Los perros perseguían un gamo. En su carrera, trazaron un amplio arco, y la algarabía de sus voces alcanzó a Tomás desde algún punto del valle. Al oírla, levantó la cabeza y dirigió su mirada distraída hacia la lejanía. Y, en aquel instante, justo debajo de él, saltó el relámpago y lo que le dejó petrificado no fue lo que vio: sintió con todo su cuerpo que la materia del barranco resurgía para convertirse en algo nuevo, desconocido. Todo ocurrió a la vez: el estupor, el gesto de apuntar, el disparo y el pensamiento: «es un gamo», pero todo ello en una especie de inconsciencia, con la desolación del acto consumado, cuando, al apretar el gatillo, se sabe ya de antemano que se ha fallado.
Tomás se quedó boquiabierto. Todavía no había captado el sentido de lo que acababa de ocurrir. A continuación, se le escapó un gemido y arrojó furioso la escopeta; todo a su alrededor quedó vacío de contenido. Se sentó, sollozando, traspasado por la crueldad del destino.
La brisa balanceaba sobre su cabeza las ramas suaves de los pinos. Los perros se habían callado. De modo que su serenidad no había sido más que una trampa. ¿Por qué, por qué aquella voz interior le había inspirado seguridad? ¿Cómo podrá soportar ahora aquella humillación sin límites? Ahora, sólo ahora, el gamo cobraba vida bajo sus dedos que oprimían los párpados: inmovilizado en un salto, doblando las patas delanteras y el cuello hacia atrás. ¡Si lo hubiera visto un segundo antes, sólo un segundo! Pero aquello le había sido negado.
Los arbustos se movieron. Lumia saltó aullando y volvió los ojos hacia él; detrás de ella, los otros dos perros parecían no entenderlo. Y, por si fuera poco, ahora el desengaño de los perros: el hombre había disparado y había rebajado el prestigio del hombre. Tomás permaneció sentado en un tronco, inmóvil, con las manos apoyadas en las mejillas. Una rama crujió bajo un zapato; los jueces se acercaban.
Romualdo se detuvo junto a éclass="underline"
– ¿Dónde está el gamo, Tomás?
No se movió, ni le miró.
– He fallado.
– ¡Pero si iba directo hacia ti! Habría podido dispararle a tiempo, pero pensé: déjaselo a Tomás.
Y, dirigiéndose a Víctor, que se acercaba, le dijo con irritación:
– Tomás ha dejado escapar el gamo.
Cada palabra se hundía en Tomás como una fría hoja de acero. No tenía salvación. No se atrevía a mirarles a la cara. Hundido en sí mismo, en su cárcel, en el cuerpo que le había traicionado y del que no podía renegar, apretaba los dientes.
Volvieron en silencio. Los mismos cruces, las mismas curvas del sendero, hasta hace unos minutos tan llenas de encanto, le parecían ahora esqueletos sin color. ¿Por qué había merecido aquello? Más doloroso aún que la vergüenza era el rencor que sentía contra sí mismo, o contra Dios, porque el presentimiento de la felicidad no significa nada.
En los prados, allí donde hubieran tenido que torcer en dirección a Borkuny, se excusó diciendo que le esperaban en casa y se despidió.
– ¡Tomás, la escopeta! -le gritaron.
La había dejado junto a ellos, apoyada en un aliso. No volvió la cabeza, metió las manos en los bolsillos y trató de silbar.
66
Tomás tenía trece años cumplidos cuando hizo un descubrimiento: a una auténtica aflicción suele seguirle una auténtica alegría, y entonces uno olvida cómo era el mundo cuando esa alegría no existía.
La escarcha cubre las flores de los coronados. Un herrerillo levanta el vuelo desde una ramita, en cuyo extremo se insertan unas bolitas blancas, y la deja oscilando. Frente a la ventana de la habitación que antes ocupaba la abuela Dilbin, Tomás está sentado debajo de un peral y aspira el perfume de las peras marrones, arrugadas, caídas a tierra: olor a jardín que se marchita. Miró las contraventanas. No, era todavía demasiado pronto. Aún debe estar dormida. ¿Y si ya estuviera despierta? Se acercó a la contraventana y levantó con precaución la falleba, pero en seguida retiró la mano.
