Cumplió con lo que había planeado, pero, en la tarde del segundo día, sintió que las fuerzas lo abandonaban. La cabeza le daba vueltas cuando quería levantarse. Comió para cenar leche cuajada con patatas, y nunca hasta entonces su olor (estaban rociadas de mantequilla) le había parecido tan maravilloso.
Dios, para confortarlo, le envió pensamientos que antes jamás le habían pasado por la cabeza. Le gustaba, cuando estaba de pie en el césped, separar las piernas, doblarse hacia delante y mirar a través de aquella puerta lo que había al otro lado. Visto del revés, el parque parecía sorprendente. De modo que el ayuno no sólo le transformaba a él, sino también a lo que veía a su alrededor. En tal caso, ¿el mundo dejaba de ser lo que había sido hasta entonces? No. El mundo de hoy y el de otras veces coexistían. De ser así, quizás no tengamos razón cuando acusamos a Dios de haber organizado mal las cosas, pues ¿cómo sabemos si un día, al despertar, no nos encontraremos con una nueva sorpresa y con la sensación de haber sido hasta entonces unos tontos? ¿Y cómo saber si Dios no contempla también la tierra por entre sus piernas separadas, o después de un ayuno tan largo que el de Tomás no podía siquiera comparársele?
Pero la ardilla sufrió. Mirándola con ojos distintos ¿acaso no veríamos que estábamos equivocados y que ella, en realidad, no sufría? Nadie podría afirmarlo, ni siquiera Dios.
Sea como fuere, el ayuno abrió una brecha para Tomás, por la que entró un rayo de luz que se incorporó a él. Tocaba con la mano el tronco de un arce y se extrañaba, a decir verdad, de que no fuera posible penetrar en él. Allí, en el interior del arce, le esperaba un país en el que habría podido deambular, minúsculo, durante un año entero: habría podido llegar hasta el mismo corazón, hasta los pueblos y las ciudades allende la frontera de la corteza, hasta la substancia misma del bosque. Pero no del todo. Allí no hay ciudades, pero uno trata de imaginarlas, ora de una manera, ora de otra, pues el tronco de un arce es algo inmenso, conlleva -y no sólo gracias a la mirada humana- la posibilidad de ser ahora esto, ahora aquello.
Tomás se sentía muy solo, pero a lo que él aspiraba era a disolverse y también a un entendimiento sin palabras. Sus exigencias eran desmesuradas. Sí, estaba la abuela Misia, pero no se sentía capaz de confiarle nada, no servía para eso. En cuanto a la confesión, no le atraía en absoluto. El examen de conciencia, según las preguntas escritas en el libro de oración, a las que se responde con afirmaciones o negaciones, pero que siempre se dejan lo esencial, le apartaban de ella. Su culpa la llevaba dentro de sí mismo, era general y escapaba a la clasificación en pecados.
Dios mío, haz que sea igual que todos, rezaba Tomás, y los demonios aguzaban el oído, imaginando nuevos métodos para su actuación ulterior. Haz que sepa tirar bien y que nunca olvide mi decisión de ser naturalista y cazador. Cúrame de esa repugnante enfermedad (aquí, resulta difícil asegurar, teniendo en cuenta el bajo nivel de los demonios en las orillas del Issa, que no soltaran una silenciosa carcajada). Permíteme, cuando a Tí te plazca iluminarme, que pueda comprender tu Universo, tal como es en realidad, no como a mí me parece que es (aquí se pusieron más serios, porque el asunto de todos modos era importante).
Las numerosas contradicciones que manifestaban los deseos de Tomás, para él no lo eran. Deploraba la muerte y el sufrimiento, pero como características del orden en el que él mismo había sido colocado. Puesto que tal cosa no dependía de su voluntad, tenía que velar por su posición entre los mortales, y esto se conseguía gracias a la destreza para matar. Ahora bien, habría preferido seguir siendo amigo de Romualdo y adquirir el derecho a ir de excursión al bosque sin tener que derramar sangre, pero se sacudía de encima la responsabilidad, aunque no lo conseguía del todo.
60
– ¡Madre! ¡Madre!
Dionisio, llorando, se dirigía suplicante a la vieja Bukowski, pero todo parecía inútil.
– ¡Satanás! -gritaba, pegando puñetazos en la mesa-. ¡Satanás, lo he traído yo al mundo para mi desgracia! ¡Canalla! ¡Sinvergüenza!
