y de lo demás sólo le llegaban fragmentos. Era sobre un caballero que se marchó a la guerra y murió, pero una noche, transformado en fantasma, volvió a ver a su amada, la montó a su caballo y se la llevó a su castillo. Pero, en realidad, no poseía ningún castillo, sino una tumba en el cementerio.
Una de las chicas de la región de Poniewiez repetía a menudo una canción, que, según le parecía a Tomás, se refería a unos albañiles que construían una casa:
la última palabra se cantaba alargándola mucho para indicar que se iba a ir muy lejos.
Había otros cantos más alegres, como:
O bien:
Cuando se predice el futuro por el sistema de derretir cera, el momento de mayor emoción es cuando la cera líquida cae chisporroteando en el agua fría y toma la forma de las figuras del Destino. Luego se la observa, dándole vueltas, hasta que los allí reunidos exclaman: ¡Oh! ¡Ah!, al descubrir formas de coronas, animales, cruces y montañas. Por san Andrés, Tomás pasó mucho miedo por culpa de esos augurios. Sólo a las chicas les está permitido mirarse al espejo, pero formalmente: encerrándose en su habitación a las doce de la noche. Él intentó hacerlo en broma, delante de todos, pero acabó llorando porque vio el reflejo de unos cuernos rojos. Tal vez fueron los bordados de alguna blusa que pasó un momento a sus espaldas, pero tampoco estaba seguro de que fuera así y, durante mucho tiempo, evitó toda clase de espejos.
Cierto invierno (cada uno de ellos tiene esa primera mañana en que se pisa la nieve caída durante la noche), Tomás vio un armiño, o una comadreja, junto al Issa. El hielo y el sol, las varas de los arbustos en la ladera inclinada del otro lado, parecían ramos de oro con pinceladas, aquí y allá, grises y azules. Y, de pronto, apareció aquella bailarina increíblemente ligera y graciosa, una blanca hoz que se doblaba y enderezaba. Tomás la contemplaba con los labios entreabiertos, como petrificado, pero lleno de deseo. ¡Poseer! Si tuviera en la mano una escopeta, dispararía, porque uno no puede quedarse así, cuando la admiración te ordena que aquello que la produce sea tuyo para siempre. ¿Pero qué ocurriría entonces? No quedaría ni la comadreja, ni la admiración, sólo un ser sin vida en tierra; es mejor que sólo los ojos se salgan de las órbitas y que no se pueda hacer nada más que esto.
En primavera, cuando florecen las lilas, los niños se quitaban las botas y caminaban torciendo los pies, porque cada piedrecilla pinchaba como un clavo. Pero, en seguida, la piel se endurecía y, hasta los primeros hielos, Tomás correteaba descalzo por los senderos; los domingos, los zapatos le apretaban y se los quitaba en seguida después de la misa.
7
No todos tienen la suerte de ser los héroes de una aventura como la que protagonizó Pakienas. Tomás siempre se acercaba a él con veneración. Pakienas, parecido a una perca, con una nariz afilada que siempre brillaba, tejía en un gran telar y se ocupaba de la prensa en la que se introducía el tejido, entre dos cartones que se habían ennegrecido por el uso y la absorción de colorantes. La gente del vecindario traía a menudo sus tejidos a la casa del señor, para prensarlos y plancharlos. Aunque la historia que estamos relatando ocurrió hace tiempo, la gente aún la recuerda y quedó el testimonio vivo de que no se trataba de una cosa que sólo se oye contar, pues Pakienas podía confirmarla en cualquier momento (aunque le disgustaba hacerlo).
La historia estaba relacionada con el bosquecillo, un lugar cercano al Issa en el que crecía un grupo de pinos. En ellos, anidaban grajos que sobrevolaban los árboles graznando. El bosquecillo tenía mala fama. Habían enterrado en él a un mayoral que se había atragantado con un trozo de queso. «¿Cómo se atragantó?», preguntaba Tomás. Pues sí, se atragantó mientras estaba comiendo en el prado, y quizá a causa de esta muerte extraña no quisieron enterrarlo en el cementerio. Además, en el bosquecillo, había también un cofre enterrado por las tropas de Napoleón. Dicen que, mientras estaban cavando el agujero para enterrar al mayoral, dieron con la azada en la tapa metálica del cofre. Pero, si era así, ¿por qué no lo habían abierto? Las respuestas no quedaban claras (que si no habían logrado abrirlo, que si les habían faltado fuerzas y tiempo).
Cierta noche, cerca de las doce, Pakienas volvía de una fiesta al aire libre, al otro lado del río. Encontró la canoa que había dejado antes oculta entre los arbustos y cruzó con ella hasta la otra orilla. Pero, apenas hubo dado unos pasos en tierra firme, vio cómo se le acercaba, del lado del bosquecillo, algo como una columna de vapor. Empezó a andar aprisa, pero la columna le siguió. Se le pusieron los cabellos de punta y echó a correr, pero la columna seguía guardando siempre la misma distancia. Pakienas corrió como un liebre hasta el parque y, gritando como loco, empezó a aporrear la puerta del señor Szatybelko en busca de ayuda.
El pudor con el que Pakienas recordaba aquel suceso, quedaría quizás explicado con lo ocurrido en la fiesta campestre. En la aparición del espíritu del mayoral, Pakienas buscaba un castigo y un signo, lo cual quiere decir, en una palabra, que era supersticioso. Seguramente si, como su hermano, hubiera emigrado a América y estuviera como él planchando pantalones en un establecimiento junto a una anodina calle de Brooklyn, el recuerdo de aquella noche se le hubiera ido borrando lentamente: primero, hubiera dejado de contarlo a los demás y, luego, a sí mismo. También lo habría olvidado si le hubieran admitido en el ejército. Pero eran las copas de aquellos árboles, que veía cada día cuando iba de su vivienda junto al granero al taller donde tenía el telar, las que mantenían en su memoria aquel recuerdo. De todos modos, recordemos que el cronista no está obligado a proporcionar todos los detalles acerca de los personajes que aparecen en su campo visual. Nadie es capaz de penetrar en aquella vida, y aquí se la cita tan sólo para dejar constancia de que Pakienas existió alguna vez, en algún tiempo, pero mucho más tarde que muchos sabios cuyos largos escritos trataban de demostrar la inexistencia de fantasmas y dioses. Baste aquí la información de que los escrúpulos y la timidez le impidieron casarse y, cuando las mozas y Antonina le reconvenían por su soltería, se limitaba a rascarse la nariz sin contestar.
En el chaleco, el triángulo blanco de la camisa terminaba por arriba con un cuello bordado en rojo, una expresión ausente en el rostro y cierto nerviosismo en las manos cuando se le rompía alguna hebra del telar. Puede añadirse también que tenía en su poder la enorme llave del granero. Al salir, la guardaba en una rendija del umbral de madera. Dentro -cuando Tomás aprendió a abrir la gran puerta claveteada con tachas de hierro-, se caminaba sobre una alfombra de grano desparramado y negros excrementos de rata; uno se sentaba sobre el trigo fresco y podía cubrirse las piernas con él. En el desván, a través de una pequeña ventana (se llegaba a ella por un túnel, debido al grosor de los muros), se podía contemplar todo el paisaje hasta muy lejos, todo el valle. En la habitación de Pakienas, había sacos de harina, una cama, sobre ella un crucifijo con un recipiente de plomo para el agua bendita y un hisopo puesto detrás de un brazo del crucifijo.