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– Ahora ya no levantan fácilmente el vuelo -dijo Romualdo-, es más fácil que el perro dé con ellos. No mires hacia arriba, Tomás.

Se hundían en el musgo hasta las rodillas.

– Allí podría haber, mira.

Pero no había, y siguieron adentrándose en aquel terreno musgoso. Karo sacaba la lengua, la escondía y volvía a su trabajo.

Sí, lo peor es que el hombre no se lo espera. Primero concentra su atención y se acerca con cautela a cada arbusto, pero luego olvida un poco la finalidad de su excursión, se deja llevar por el ritmo mismo de sus pasos, y los juncos, como los que ahora tenían frente a ellos, pasan a ser tan sólo algo que pronto dejarían atrás. Y precisamente entonces, como para fastidiar…

Por unos instantes perdieron a Karo de vista. De pronto, Tomás se sintió acosado, alcanzado por el fragor de un sonido que había estallado en el aire; un estampido, el mundo se deshace en pedazos, pánico, fuego, la sangre inunda el rostro, la vista se nubla, las manos tiemblan. Este. Este. Y todo tan cerca que veía sus cuellos estirados y sus picos, como los de los pollos, entre un confuso revuelo de alas. Apuntó, o mejor dicho no apuntó, apretó el gatillo apresuradamente, con tal de disparar, esperando un milagro. Víctor junto a él se inclinaba, encorvado, torpe, y Tomás oyó su disparo, su propio urogallo siguió volando, y otro, frente a Víctor, cayó; el perro se agitaba de un lado para otro sin saber si atrapar el urogallo de Víctor o el de Romualdo.

Mientras sacaba el cartucho vacío, Tomás trataba de afrontar virilmente su derrota, pero el cielo claro llevaba ahora un crespón negro, y el corazón le latía apresuradamente como después de un susto. Esperaba (si es que había tenido tiempo de pensar en algo) que acertaría de milagro, que se lo había merecido; asumía toda la culpa, otra vez sería más listo.

Víctor golpeteaba la pólvora con la baqueta, cebando su chopo.

– Gagui gueg gogueguegog gogaguía (es decir: «Allí los cogeremos todavía») -dijo con tacto, dando a entender que no valía la pena preocuparse por un tiro fallido.

A Tomás se le pasó pronto el mal humor, tanto más cuanto que se sentía obligado a poner al mal tiempo buena cara. El futuro le atraía: ahora calma, sobre todo mucha calma. Por todas partes, les rodeaba la canosa blancura de los pinitos enfermizos, sus ramas bajas se secaban y de ellas colgaban largas barbas de líquenes. Romualdo alzaba el dedo, observando los movimientos del perro.

– Lo tiene, ya lo tiene.

El perro quedó inmóvil, con el rabo tieso. Se acercaron a grandes zancadas, preparados. Dentro de Tomás algo gemía, implorando ayuda.

– ¡Pif!

Karo avanzó un poco más, pero volvió a su posición estática, magnéticamente atraído por un punto.

– ¡Pif!

Quizá haya quien pueda soportarlo, pero Tomás no: cuando acababa de decidir que conservaría el equilibrio, se oyó un fuerte chasquido, como el de una tela que se rompe, distinto al que esperaba oír, y, a continuación, una vibración, el palmoteo de unas alas blancas que se agitaban a poca altura y el tiro de Romualdo.

– ¡Son perdices nivales! Trae, Karo, trae.

La perdiz era blanca y parda, las patas con polainas, y la nieve de las alas destacaba del resto del cuerpo. Tomás echó una mirada oblicua a la escarcela de Romualdo y sintió envidia en vez de alegrarse de haber conocido una nueva especie, cuyo nombre latino podría inscribir en su libro.

