Del segundo incidente nunca habló con ella. Tenía entonces un año y medio y enfermó de difteria. Estaba agonizando, y su madre, según Antonina le había descrito con todo detalle, golpeaba la cabeza contra la pared y se arrastraba de rodillas, gritando e implorando misericordia. Levantó las manos y juró que, si Tomás se salvaba, iría a pie en peregrinación a la Virgen Milagrosa de Ostra-brama, en Vilna. Y, al instante, Tomás empezó a mejorar. Los mayores, cuando él les hablaba de aquella promesa, se escabullían: «Ya sabes, en los tiempos que corren, con la guerra y tanto desorden, es imposible». De modo que Tomás tuvo que aceptar el hecho de que su madre no había hecho el peregrinaje. Ahora, aquello se relacionaba con las conversaciones que mantenían ella, Helena y Misia, generalmente en su habitación. Su madre sabía contar de un modo muy emocionante sus viajes durante la guerra, en las proximidades del frente y su paso por la frontera, atravesando bosques salvajes, de noche, y sola con un contrabandista. Éste le indicó el sendero que había que seguir, pero era una noche tan oscura que se equivocó de camino; tenía miedo de seguir y caer en manos de los guardias, de modo que se escondió en la espesura del bosque y aguardó a que amaneciera. Helena intercalaba a veces, con admiración: «¿Qué dices, Tecla, de veras?». Pero, si se quedaba a solas con Misia, decía con aire condescendiente: «Por supuesto, ya conoces a Tecla…», lo cual quería decir que Tecla no era una persona seria y que era un poco inconsciente: aventuras extraordinarias, sí, pero sin nunca un céntimo en el bolsillo. Misia, desde su estufa, disfrutaba incitando a Helena a que siguiera desgranando sus acarameladas quejas, y ésta no se daba cuenta, la muy tonta, de que la abuela le tomaba el pelo. Pero a Tomás las observaciones de su tía le herían profundamente, quizás porque aún quedaba la sombra de aquella promesa incumplida. ¿Quién sabe si su madre era realmente una persona ligera? De algún lugar, en lo más hondo de su ser, emergía aún cierto rencor contra ella por haberle dejado tanto tiempo solo. Cuando, cierto día, se sorprendió a sí mismo pensando así, reconoció inmediatamente su grave error. Buscó un castigo y se infligió el más severo: se prohibió ir a su habitación a darle los buenos días, durante tres mañanas consecutivas; el más severo, en efecto, porque ella podría pensar que él no le hacía caso y prefería dedicarse a otra cosa. Si alguna vez sentía la tentación de juzgarla, cerraba los ojos y trataba de imaginar lo hermosa y valiente que era.
Las hojas habían enrojecido, el Issa corría humeante entre ácoros oxidados. A veces, enganchaban el caballo e iban por las aldeas a visitar a los amigos de su madre, de cuando era soltera: jarras de cerveza en la mesa, pipas humeantes, vasos que brindaban, y niños y perros y arcas verdes con sus flores pintadas de colores; en los vestíbulos de las casas, olía a queso, suero y manzanas; las gallinas aleteaban ruidosamente, encaramadas en sus perchas; la pereza se instalaba en las casas de pueblo, en aquella época del año, en que las tareas del campo ya habían terminado y las alquerías se replegaban sobre sí mismas, en el rectángulo del corral. El barro en las carreteras silbaba suavemente en los rayos de las ruedas. Se encendían las estufas y, al anochecer, era agradable contemplar el fuego y no pensar en nada. Se deseaba que aquella cálida luz rosada perdurase, pero las brasas se apagaban lentamente, ya nada era lo mismo; se hizo de noche, y daba pereza moverse.
