las necesidades del cuerpo, pero que no lo aprueban plenamente y se entristecen por estar hechos de ésa y no de otra manera. En cuanto abandonaba el confesionario, Barbarka, como todos, sabía que había descargado parte del fardo, pero que se aprestaba a cargar con otro.
Para el problema que le había caído en suerte a Barbarka existen métodos femeninos conocidos y probados: por ejemplo, añadir a la comida un poco de sangre de menstruación, y el hombre a la que va destinada queda como atado por unos hilos invisibles. Pero este sistema no habría dado resultado, o lo que necesitaba Barbarka era contar sus penas a alguien. El brujo la recibió bien y habló mucho rato, mientras a ella se le deslizaban las lágrimas, de vergüenza también, por las manos. Si Romualdo se enterara de que había ido a ver a Masiulis con esa historia, la pegaría con todo el derecho del mundo, porque, de hecho, lo que hacía Masiulis era sublevarla contra él. A su antiguo rencor se mezclaba el recuerdo de lo que había visto aquel día al espiar a aquella pareja. Por eso, no le dio el filtro de amor, que se hierve y luego se va echando de a poco en la comida; en cambio, le aconsejó que dejara de pensar en aquel viejo asqueroso, gentilhombre traidor que se sentía atraído por las señoras de la nobleza.
Al volver a casa, Barbarka tenía los ojos hinchados. Pero, en el sendero que atravesaba el bosquecillo, se detuvo y, con el pie descalzo, borró, pensativa, las huellas de unos cascos de caballo. «¡Bah!, ¿Qué sabrá él? ¿Acaso conoce a Romualdo?» No, y ella, en cambio, sí. Hay secretos que no pueden revelarse a nadie. Es viejo, es cierto. Pero ¿quién hay como él…? Dobló el dedo gordo del pie y recogió con él arena y pinocha. No, hay que hacerlo de otra manera.
Barbarka tenía veintidós años. Sus faldas revoloteaban, rozando sus muslos, mientras caminaba con creciente seguridad. Alzaba la barbilla, y los labios se le hinchaban en una sonrisa que denotaba fuerza. Se detuvo allí donde se abría la vista sobre los edificios de las dependencias y recorrió con la mirada los tejados, las poleas del pozo y el huerto de árboles frutales, como si fuera la primera vez.