Le reconfortaba el hecho de haber sabido dominarse. Había controlado sus reacciones y, gracias a ello, su conciencia de cazador había quedado a salvo. Quedaba todavía una esperanza, y así el esfuerzo de ir sacando y hundiendo los pies en aquella masa esponjosa no se hacía penoso. A cada paso, el agua que impregnaba su calzado se escurría con un suave chapoteo. Mataron una víbora a la que Karo ladraba furiosamente, levantando el labio superior, con la misma expresión que pone una persona cuando come algo demasiado ácido. Ahora, el perro avanzaba en línea recta. Había tiempo de sobras para volver a elaborar una vigilancia razonable. Despacio, levantando una pata tras otra, Karo se volvió para comprobar si le seguían, si aprovecharían la ocasión.

Una explosión. ¡Dios mío, era tan fácil, tan fácil! Volaba hacia ellos, no había que apresurarse, ya lo tenía en la mira: ¡Dios mío, haz que acierte! Un tiro, y Tomás, atónito, sin querer admitir que realmente había sido víctima de aquella desgracia, vio al urogallo proseguir tranquilamente su vuelo. Aquella contradicción entre su voluntad concentrada, el conjuro y el hecho ocurrido le dejó completamente anonadado. Porque la verdad es que, igual que aquella vez, estaba convencido de que existía como una relación entre él y el animal y que el acto de apuntar era superfluo, como si fuera la consecuencia de una gracia particular.

Muy cerca de él cayeron dos jóvenes urogallos, abatidos por el doble disparo de Romualdo. Los dos estaban solamente heridos: hay un tipo de herida que paraliza al animal y no le deja ni volar ni correr, pero su vida sigue, intacta. Tomás los levantó y ellos movieron el cuello en todas direcciones. Sentía que tenía la obligación de cumplir con aquel deber, puesto que no había sabido cumplir con el otro. Los cogió por las patas y golpeó sus cabecitas con la culata del fusil, pero fue en vano, pues se quejaban con un agudo cacareo. Un áspero placer, como para descargar la rabia, y al mismo tiempo un sentimiento de vergüenza, que no obstante quedaba atenuado por la idea de que había que hacerlo así. Dejó el fusil apoyado en un árbol, y, tomando impulso, con todas sus fuerzas, empezó a golpearlos contra el tronco de un pino joven. ¿No os basta? ¡Bien, pues aquí va otra! Hasta que abrieron los picos y dejaron caer gotas de sangre.

– Ahora vamos a descansar. Comeremos algo, porque mi estómago se queja. El sol ya está alto.

Se sentaron en unas matas y comieron pan con queso que Romualdo había sacado de su bolsa. Tomás nunca se había sentado como hoy, junto a ellos, pero los sentía súbitamente ajenos, como separados de él por una barrera. Ellos habitaban un país en el que él no podía entrar. Incluso Víctor, el tontorrón de Víctor, había disparado y acertado. Había en ellos algo distinto, que él no poseía. ¡Pero si él sabía acercarse a los animales y más de una vez lo habían elogiado por ello! Le parecía un misterio que Víctor, con su extraño aspecto desgarbado, supiera y él no. Una serena claridad resplandecía en lo alto, los vapores del pantano aturdían, las lagartijas correteaban sobre sus secos islotes entre líquenes. Simulaba tomar el sol dormitando, pero en su interior la tristeza hacía rodar pesadas y frías bolas.

– ¿Por qué no disparas, Tomás?

No podía. Sabía que no haría más que aumentar las dimensiones de su fracaso. ¡Vaya día! Pronto terminarían, una colina calva aparecía ante ellos, desde allí arrancaba el camino circular que conducía a Borkuny, y ya estaban cerca. Esta vez, Víctor falló, no así Romualdo. Pero, cuando, al llegar a terreno seco, vio levantarse un vuelo, no pudo contenerse; le pareció que le había sido reservada para el final una compensación, y que no había merecido aquel rechazo.

Romualdo observaba con interés su escopeta humeante y el vuelo del urogallo.

– Hoy no has tenido suerte, a veces ocurre.

Sus palabras no reproducían la situación en su totalidad. Tomás se odiaba a sí mismo, porque había decepcionado a Romualdo.