Cuando iba a jugar con Józiuk y Onuté al campo donde pacían las ocas, Tomás llegaba a veces hasta el linde del bosquecillo: rumor del viento en lo alto, graznidos, silencio entre los troncos y una desagradable atmósfera de misterio. Una vez, infundiéndose mutuamente valor, llegaron hasta la tumba del mayoral. Crecían sobre ella tupidos arbustos de frambuesas y ortigas. ¡Conque de aquella vegetación salía la columna blanquecina, atraída por la luz de la luna, y daba vueltas entre los árboles! Entonces, Tomás no estaba muy seguro de que las hojas de las ortigas se movieran o no.
8
Se iba a la iglesia por la Muralla Sueca. Vestido con su chaqueta de paño grueso, que le picaba a través de la camisa, Tomás observaba los movimientos de los monaguillos con sus roquetes. Les estaba permitido subir por las escaleras hasta el mismo altar que brillaba como si fuera de oro, balanceaban los incensarios, contestaban sin miedo al sacerdote y le acercaban jarritas con picos que recordaban la luna nueva. ¿Cómo podían ser los mismos chicos que gritaban en el agua cuando pescaban cangrejos, se tiraban de los pelos y recibían imponentes palizas de sus padres? Les tenía envidia por ser, una vez a la semana, tan distintos, debido tan sólo al hecho de que todos les estaban mirando.
Varias veces al año, había en Ginie un mercado. Los vendedores de la ciudad montaban abajo sus tenderetes de tela, junto a la carretera, al lado del camino que baja desde los robles del cementerio. Vendían roscos en forma de corazón y pitos de barro en forma de gallitos, pero lo que más atraía la atención de Tomás eran los cuadraditos de color violeta, rojo y negro de los escapularios y los manojos de rosarios, así como la gran variedad de objetos menudos.
Pero ninguna fiesta podía igualarse a la de Pascua, no sólo porque entonces se machacaba el grano de adormidera en los almireces y se arrancaba las nueces de las tartas. En Semana Santa, en la iglesia, donde todas las imágenes estaban tapadas con crespones negros y, en vez de campanas, se oía el ruido seco de las carracas, se visitaba el sepulcro de Jesucristo. Ante la gruta, estaba la guardia, con sus yelmos plateados adornados con plumas y penachos, armada con picas y alabardas. Jesús yacía sobre un túmulo: era el mismo del gran crucifijo, sólo que los brazos de la cruz se tapaban con hojas de hierba doncella.
Se esperaba con impaciencia el espectáculo del Sábado Santo. Mozalbetes de quince a dieciséis años, que, en días anteriores, se habían reunido para prepararlo todo, entraban en la iglesia gritando y agitando unos palos de cuyos extremos pendían cornejas muertas. Las viejas beatas, que rezaban durante horas enteras, bajaban cada vez más la cabeza, debilitadas por el estricto ayuno; los mozos las despertaban pasándoles la corneja por la cara, o bien pegaban con ellas a las personas que traían los huevos para bendecir envueltos en pañuelos. Representaban obras teatrales en la hierba, frente a la entrada. La que más le gustaba a Tomás era la del martirio de Judas. Trataba de huir como podía, lo perseguían en círculo cubriéndolo de insultos hasta que se colgaba, sacando la lengua: al descolgarlo del árbol era cadáver, pero ¿es que a un hombre así se le puede permitir que escape tan fácilmente? Lo tumbaban boca abajo, lo pellizcaban; él gemía lastimeramente hasta que, por fin, le quitaban los pantalones, y uno de los chicos le metía una pajuela en el trasero: a través de esta paja le insuflaban el alma, hasta que Judas se levantaba de un brinco gritando que volvía a estar vivo.
Cuando Tomás fue un poco mayor, iba con Antonina y la abuela Surkont a celebrar la fiesta de la Resurrección. Después de tristes cánticos y letanías, estallaba el coro: ¡Aleluya!, empezaba la procesión. La gente se agolpaba junto a las puertas, afuera aún era de noche y el viento hacía bailar las llamas de las velas. En lo alto, se movían las ramas de los árboles, hacía frío, empezaba a amanecer. El vaivén de pañuelos multicolores de las mujeres y las cabezas descubiertas de los hombres, la procesión alrededor de la iglesia a lo largo del muro de piedra: todo esto acabó significando para Tomás el comienzo de la primavera.
