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Si al menos pudiera abrazarse a alguien, llorar, y contar todas sus penas. De pronto, le asaltó tal ardiente deseo de que el roble, que crecía en la linde del bosque, se convirtiera en un ser viviente que se acurrucó a sus pies, transido de angustia, del aquel miedo que se siente en un columpio. Una carraca graznaba en una rama seca; siempre las había perseguido, pero nunca dejaban que se les acercara. Sólo dos pájaros poseen ese plumaje azul vivo, puro color alado: el martín pescador y la carraca (coradas garrulus, como había apuntado en su cuaderno). Ahora ni siquiera levantó la cabeza.

Hacía ya tanto tiempo que, según decían, su madre iría, se lo llevaría a la ciudad y, allí, lo mandaría al instituto. Y siempre lo mismo: dentro de un mes, dentro de poco, y nunca llegaba el día. «Mamá, mamá, ven», repetía, mientras caminaba con su escopeta al hombro, y sus largas botas, las lágrimas cayéndole por la cara y lamiendo su sabor salado. Aquella palabra mágica no despertaba en él recuerdo concreto alguno, solamente suavidad y alegría.

Necesitaba otra alegría, pero no la de aquella tarde de agosto en la que el espejo del aire vibraba por encima de los rastrojos. En los últimos tiempos, sentía de vez en cuando extraños sentimientos: la gente, los perros, el bosque, Ginie, estaban allí como siempre, frente a él, pero eran diferentes. Para vaciar un huevo, se practica en uno de sus extremos un pequeño orificio y, con una paja, se aspira lo que hay dentro. Asimismo, de todo lo que le rodeaba no quedaba más que la apariencia, la cáscara. Como si fuera lo de siempre, pero ya no igual.

Y el aburrimiento. Cuando uno se levanta por la mañana, lo hace, o bien acudiendo a la llamada de la alegría, de los juegos y del trabajo, y entonces falta tiempo para hacer todo lo que se quería hacer; o bien, al no haber llamada alguna, no se sabe qué hacer, ni adonde ir. «¿Cómo? ¿Tomás aún no se ha levantado?» «¿Qué te ocurre? ¿No estarás enfermo?» «No.» Ya no comprendía qué le había gustado tanto en las orillas del Issa: las hojas se cubrían de una gruesa capa de polvo que levantaba la carretera, el calor era agobiante en aquel verano demasiado maduro, el agua lenta y oleosa del río bajaba arrastrando broza que la corriente esparcía lentamente. Sacó sus aparejos de pesca y quitó el óxido de los anzuelos. La lombriz se retorció entre sus dedos, el extremo del anzuelo buscó el puntito rosado del centro y se hundió en él; no, prefirió pescar con pan. Si el flotador se movía y se sumergía o no, le tenía sin cuidado; pescando no hacía más que repetir, en vano, una antigua ocupación, totalmente ditando de despertar en sí un nuevo interés, pero no lo consiguió.

Sacó del cajón sus cuadernos de aritmética, abandonados desde que, después de la denuncia presentada por José, suspendieron las clases. Su propósito de dedicarles una hora diaria no duró mucho; se enredó en un problema y se desanimó. Volvió a rebuscar en la biblioteca, y encontró allí el AlKorati. Se trataba, como pudo apreciar, del libro santo de los mahometanos. Alguien en Ginie se habría interesado por su religión, quizás el bisabuelo o el tatarabuelo de Tomás. Aunque algunos pasajes eran incomprensibles, lo leía a gusto, pues enseñaba cómo debe actuar el hombre, qué puede y qué no puede hacer, y también porque las frases sonaban bien cuando las pronunciaba en voz alta.

La escopeta permanecía colgada de un clavo y había dejado de usarla. Provocaba en Tomás la vergüenza del abandono. Tenía intención de ir a Borkuny, pero lo iba aplazando día a día. Romualdo ya no aparecía por allí. Tía Helena se habría enterado por la abuela Misia de que Tomás había ido con él a cazar urogallos, pero hizo como si aquello no la afectara lo más mínimo.

– Tomás, ayuda a llevar las manzanas.

