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La madre de Tomás era una persona práctica y decidió que pasarían el invierno en Ginie. Con las heladas, el paso por la frontera era muy difícil y también tenía otros motivos para esperar. El padre de Tomás pasaba por distintos períodos, pero en general su situación era más bien precaria. Tras perder vanos empleos, ahora, como funcionario municipal, vivía casi en la miseria. Helena recibía su parte en forma de tierras, de modo que a Tecla también le correspondía algo. Sin embargo, para juntar algo de dinero, que luego cambiaría en dólares, había que trillar y vender el trigo y esperar el momento en que los precios subirían. Tecla concibió una idea audaz, que Helena acogió exclamando: «¡Estás loca!». Consistía en pasar de contrabando, al otro lado de la frontera, un par de caballos, pues aquella raza de caballitos anchos y pequeños no existe más que en Lituania y serían un magnífico regalo para su marido. Pero, si apenas pudo pasar inadvertida ella sola, ¿cómo haría con los caballos? «Tonterías», decía, «saldrá bien».

Aquella frontera -abierta sólo para contrabandistas, lobos y zorros, porque los polacos consideran la ciudad de Vilna como suya, mientras para los lituanos es su capital, ilegalmente ocupada por los polacos- solía crear a la gente muchas complicaciones. La madre eligió los caballos: cuatro años, overos, con una raya oscura a lo largo del lomo. Ellos tenían que llevarles hasta su casa. Tecla contaba con su buena suerte y también con el hecho de que los guardias, cuando no hay oficiales a la vista, suelen dejarse ablandar, en caso de que no se consiga burlar su vigilancia.

Plumón blanco en el alféizar de las ventanas y silenció. En él se percibía el monótono piído de los camachuelos, mientras descascarillaban semillas de lilas. El viaje que iban a emprender despertó el interés de Tomás por la geografía. Para sus clases, se servían de un atlas alemán editado en 1852. Su madre corregía con un lápiz las fronteras de las naciones, pues muchas de ellas tenían ahora otra forma. En el atlas, no habían marcado Ginie ni las localidades vecinas, cosa que no había que tomarse a mal, pero él pensaba más bien en los mapas en generaclass="underline" cuando se apoya el dedo en un punto cualquiera, hay allí, debajo del dedo, bosques, campos, caminos, pueblos, y se señala a una multitud de personas, en la que cada una es singular, distinta a las demás personas por algún rasgo que le es propio; al levantar el dedo, ya no hay nada. Así como en la iglesia sentía deseos de salir volando y contemplar desde arriba a la gente arrodillada, delante de un atlas, habría deseado poseer una lente mágica que extrajera del papel todo lo que en él se ocultaba. Cuanta más atención se dedica a aquella extensión con el contorno de sus continentes, sus círculos y líneas, más atraen. Es como cuando se eligen dos cifras, uno y dos, y se trata de imaginar qué hay entre ellas. Si se pudiera dibujar un mapa en el que estuvieran indicadas todas las casas y todos los seres humanos, el lugar en el que cada uno se encuentra, o hacia dónde se dirige, quedarían los caballos, las vacas, los perros, los gatos, los distintos pájaros, los peces en el Issa; y si también se los pudiera dibujar, quedarían todavía las pulgas de los perros, los relucientes escarabajitos en la hierba y las hormigas, y así sucesivamente. De modo que un mapa será siempre inexacto. Y, si se le sigue observando mucho tiempo, puede comprobarse otra cosa: yo estoy aquí, en mi silla, una vez, pero también estoy allí, por segunda vez, debajo del dedo, en el punto inexistente que debería señalar el pueblo de Ginie. Me señalo a mí mismo, pero a tamaño reducido. Este otro yo no es el mismo que el yo de aquí, sino que es un yo confundido, mezclado con otras personas.

Los días se iban alargando. El abuelo volvía de sus viajes de negocios de muy buen humor, porque sus gestiones, por fin, llegaban a buen término. Le prometían que la partición de Ginie entre él y Helena sería oficialmente reconocida por las autoridades. La denuncia de José, finalmente, no les había perjudicado. Los Juchniewicz tenían que trasladarse después de San Jorge; la otra propiedad había sido, efectivamente, parcelada.