Luego, llegaban las soñolientas conversaciones de los días festivos, el empalago de los dulces y las carreras de huevos. Los niños construían la pista con tiras de césped, ligeramente inclinada por la parte interior, recubierta con trozos de hojalata para aumentar la velocidad. No hay dos huevos que rueden de la misma manera y, por su forma, hay que saber adivinar cómo irá si se lo coloca en el extremo del canal, por la derecha, o si es mejor ponerlo a la izquierda, o mejor aún en el centro. Aquí va bien, sigue bien, ya está alcanzando los demás huevos que han quedado desparramados como un rebaño de vacas, ahora parece que va a chocar, pero no, tambaleándose, como si siguiera una especie de impulsos íntimos, pasa de largo casi rozando al otro, o bien se detiene justo antes de tocarlo.
Para la festividad del Corpus, adornaban la iglesia con guirnaldas de hojas de arce y roble. Colgaban desde las vigas del techo hasta casi rozar las cabezas de los fíeles. Ya desde principios de mayo, colocaban flores debajo de la imagen de la Virgen, y luego cubrían también todo el altar. Los niños iban a la sacristía, donde les daban cestitos con pétalos de rosas o peonías. La abuela Surkont deseaba que Tomás tomara parte en la procesión. Se caminaba de espaldas delante del palio, debajo del cual el sacerdote llevaba la custodia, y había que andar con cuidado para no tropezar con una piedra y caerse. En Corpus, casi siempre hace calor, todos están sudados y emocionados por llevar sus pendones y banderas. Pero es una festividad alegre, llena de claridad, crisar de golondrinas, tintineo de campanillas, blancura, púrpura y oro.
9
En el mundo había estallado una guerra muy grande, y la Región de los Lagos dejó de pertenecer desde un principio al emperador ruso, cuyos ejércitos fueron derrotados. Tomás vio a los alemanes una sola vez. Iban tres, montados en soberbios caballos. Entraron en el patio de la mansión: Tomás estaba sentado junto a Grzegorzunio quien, demasiado viejo para trabajar, se dedicaba a la cestería. El oficial más joven, estrecho de talle, sonrosado como una señorita, saltó del caballo, le dio unas palmaditas en el cuello y se bebió una pinta de leche. En seguida se vio rodeado por las mujeres de la servidumbre; tan sólo Grzegorzunio no se movió, ni apartó la navaja de la varita de mimbre. Les parecía muy raro a todos que un hombre vistiera un traje verde como la hierba. Llevaba en el cinto una pistola muy grande en una funda de piel, de la que sobresalía la culata metálica y el largo cañón por debajo. Tomás casi se enamoró de su soltura y de algo más que no hubiese sabido definir. El oficial devolvió la pinta, saltó sobre el caballo, saludó y se marchó con sus soldados, pasando junto a los establos por la alameda de tilos.
Nos quedaría todavía algo por decir acerca de su destino, pero nunca pasará de ser una mera suposición. Dio una vuelta alrededor de la iglesia de Ginie y, apoyado en el muro, se dedicó a dibujar en una libreta. A lo mejor recordaba otras iglesias parecidas, de madera, que había visto antes de la guerra, en Noruega. Y, mientras se levantaba y sentaba, apoyado en los estribos, acompañado del crujido del correaje, aspiraba el perfume de los prados junto al Issa y pensaba en la tierra destrozada del frente occidental, en Francia, donde hacía poco aún estaba luchando. Pero él no se fijó en Tomás entonces, ni (¿por qué iba a ser imposible?), veinte años más tarde, cuando, instalado en un coche de general, lleno de mantas y termos, apoyando su abundante barbilla sobre el cuello del uniforme, atravesaba las calles de una ciudad de Europa Oriental, que acababa de ser tomada por el ejército del Führer. Tomás (admitámoslo), apretaba los puños dentro de sus bolsillos y no reconoció en el vencedor a su efímero amor.