Su nueva inquietud: ¿acaso la merecía realmente, pese a todo lo que se ocultaba en él? Si entre ellos había una cesta de frutas, elegía la peor para que ella no la cogiera. Cuando ponía la mesa, vigilaba que a ella no le tocaran platos desportillados (casi todos lo estaban); colocaba el tenedor y se detenía a pensar, pues le parecía que el suyo era demasiado bueno y a ella le habían dado uno más usado, y lo cambiaba rápidamente. Despertarla, sí, ¡cuánto le habría gustado hacerlo!, pero sería egoísmo de su parte.
El eco traía desde detrás del estanque el ruido irregular de la trilladora. Dio la vuelta a la casa, subió corriendo la escalera que conducía al porche, en el que secaban semillas de capuchina, y tropezó con Antonina en la cocina. Las tablas del pasillo se habían gastado por tantos años de uso continuo. Echó una ojeada en el «vestuario». Podría, por ejemplo, pesar aquel hato de lana e ir después a escuchar a su puerta. Descolgó de la pared la pesa, enganchó las cuatro puntas del hato en el gancho y corrió la barra de latón. Por un instante, consiguió distraerse, pero de pronto lo dejó todo. Acercó la oreja a la puerta. No podía aguantar más; apoyó la mano en el pomo de la puerta, suavemente, sin hacer el menor ruido, sólo para poder echar una ojeada por la rendija. Pero el gozne rechinó y, desde adentro, se oyó su voz: «¡Tomás!».
Aquella vez, a la vuelta de la cacería, había caído enfermo. Ya por el camino, sintió escalofríos. Al llegar a casa se desnudó, castañeteando los dientes, y se introdujo entre las frías sábanas. La abuela Misia le dio frambuesas secas para que sudara. Ya llevaba dentro la enfermedad, y seguramente la engañosa exaltación en la que había caído por la mañana anunciaba ya la fiebre; ¿o es que ya entonces necesitaba ponerse enfermo? Tocando con la barbilla sus rodillas dobladas, sentía un único deseo: esconderse en lo más hondo posible de su madriguera y sentir sobre sí el peso de la colcha y de la pelliza. Aquello había ocurrido hacía unas semanas, pero parecía muy remoto. Ahora, ella trenzaba su pelo castaño, desparramado en la almohada, cuando Tomás se acercó a ella en la penumbra; estaba sentada ante el espejo, con la cabeza ladeada. Pero, antes, Tomás había rozado su mejilla con los labios y se había sentado en la cama, en el mismo borde, en el madero duro que sobresale del colchón. Una aguja en la mesilla de noche, o cualquier otro objeto que no podía distinguirse bien, brillaba misteriosamente. Cuando abrieron las contraventanas, Tomás la contempló por la espalda y vio sus ojos en el espejo: eran un poco oblicuos, grises, o quizás con un destello que impedía adivinar su color exacto. Sus cejas espesas cedían cuando se reía, de modo que los ojos quedaban ocultos tras las rendijas que se formaban entre ellas y las mejillas.
Relacionados con su madre, Tomás conocía tan sólo dos hechos que le habían contado de su primera infancia, y en los que pensaba con frecuencia; tanto, que le parecía incluso recordar algunos detalles, aunque eso era imposible dada su temprana edad.
«La bañera» sobre el Issa es un pequeño espacio abierto entre los árboles de la orilla, siempre a la sombra, al que se llega campo a través. Su madre lo había dejado en el sendero y ya estaba en el agua cuando vio, galopando hacia ellos por los rastrojos, un perro con la lengua fuera y el rabo entre las piernas (en la región, había habido varios casos de rabia). Saltó fuera del agua, cogió a Tomás, y subió corriendo la cuesta desnuda, en dirección al parque. Tomás no sabía de dónde había salido aquella toalla que ella había recogido al vuelo al último momento y que flameaba detrás de ella, ni cómo sentía la angustia que la invadía, el aliento que faltaba en sus labios y los latidos apresurados de su corazón. Recordaba también al perro: rojizo, con los costados hundidos; sentía su jadeo a sus espaldas. Quizás todo proviniera de un sueño, pues esa clase de sueños, en los que salía huyendo, le atormentaba a menudo. Paralizado, a la merced de su velocidad, se moría de miedo de que ella no pudiera seguir, de que se cayera. «Ella» no era, por lo demás, más que un signo, incluso distinto a su retrato, así como a la persona real que ahora podía tocar cada día. En sus charlas con ella, volvía obstinadamente a aquel episodio y, cuando terminaba de contárselo todo, preguntaba: «¿Y la toalla? Había también una toalla». «¿Pero a qué toalla te refieres?», contestaba ella.