Y ayudaba. Incluso era una satisfacción para él cansarse cargando cestas en el lugar de Antonina. Las transportaba con una percha en cuyos extremos colgaban las cestas de unos ganchos hechos de horquillas de avellano. El vergel había sido arrendado a un pariente de Chaim, quien cuidaba de él. Las amplias despensas, situadas debajo del granero, con sus estantes en los que se colocaban las mejores especies de fruta, desprendían un áspero olor a piedra y tierra apisonada. Mordió una manzana reineta, y su pulpa crujiente y elástica, que siempre tanto le había gustado, le sorprendió: no había cambiado.

Tan sólo después de más de un mes, se acordó del esqueleto, e incluso entonces tuvo que hacer un esfuerzo para ir hasta el bosque. Encontró el hormiguero, pero la ardilla no estaba en su interior. Nunca supo qué había sido de ella.

59

El ayuno que se impuso Tomás era muy severo. Sólo se permitía beber agua, no podía comer. Decidió aguantar así dos días. Lo que lo empujaba a ello era, más aún que la esperanza de liberarse del estigma, la necesidad misma de martirizarse. Sentía que era una decisión razonable, conveniente, justa.

Tenía sus razones. Como para demostrar que era distinto, diferente de la gente corriente, se veía aquejado de una extraña enfermedad. Por la mañana, iba a escondidas a buscar agua en un cubo y procuraba lavar las manchas de sus sábanas. Por la noche, tenía pesadillas. Barbarka, desnuda, lo abrazaba y le pegaba con una vara. Tristeza. Debía existir una manera de romper la cortina, pues las cosas que lo rodeaban estaban o bien minadas por dentro, o bien, eso al menos le parecía, como veladas por telarañas que las volvían confusas. Ya no eran redondas, sino planas. Y la cortina ocultaba también el secreto que tanto deseaba desvelar: como en los sueños cuando alguien corre, llega, está a punto de alcanzar el objetivo, pero las piernas pesan como si fueran de plomo. ¿Por qué Dios ha creado un mundo en el que no hay más que muerte, muerte y muerte? Si Dios es bueno, ¿por qué no podemos extender la mano sin matar, ni seguir un sendero sin pisotear escarabajos y gusanos, aunque se haga lo posible para evitarlo? Dios habría podido crear el mundo de otra manera: pero había elegido crearlo así.

Sus fracasos en las cacerías y la indecente enfermedad de la que se sentía aquejado, lo excluían de la compañía de los hombres, pero, en compensación, lo llevaron a un largo período de reflexión cara a cara consigo mismo. La finalidad del ayuno era la de purificarse, retornar a su estado normal y, al mismo tiempo, ponerse en situación de comprender. La persona que se inflige un castigo demuestra con ello su disgusto por el mal que la embarga y, con ello, invoca a Dios.

Comprobó que aquel sistema era eficaz. Por la mañana, sentía el estómago vacío como cuando se va a recibir la comunión. Luego, al cabo de unas horas, le cogían tremendas ganas de comer, pero resistía a la tentación: sólo un trocito de manzana, anda, concédetelo. Cuanto más duraba, más fácil era. La mayor parte del tiempo se quedaba echado, en duermevela, imbuyéndose sublimidad. Pero lo esencial ocurría con los objetos a su alrededor, con el cielo y los árboles, cuando salía al porche. Tomás descubrió, ni más ni menos, que, cuando nos debilitamos, nos desprendemos de nosotros mismos, y transformados en un simple punto, nos elevamos hacia algún lugar por encima de nuestras cabezas. La mirada de este segundo yo era penetrante y abarcaba también a la otra criatura abandonada, como si le fuera a un tiempo familiar y extraña. Y ésta se volvía pequeña, se alejaba siempre más, siempre más abajo, y toda la tierra con ella, pero nada en ella perdía sus detalles, a pesar de que todo el conjunto se precipitara hacia las profundidades del abismo. La tristeza iba desapareciendo y se abría una nueva visión. Antonina contaba que la diosa Warpeia está sentada en el cielo y que de cada uno de sus dedos sale un hilo del destino: al extremo de cada hilo, se balancea una estrella. Cuando cae una estrella, es que la diosa ha cortado un hilo y entonces muere un hombre. Tomás, por el contrario, en vez de descender, erraba por las alturas, parecido a las pequeñas arañas que se desplazan rápidamente hacia una ramita, ajustando una cuerda invisible.