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– Jesús! -dijo todavía claramente.

Y añadió muy bajito, aunque Tomás pudo oír perfectamente aquel susurro que se desvanecía:

– Ayú-da-me.

Si el padre Monkiewicz hubiera estado allí en aquel momento, habría podido comprobar que los Seres Invisibles habían sido derrotados. Pues a la ley según la cual todo lo que muere se convierte en polvo y desaparece para todos los siglos de los siglos, ella contraponía la única esperanza: la esperanza en aquél que puede romper la ley. Sin pedir pruebas, a pesar de las razones que demostraban lo contrario, creía.

El blanco de los ojos inmóvil, el silencio, la mecha del cirio chisporroteaba. Pero no, su pecho aún se movía. Una inspiración profunda, y los segundos volvían a correr, y de pronto, la respiración de aquel cuerpo que parecía muerto, desconocido, sorprendía con aquellos estertores a intervalos irregulares. Tomás sentía un escalofrío de horror ante aquella lenta deshumanización. Aquello ya no era la abuela Dilbin, sino la muerte en general. Ya no contaban para nada la forma de su cabeza, ni el tono de su piel. Habían desaparecido el miedo que la habitaba, aquel miedo tan sólo suyo, y sus «ay de mí». Tras largos minutos, quizá media hora (aunque, según otra medida, era tanto como toda una vida), la boca quedó inmóvil a media inspiración, abierta.

– Que la luz eterna resplandezca sobre ella, amén -murmuró la abuela y, con el dedo, bajó delicadamente los párpados de la muerta. El abuelo se persignó lenta, solemnemente. Luego, empezaron a deliberar acerca de dónde la trasladarían. La cama había quedado tan hundida que el cuerpo se enfriaría en aquella posición, casi sentado. Decidieron entrar una mesa grande, y Tomás ayudó a pasarla por la puerta y a cubrirla con una manta oscura.

Ayudó también a trasladar a la abuela Dilbin de la cama a la mesa. Cuando alargó el brazo para levantarla, el camisón se subió y Tomás giró rápidamente la cabeza. En la sábana, cuando ya la sostenía en alto y Antonina la cogía por los brazos, advirtió una tira de excrementos, aplastados en el espasmo de la agonía.

Volvió cuando yacía, lavada ya y vestida. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, los pies tocándose por los talones y separados en la punta, y la mandíbula sostenida por un pañuelo atado a la cabeza. Por la ventana, ahora abierta, entraban los rumores del anochecer, los graznidos de los patos, el lento chirrido del carro, el relincho de un caballo. Todo aquello era tan distinto, tan alegre, que incluso dudaba de que realmente allí hubiera ocurrido aquello de lo que acababa de ser testigo.

Lo mandaron a casa del carretero, y su pena se disipó. El carretero vivía en la kumietynta (trabajaba a la vez para la casa grande y para la gente del pueblo). Tomás volvió con él y miró cómo tomaba las medidas. Por la noche, tardó mucho en dormirse, porque, detrás de la puerta, yacía un cadáver, mientras ella, penetrando en sus pensamientos desde otra esfera, extraterrestre, conocía ya su indignidad. Había encontrado placer en presenciar su muerte. Un placer áspero como el del gusto de esas bayas que queman la lengua, pero que incitan a seguir comiendo. Unas velas, en dos altos candelabros, se consumían ahora junto al catafalco; oía las oraciones, mientras ella vagaba sola en la noche oscura.

Al día siguiente por la mañana (en la arandela de cristal de uno de los candelabros, en la cera fundida, se habían hundido las alas de una mariposa nocturna: entre los párpados de la abuela brillaba una línea blanca), Tomás fue a casa del carpintero para ver cómo construía la caja. En el patio frente a la carpintería, apoyadas unas a otras, había ruedas sin llantas y tablones apilados. Conocía aquel banco con su superficie rugosa, llena de entalladuras y grietas, con las manijas de los tornillos a un lado, bailando sueltas en los orificios, y aquel olor a viruta bajo los pies. Podía pasar largo tiempo inmóvil, sentado en un tronco, fascinado por el movimiento del cepillo. Ahora también. «El pino no sirve, pondremos roble», decía el carpintero. (Kielpsz, por su nariz y los bultos de su cara, se parecía un poco a la abuela Misia.) Las venas surcaban sus manos, formando montes y valles. De la rendija del cepillo salía una cinta blanca, y daba gusto verle dominar la madera; si es posible pulir así una tabla, bien podría pulirse también todo lo que existe. ¿De modo que aquellos dibujos que diseñaban las vetas del tronco en el roble estarían ya para siempre junto a las mejillas de la abuela Dilbin? Otra vez le invadía aquel sueño sobre Magdalena. ¿Pueden los gusanos entrar en la caja a través de las grietas? Una calavera blanca, con profundas cavernas en los ojos, mientras las tablas seguirían perdurando. Era de suponer que la abuela había muerto de verdad. Ella le había contado terribles historias sobre casos de letargo, en los que, después de cerrar la caja, se oían golpes desde el interior; a veces incluso se oían ruidos una vez enterrado el cuerpo: en este caso quitaban la tierra, levantaban la tapa del ataúd y encontraban a una persona asfixiada, retorcida por el esfuerzo. Despertarse así y comprender -aunque sólo fuera por un cortísimo instante- que había sido enterrada viva era lo que ella más temía. Siempre repetía que lo mejor era lo que había mandado hacer alguien de su familia: romper a martillazos la cabeza del muerto para asegurarse de que no quedara en letargo.