Llegó Domingo de Ramos, sin gatillos de sauce, pero sí con hielo y nieve; aquel año, la primavera iba retrasada. Poco después, entre las hojas podridas y las agujas de los pinos, vieron aparecer las albarranillas. Tomás pensó que aquélla sería su última primavera y que tal vez no volvería nunca más. Paseó mucho tiempo por el parque, hasta que encontró un lugar en la ladera, en medio de un pequeño prado cuadrado; arrancó de la tierra, con sus raíces, un pequeño castaño, lo transportó allí y lo plantó. Si algún día volviese a Ginie, lo primero que haría sería correr hacia aquel prado y ver cuánto había crecido su árbol.

El Issa estaba todavía helado. Junto a la orilla, emergían, enroscadas como trompetas, las primeras hojas de un verde pálido, mientras el centro reflejaba las nubes revueltas. Cierto día, en el sendero que surcaba la maleza junto al río, se encontró con la amiga de sus juegos de antaño, Onuté. La veía de vez en cuando, de lejos, pero aquella vez fue distinto. Ella se detuvo, lo observó un momento con una especie de curiosidad, pero su expresión era más bien extraña. Era ya una chica mayor. Bajó la cabeza, y Tomás sintió como un sudor en el cuello y en las mejillas y pasó junto a ella con gravedad. Aquella gravedad disimulaba un temblor, pero Onuté bien pudo haber creído que él la despreciaba, porque él era ya casi un señor. Fue lo que supuso Tomás, demasiado tarde ya, cuando el peligro se había alejado, y se sintió incómodo.

68

Seis meses después de la boda del señor Romualdo con Barbarka, nació un hijo. Negras jorobas peladas salpicaban los campos bajo la nieve que se fundía, y, a pesar de que estaban a comienzos de abril, volvió a helar. Llevaron al niño a la iglesia en trineo. Lo bautizaron con el nombre de Witold.

Bajo el cielo plomizo, graznaban las cornejas entre los juncos, y el látigo de Romualdo, el de las grandes ocasiones, con un mechón rojo, rozaba con negligencia la grupa del caballo. Barbarka entreabría ligeramente el pañuelo floreado y miraba si el niño seguía durmiendo. Iban así, ignorando con toda evidencia el tiempo, que no queda determinado tan sólo por el continuo retorno de primaveras e inviernos, ni por el balanceo de los trigales, ni por la llegada y la partida de los pájaros. La tierra por la que se deslizaban los trineos pintados de verde no era tierra volcánica, ni arrojaba llamas y cenizas. Nadie pensaba allí en los incendios y los diluvios que han conmovido la historia de la humanidad.

Witold se puso a berrear al llegar a casa. Barbarka lo instaló en una cuna y, mientras lo mecía, contemplaba la mesa preparada para el banquete. Era una gran alegría sentirse dueña de su propia casa. Cuando abría el armario, que desprendía un olor de pasta hecha en casa, se sentía presa de una inconmensurable dulzura, como la de las pastas. Mis pastas. Mi marido. Mi hijo. Y, no menos importante, mi suelo de madera -las tablas crujían y sus botines también. Con el rostro radiante, recibió a los invitados. Romualdo se frotaba las manos y decía: «Vamos, Barbarka, sírvenos algo de comer».

La vieja Bukowski examinó a su nieto y declaró que se parecía a su hijo, no a la nuera. Tenía que consolarse de alguna manera, y también vaciando un vaso tras otro. Detrás de las ventanas, la noche iba haciéndose siempre más espesa; se oía silbar entre las ramas el viento del deshielo. Si alguien se hubiera acercado, atraído por la luz, habría visto a un grupo de gente riendo, recostada con cierta pesadez en las sillas, y a los perros (en invierno, debido al frío, les dejaban estar en la casa) rascándose en medio de la habitación. Los perros suelen golpear el suelo cuando se rascan el cuello con la pata trasera, pero el cristal de la ventana no habría dejado pasar ese sonido.