Estaba muy colorada, y Dionisio temía por su salud. Jadeaba pesadamente, se inclinaba sobre la silla y se cogía la barriga.
– Ay, ay, me duele el estómago.
Y seguía quejándose:
– Nos arrojará a todos al fango. Acabará por matar a su propia madre, pero ¿eso a él qué le importa? Ay, Dionisio, siento náuseas.
Dionisio se acercó al armario, llenó medio vaso de vodka y lo puso frente a ella. Se lo bebió de un trago, secándose luego los labios. Alargó el brazo con el vaso en la mano en señal de que quería más. Dionisio volvió a llenárselo, contento de que no rechazara la medicina.
– Víctor, quédate un rato con tu madre.
Salió al porche. Allí, en un pequeño banco, estaba sentado Romualdo, con la cara seria, fumando:
– ¿Cómo está?
Dionisio se sentó a su lado y empezó a liarse un cigarrillo.
– Grita y se encuentra mal. Será mejor que no entres ahora.
– No pensaba entrar.
– ¿Tenías que hacerlo así? ¿No habría sido mejor decírselo poco a poco, para prepararla?
Romualdo se encogió de hombros.
– ¿Es que no la conoces? De golpe o poco a poco, daría lo mismo.
Se quedaron callados. Las gallinas rascaban la tierra bajo los manzanos, entre los hoyos que habían dejado sus cuerpos en la tierra fina, cubierta de huellas dejadas por sus patas. El gallo perseguía a una de ellas; la alcanzó se quedó unos instantes aleteando encima de ella, hasta que se dejó caer al suelo con aire desgarbado. Ella sacudió sus plumas, como siempre asombrada por lo que acababa de ocurrirle, pero pareció olvidarlo en seguida, antes mismo de poder reflexionar sobre ello. Un caballo, con las manos atadas, saltaba sacudiendo la crin. Dionisio se levantó de un brinco, pues el caballo se aprestaba a entrar de aquella manera en un arriate en el que maduraban plantas de adormidera. Levantó un palo del suelo, lo lanzó en dirección del caballo y agitó los brazos para asustarlo. Los patos avanzaban por la hierba lanzando melancólicos graznidos; el sol calentaba mucho, y aquel mes de septiembre era seco.
– ¿Y ahora, qué pasará? -preguntó Dionisio.
– ¿Qué quieres que pase? Cuando se calme, se calmará.
– ¿Pero cómo lo harás? Dice que no te dará su bendición.
El disgusto y una barba de dos días oscurecían el rostro enjuto de Romualdo:
– Si no quiere dármela, que no me la dé. ¿Qué puedo hacer yo? Tú, obedeces a tu madre; no quiso que te casaras. Esto le parece mal, lo otro peor; no hay modo de contentarla.
– Pero, ya sabes, no es más que una simple campesina… -murmuró Dionisio.
– La tuya era una dama, y madre tampoco la quiso.
La cosa no había sido exactamente así. El motivo de aquella otra negativa suya no había sido la persona elegida, sino su propio hijo, como si estuviera celosa y prefiriera verlo soltero a perderlo. Ahora, en cambio, ocurría algo realmente terrible y explicar cómo se había llegado hasta allí, al igual que tratar de explicar cómo una mosca se va enredando gradualmente en una telaraña, era demasiado difícil.
El blasón. En el fondo del gran baúl, estaban guardados viejos documentos de la familia, aunque, a decir verdad, nadie los había tocado desde la muerte del viejo Bukowski, quien todavía sabía descifrarlos; pero allí estaban. Mezclar la sangre de los Bukowski con la de los esclavos, que durante siglos habían sido tratados a latigazos, era como arrojar el blasón al fango. De hecho, los Bukowski trabajaban como campesinos y, desde fuera, nada los distinguía de ellos, pero cada uno era igual a un rey, porque, en otros tiempos, ellos eran quienes elegían a los reyes. Si el padre nunca se había doblegado ante nadie, ni el abuelo, ni el bisabuelo, ni el tatarabuelo, ¿cómo soportar la idea de que podría nacer un Bukowski en el que reaparecerían las oscuras tendencias al rastrero servilismo y a la astucia propios de la gente de vil condición? Y el recuerdo de quien era y de aquello a lo que le obliga su apellido ya no le protegerían de nada; volvería a casarse con una campesina y, así, su linaje se diluiría en la suciedad de la turba que no sabe, ni quiere saber, de dónde proviene.