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De modo que la vieja Bukowski, que se consideraba la guardiana de la pureza de su sangre, tenía suficientes motivos para estar desconsolada. No se había opuesto a que Barbarka viviera en Borkuny; contaba con el buen sentido de Romualdo, a pesar de que ciertos detalles hubieran tenido que ponerla sobre aviso. Barbarka estaba demasiado segura de su posición en la casa, se tomaba demasiadas libertades. Romualdo hizo públicas las amonestaciones. El padre Monkiewicz no mostró sorpresa, pero su corazón se inundó de dulzura al comprobar que lo que no era cristiano se volvía cristiano y que, a pesar de ser un noble, Romualdo era una persona decente. Cabría preguntarse si, desde su punto de vista, Romualdo había obrado correctamente al hacer públicas las amonestaciones. Si quería seguir teniendo a Barbarka en casa para que alguien le frotara la espalda en el baño, entonces había hecho bien. Por ciertas razones, era difícil seguir viviendo como hasta entonces, o, más bien, era de suponer que le sería siempre más difícil. Lo cual no quiere decir que tomar aquella decisión no le costara vencer muchos escrúpulos y muchas dudas. Quizás le ayudara su ira contra Helena Juchniewicz, que se había divertido con él y que, por fin, al dejar bruscamente de ir a visitarle, dio buena muestra de lo que son los caprichos de la gente encopetada: su casa ya no le parecía suficientemente digna.

Comunicar a su madre la decisión tomada no había sido nada fácil para Romualdo, quien pasó un mal rato. Habló mucho de la hacienda, de que necesitaba ayuda y de que tendría que casarse. ¿Con quién? Pues bien, supongamos que con… y pronunció aquel nombre; le siguió una carcajada llena de sarcasmo, pero él insistió en que su decisión era firme. Entonces, estallaron los gritos y volaron las sillas que caían al suelo estrepitosamente, hasta que la Bukowski agarró un bastón y se arrojó sobre él a bastonazo limpio.

Cuando Dionisio volvió a entrar en la habitación, encontró a su madre inmóvil, con la mirada fija en un punto y los puños apretados apoyados en la mesa. El contenido de la botella había disminuido visiblemente. Víctor, sentado en la cama, la miraba con la boca entreabierta. Un temblor sacudía de vez en cuando la cabeza de la vieja.

– ¡Qué deshonra!

Y otra vez, más bajito, como para sí:

– ¡Qué deshonra! ¡Qué deshonra!

Dionisio quería mucho a su madre y la compadecía. Pero ya no quedaba nada por decir. Sentado en un banco, miraba a San Eloy, cuya mano, que sostenía la palma, estaba cubierta de manchitas dejadas por las moscas. En el matamoscas de cristal junto a la ventana, el suero de la mantequilla estaba lleno de puntos negros que todavía se movían, las moscas más resistentes trepaban al amasijo formado por sus compañeras ya sumergidas, arrastrando torpemente las alas embadurnadas.

61

Nada puede compararse a la calma de la abuela Misia. Se balancea sobre las olas de un ancho río, en el silencio de las aguas intemporales. Si nacer supone el paso de la seguridad del seno materno a un mundo lleno de objetos que cortan y hieren, entonces la abuela Misia aún no había nacido; había existido siempre envuelta en el sedoso capullo de lo que es.

El pie roza la suavidad de la manta, se envuelve en ella, complaciéndose en sí misma y en el don del tacto. Su mano estira la materia esponjosa hasta debajo de la barbilla. Detrás de la ventana, la blancura de la niebla y el grito de las ocas. El amanecer otoñal se desliza por los cristales de la ventana en forma de gruesas gotas de rocío. Seguir durmiendo, o existir en la frontera del sueño. Entonces, nada de lo que capta un pensamiento o una palabra podría alcanzar el punto que se halla en lo más hondo de nosotros mismos; desaparece la diferencia entre la manta, la tierra, las personas y las estrellas, y queda tan sólo una cosa, una sola, que no participa siquiera del espacio -y la admiración.

A partir de esa repetida experiencia matutina, la abuela Misia comprendía la relatividad de los nombres que damos a los objetos, así como la de todos los asuntos humanos. E incluso, atrevámonos a decirlo, las verdades que nos impone la Iglesia no correspondían a aquella otra verdad, más elevada, que ella presentía; la única oración que realmente necesitaba se reduciría a repetir: «¡Oh!».

«Esta pagana», decía de ella la abuela Dilbin, con razón. Las culpas que el hombre descubre en sí mismo al actuar, no le pesaban a Misia lo más mínimo. En vez de poner su voluntad al servicio de algún objetivo, se inhibía, pues ninguna meta le parecía digna de esfuerzo. No es de extrañarse, por tanto, que no supiera penetrar en las necesidades y los problemas de los demás. Desean, necesitan, pero ¿por qué?

Cuando se despertaba del todo, se quedaba acostada con los ojos muy abiertos y pensaba en toda clase de detalles relacionados con la vida diaria, pero sin darles mucha importancia: la abuela Misia jamás se levantaba aprisa para hacer algo que había olvidado hacer el día anterior, o que exigía su presencia. Saboreaba el recuerdo de su permanencia en el infinito y ronroneaba, acariciada todavía por una mano gigantesca. Lo que para otro representaría una sarta de problemas, para ella simplemente ocurría, nada más. Por ejemplo, Lucas (¡vaya matrimonio!), o los devaneos de Helena -aunque, al parecer, la historia con Romualdo ya había terminado- y ahora aquella reforma. Y también Tecla, anunciando indefinidamente su llegada, en la que ya nadie podía creer.

Los Seres Invisibles, que se paseaban por el suelo crujiente de la casa, entre los estallidos de los muebles del «salón», se mostraban sin duda más preocupados que ella, precisamente porque ella no se preocupaba en absoluto. Habrían podido ya hacía tiempo admitir que con ella habían perdido la partida. Para su desgracia, es difícil atacar a los inocentes que no tienen conciencia del pecado. Pero quizás haya que atribuir precisamente a esta experiencia el que empezaran a atosigar a Tomás con un nuevo tipo de tentaciones.

Hurgándose la nariz con el dedo, gesto que se aviene a las reflexiones otoñales, Tomás pensó por primera vez en Misia como en una persona, y empezó a juzgarla con dureza. Era una tremenda egoísta, sólo se amaba a sí misma. Pero, en cuanto se lo hubo dicho, de un modo extraño, le entraron toda una serie de dudas. Veamos: bastaba con mirarla para ver lo contenta que estaba con sus rodillas, con el hueco de su almohada, y cómo se sumía en sí misma, como en un confortable edredón (Tomás sentía a Misia desde dentro, o le parecía sentirla). ¿Acaso él mismo no se parecía mucho a ella? ¿No le ocurría como a ella que, cuando mejor estaba era cuando olía su propia piel, se acurrucaba formando un ovillo y disfrutaba con la conciencia de que él era él? Era el momento de sentir agradecimiento hacia Dios, era el momento de rezar. ¿Pero no había en todo ello algo engañoso? La abuela Misia era piadosa. Pero, veamos, ¿acaso no celebraba su culto ante sí misma? Se suele decir: Dios. ¿Y si fuera tan sólo el amor hacia nosotros mismos lo que ocultamos tras esta palabra, para causar buena impresión, pues lo que amamos realmente es nuestro propio calor, el latido de nuestro corazón y nuestra manera de envolvernos en la manta?