– Baltazar está de su parte.
– Se está poniendo la soga al cuello.
– Sí, se la está poniendo. Dicen que la Juchniewicz va a echarlo.
– ¿Quién lo dice?
– Hoy, en la kumietynia. Ella estuvo allí y le buscaba una casa. El aquí, y ella en la casa de él.
José escupió en señal de disgusto.
– ¿Van a tenerlo ahora como jornalero? No creo que sea tan tonto.
– ¿No lo es ya?
– ¿Quién puede obligarle a dejar el bosque? Si él no quiere, no pueden hacerle nada. Lo mandarán ante los tribunales, pero podrá seguir con esa historia diez años más.
– Pero ya sabéis que Baltazar es miedoso. Se cae una piña, y él cree en seguida que se caerá el cielo detrás.
– Hay que ver lo que la bebida puede hacer de un hombre.
La opinión de Wackonis, según la cual, para apreciar a los hombres, hay que partir de la observación, expresaba una actitud bastante común entre los habitantes de Pogiry en lo que se refería a Baltazar: una gran hostilidad, pero también mucho desprecio. Para decirlo de otra manera: consideraban que, mientras cualquier persona podría dar cien pasos sin problema alguno, Baltazar se agotaba dando vueltas y aporreando con los puños paredes inexistentes. Pero él no sabía que tenían de él esa opinión y que al desprecio iba unida también cierta dosis de compasión. La prisión en la que se debatía le parecía a él real y, si hubiesen tratado de explicarle que era víctima de una alucinación, habría ignorado sus argumentos, seguro de que los demás estaban ciegos y no entendían nada. Les llenaba de vodka para que se alegraran los rostros por unos instantes y para oír, sentado entre ellos, algún elogio que le demostrara a sí mismo que «Baltazar es bueno». Nunca hasta entonces, inmerso como estaba en sus problemas íntimos, había tenido que ocuparse de lo que los demás pensaran de él. Las cosas le iban bien, algunos hasta le envidiaban un poco, pero nada más. Ahora, en cambio, esa maldita comisión y las maquinaciones de los señores, y, como si todo eso ya no le apartara lo bastante del pueblo, Surkont había aludido tímidamente a algo referente a su hija: una sola frase, pero fue suficiente para poner a Baltazar sobre aviso.
El líquido de la cocción borboteaba trabajosamente en la caldera y el reflejo de las llamas iluminaba aquel rostro de mejillas redondas. Toda la instalación se encontraba debajo de él, en un hueco excavado en la tierra. Baltazar está sentado en el borde; a sus espaldas, la oscuridad, de la que emergen las relucientes hojas de los avellanos. ¿Por qué alguna mano tendida por encima de los bosques, ocultando estrellas, no llegaba, guiada por la luz de la luna sobre las olas del Báltico, hasta aquel punto diminuto de la tierra que gira y, agarrando al pobre Baltazar, no se lo llevaba? Hacia dónde, daba lo mismo; podría, por ejemplo, dejarlo caer en medio de una orquesta, durante un concierto, en alguna gran ciudad; los atriles se caerían, cundiría el pánico, y él se arrastraría a gatas, moviendo pesadamente los pies enfundados en sus largas botas, hasta que, por fin, se levantaría, tambaleándose, despeinado.
– ¡Grita!
Y Baltazar, obediente a la orden de su perseguidor, arrojaría a la sala la confesión del mal secreto que consume a tantos de los que hemos nacido junto a las orillas del Issa.
– ¡No basta! No basta. ¡Vivir no basta! -¡Grita! Un aullido salvaje: -¡Así no! ¡Así no!
Contra el hecho de que la tierra es la tierra, el cielo es el cielo, y nada más. Contra los límites que nos ha impuesto la naturaleza. Contra la necesidad de que el yo sea siempre el yo.
Pero ninguna mano se lo llevará, y Baltazar tenía hipo. Se rascaba el pecho, introduciendo los dedos por la camisa desabrochada; se cubría la espalda con una pelliza, la noche era transparente y fría.
El desprecio colectivo del pueblo de Pogiry se explica fácilmente, porque aquel hombre no sabía lo que quería. Se complicaba la vida y se enredaba, quizás únicamente para no quedarse a solas con aquel terror suyo, sin forma ni nombre. Pero no sería inverosímil creer que, desde el principio del mundo, lo esperaba, en algún lugar, ese destino que sólo él podía cumplir y que no cumplió, y que, en el lugar donde debía crecer un roble, había tan sólo un espacio vacío y el esbozo apenas perceptible de unas ramas.