La cruz también sería de roble. El carpintero sacó del bolsillo un lápiz grueso, lo ensalivó y dibujó sobre una plancha la forma que iba a tener. Le enseñó el dibujo, pidiéndole su opinión. Tomás volvió a sentir el privilegio de ser el nieto. Una especie de tejadito unía los brazos de la cruz. «¿Para qué sirve?», preguntó. «Así es cómo debe ser. Coger dos tablas y clavarlas no queda bonito. Además, la lluvia baja por aquí y entonces no se estropea.»

Según Antonina, el alma humana va dando vueltas durante mucho tiempo alrededor de la envoltura que ha abandonado. Da vueltas y observa cómo era antes, y se extraña de que hasta entonces no se conociera a sí misma sino unida al cuerpo. Hora tras hora, el rostro que había sido su espejo, va cambiando y pareciéndose más al moho de las piedras. Por la noche, Tomás observó que la abuela tenía un aspecto distinto que por la mañana, pero, de pronto, se apartó, presa del pánico, pues ella le había mirado. Saltó hacia la puerta dispuesto a gritar que estaba despertando del letargo. Pero no, no se había movido. Sólo los párpados se habían entreabierto un poco, y el reflejo de los cirios temblaba en la rendija blanca. El alma ya no habitaba aquel cuerpo. Si Antonina decía la verdad, tan sólo se paseaba por allí, tocando objetos familiares, a la espera de que terminase el entierro para poder marcharse tranquila, sin preocuparse ya de lo que, sin duda, era su propiedad.

52

Las nubes forman panzudas figuras, un dragón avanza por el cielo, con la cola torcida y las aletas erguidas, poco a poco su morro va dispersándose, estirándose siempre más, hasta que se desgaja de él un pequeño ovillo blanco empujado por su soplo. Por sobre el dragón, pasa una cruz de brazos finos, sostenida por el sacristán, al que sigue el párroco y el féretro, llevado por Baltazar, Pakienas, Kielpsz y el joven Sypniewski. Desde la Muralla Sue ca, ante la que pasa el cortejo, se distinguen claramente unas figuritas que se mueven, entre las diminutas gavillas que puntean las inclinadas laderas de la otra orilla del Issa, y carros cargados de trigo.

Lucas Juchniewicz, quien había llegado el día anterior con Helena, corrió para reemplazar a Pakienas; se le abrieron los faldones del gabán, dejando al descubierto unos pantalones a cuadros oscuros. Al doblar la cabeza bajo el peso, el féretro se inclinó y se tambaleó; con sus menudos pasos, estorbó a los demás. De modo que, una vez más, Lucas demostraba que sólo sabía ponerse en ridículo, y Tomás se sintió decepcionado. Por lo menos, era tozudo, eso sí: hacía muecas como si estuviera a punto de llorar, pero seguía cargando con el ataúd. Szatybelko se había puesto su levita azul marino, y su mujer un pañuelo de seda con flores negras. En la iglesia, una vez que estuvieron todos sentados, Tomás trató de rezar, pero pensaba en la fosa, ya excavada. En el panteón familiar, habían quedado sólo dos sitios vacíos (el de la abuela Misia y el del abuelo), de modo que la enterrarían, en otro lugar, muy cerca de allí. Toparon con las raíces de un roble, lo cortaron con un hacha y ahora las blancas manchas de sus heridas sobresalían de la arcilla. Las raíces envolverían el ataúd, se introducirían quizá incluso en su interior, y la abuela quedaría atrapada como entre las garras de un pájaro.