Había que recortar con frecuencia la mecha del quinqué, cuya pantalla era blanca de un lado y verde del otro, para que no manchara de negro el cristal. Tomás hacía sus deberes. Ella dejó a un lado las agujas de hacer punto y humedeció con la lengua el lápiz para corregirle una palabra. Acercó su silla a la de Tomás hasta que sus hombros se tocaron. Los dos, allí sentados, quedaron iluminados por el círculo de luz de la lámpara. Afuera, en el vergel, ululaban las lechuzas.
A pesar de todo, no es fácil deshacerse del pasado. Cierta vez, ella le preguntó qué querría ser de mayor. Se puso colorado y bajó la cabeza.
– Yo… seguramente sacerdote.
Lo observó, divertida.
– ¡Qué tonterías dices! ¿Por qué precisamente sacerdote?
– Porque yo… porque yo…
Se tragaba las lágrimas, pero no pudo retenerlas. No pudo articular: «Porque fallé con el gamo, y porque estaba disgustado porque no cumpliste tu promesa», lo cual tampoco habría sido toda la verdad.
– Porque… porque soy malo.
Un sacerdote, por el hecho de llevar sotana, tiene derecho a ser distinto de los demás hombres. Lo que se les exige a éstos, a él no le concernía. Es lo que trataba de explicar.
Por la expresión de la cara de su madre, le pareció que tenía que insistir:
– Sí, así es.
– ¡Pero si no sabes ni cómo eres!
Se volvió y dijo entre dientes:
– No quiero estar solo.
– No, nunca más.
La puerta no podía abrirse así más que una vez: por encima del jersey gris de cuello alto, el rostro desconocido deslumbró, llamó, esperó, atrajo; él, tenso, no comprendía y, de pronto, con un grito, un salto, sus brazos le rodearon: era ella. «No, nunca más.»
Su sueño era tranquilo. Ella lo cubrió con el edredón, y su beso le acompañó suavemente en la espesa profundidad de la noche. Sus pasos se alejaron. Hundiendo la nariz en la almohada, Tomás se preguntó qué podría ofrecerle. ¿El cuaderno de los pájaros? No, aquello era otra cosa. «Pero la quiero.»
67
En la vigilia de San Andrés hicieron fundir cera. A su madre le tocó una corona de flores, o de espinas, quién sabe, y a él una hoja plana cuya sombra recordaba África; y encima de aquella África, una cruz. Poco tiempo después, cayeron las primeras nieves. Torbellinos de humo salían de las bocas de los que venían de la calle, golpeando el suelo con los pies para desprenderse de aquella vidriosa masa de los tacones. La todavía pastosa superficie del Issa, que avanzaba crujiendo levemente, se solidificaba convirtiéndose en hielo. Las Navidades se acercaban, muy distintas a las de antes: el plato, que durante la cena de Noche Buena se deja vacío para un posible viajero, parecía ahora realmente preparado para un desconocido, y no, como en años anteriores, con la secreta esperanza de que, de pronto, llegaría su madre. Ahora, era ella, y no Antonina, quien, con la ayuda de Tomás, hacía los preparativos para las fiestas. Ella misma cocinó el barchtch, sopa de remolacha con «orejitas», las setas envueltas en pasta y preparó los slizyki. Éstos consisten en unos pedacitos de masa de harina, cortados en forma de rollitos, y cocidos al horno hasta que se vuelven duros como piedras. Ya en el plato, se recubren con syta, de la que hay una jarra entera sobre la mesa. La syta es una mezcla de agua, miel y granos de adormidera machacados. A Tomás no le importaban demasiado los platos comprendidos entre el barchtch y el postre. Se llenaba un plato hondo de kistel de bayas de oxicoco, especie de jalea rosada, y se hartaba de comer su postre favorito. El heno que se colocaba debajo del mantel, en recuerdo del pesebre del niño Jesús, constituía un mullido apoyo para sus codos, cuando, incapaz de comer más, se sentía casi desfallecer. Luego, junto al árbol de Navidad, cantaron villancicos, y su madre le enseñó algunos que él no conocía. Encendieron la linterna del establo y fueron a la misa del gallo, hundiéndose en la nieve en polvo.