Se deslizaba desde el borde al fondo de aquel agujero, se ponía en cuclillas, colocaba su cubilete debajo del tubo.
Bebía. En las profundidades del bosque, resonaba el lamento de un pájaro despedazado. Otra vez el silencio y el crepitar del fuego. El cielo empezaba a palidecer; una estrella fugaz trazó, al caer, una línea allí donde aún estaba oscuro.
– Matar.
– ¿A quién?
– No lo sé.
57
La agachadiza es como un relámpago gris. Levanta el vuelo y, muy cerca aún del suelo, hace unos movimientos en zigzag tras lo cual endereza el vuelo. Cuesta adivinar por qué, pero todo parece como si, en el orden del universo, se hubiera previsto desde hace mucho tiempo que el hombre inventara la escopeta. Karo temblaba, con la pata delantera levantada. Romualdo disparó y mató al pájaro. Tomás, en cambio, ni había tenido tiempo de levantar su fusil hasta el hombro.
Esto ocurría en una pradera pantanosa, donde entre la hierba brillaban charcos de agua rojiza, oxidada. La humedad refrescaba agradablemente los pies, protegidos contra los tallos punzantes y las víboras por las tiras de tela y las suelas de líber de tilo. El sol del amanecer jugueteaba en el rocío. Iban en fila detrás del perro. Tenían que haber ido de caza los cuatro, pero Dionisio se excusó al último momento, de modo que fueron sólo Romualdo, Tomás y Víctor.
Seguramente, en otros tiempos, aquello había sido un lago, pero ahora, sobre lo que había sido su fondo, se extendían amplios prados en los que crecía el carrizo y, más allá, frente a ellos, se abrían vastos espacios cubiertos de musgo rojizo, en el que crecían pinos enanos y, aquí y allá, matas de juncos enmarañados. Al entrar en la zona de los primeros arbolitos, Tomás aspiraba tan conocido aroma. Era el reino de los olores. Del musgo emergían arbustos de ledum palustre, con sus estrechas hojas como de cuero, y bayas azules de los arándanos de las marismas, del tamaño de un huevo de palomo, que maduran en el aire cálido impregnado de vapor. Tienen un gusto refrescante, pero no se puede comer muchas a la vez porque acaban mareando, aunque no se sabe si por culpa de ellas, o por aspirar tanto tiempo aquellos aromas. Los urogallos jóvenes, conducidos por su madre, encuentran allí suficiente comida, y los gallos, que pasan el verano solitarios, se hunden en la espesura en la época de la muda: durante unos días casi no tienen fuerzas para volar.
– ¡Busca, Karo, busca!
Karo corría en círculo, su blanca pelambre con manchas amarillas aparecía y desaparecía, movía la cola y se volvía a veces para mirarles, con aire interrogante. Romualdo, vestido con una chaqueta de grueso tejido de cáñamo, con la cartuchera a la cintura y la correa de la escarcela pasada por el hombro, le señalaba la dirección con la mano. Víctor cargaba una gran bolsa de piel con los accesorios para su fusil a pistón.
Tomás había ido a Borkuny como si no hubiera ocurrido nada y, al saludar a Barbarka, simuló no haber estado aquel día en el carruaje. Más tarde, cuando caminaban a solas, Romualdo preguntó a Tomás, sin demostrar demasiado interés.
– ¿Y tu tía? ¿No piensa venir por aquí?
Tomás se quedó de una pieza. ¿Para qué aquella comedia? Pero se dio cuenta de que, si se metía en ella, acabaría enredándose.
– No sé. Debe estar ocupada.
Y ya no se habló más de ella. Con la escopeta a punto, seguía con la vista las correrías de Karo, totalmente concentrado e inquieto por lo que iba a ocurrir. Desde hacía tiempo, le dolía el hecho de no haber podido matar ni un solo pájaro en vuelo; los jóvenes patos silvestres de aquel día no contaban; había disparado a bulto al mismo tiempo que Romualdo. Ya era hora de acertar al menos una vez, y los urogallos le ofrecían una buena ocasión. La primera pieza de hoy -aquella agachadiza- no hizo más que aumentar su tensión, pues saber seguir con la escopeta sus movimientos, calcular la distancia que uno debe adelantarse, todo ello en el tiempo de un segundo, le parecía algo totalmente inalcanzable. Si al menos hubiera tenido la agachadiza en su mira, pero no; había ocurrido todo tan aprisa que apenas si se le había aflojado el nudo de la garganta, y Karo ya traía la pieza.