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En la oscuridad, un lobo, en la linde del bosque, volvió la cabeza en dirección a la ventana iluminada y observó un instante aquella incomprensible morada humana, separada para siempre de lo que él era capaz de comprender. ¿Quién sabe si aquel rectángulo luminoso no atraía también a otros seres más inteligentes? Pero si se tratara, por ejemplo, de diablos en frac, serían pronto castigados por su curiosidad. Solían otorgar demasiada importancia a asuntos triviales para poder subsistir en una época en la que es indispensable el sentido de la proporción. Pronto, junto a las orillas del Issa, nadie contará ya que ha visto a uno de ellos balanceando las piernas en la viga del molino, o que ha oído la música de sus bailes. Y si alguien, a pesar de todo, lo contara, no habría que creerle.

El viento del deshielo soplaba del Oeste, del mar. Sobre las aguas, entre las costas de Suecia y Finlandia, y las ciudades hanseáticas de Riga y Danzig, los barcos se balanceaban y mugían en la niebla. Barbarka le cambiaba los pañales al niño, sosteniéndolo por las piernas y levantando ligeramente su pequeño trasero, que suscitaba en ella oleadas de ternura. Aquella ternura, y los sentimientos que brotaban en ella cuando se desabrochaba la blusa y acercaba al niño a su pecho, con una vena azul que se transparentaba a través de la piel, no deben situarse fuera de la esfera de experiencia que les es propia. Nos ha tocado vivir en el límite de lo animal y de lo humano, y está bien que así sea.

69

Más o menos en la misma época, Romualdo contrató a un nuevo jornalero, Dominico Malinowski. Si éste, por primera vez en su vida, se ausentaba de Gime, se debía a motivos muy graves.

Se encontraba aquel día en el pajar, en compañía del campesino para quien trabajaba aquel invierno, trillando con mayales. Quizás habría podido evitar el incidente, aunque ya por la mañana todo indicaba que algo ocurriría. Domcio sabía dominarse. Llevaba siempre los labios apretados y estrechos, a fuerza de retener lo que habría deseado decir, pero no podía. Entraba en la madurez y se parecía siempre más a un ave rapaz. Muchas veces sintió la tentación de agarrar a aquel sinvergüenza por el cuello, pero sabía que era peligroso ceder a los propios impulsos. Bum, el eco devolvía el golpe del mayal que sostenía el viejo; bam, le respondía el mayal de Domcio, y así, a dos voces, proseguían su tarea. Luego, se detuvieron, porque el viejo fue a descargar su mal humor sobre alguien de la casa. En realidad, fue entonces cuando empezó todo.

Ese alguien era una sirvienta de la edad de Domcio, a la que éste consideraba como una tonta porque se dejaba explotar por todos más de lo necesario. Poco importa ahora la simpatía que él pudiera sentir por ella, la cuestión es que, en aquel momento, tuvo que salir en defensa de la chica. El fibroso y reconcentrado orgullo del viejo tuvo que enfrentarse entonces a la fuerza de Domcio, y agarró aquel pescuezo, apretó con los dedos su nuez de Adán, lo sostuvo unos instantes en el aire y lo tiró al suelo con un ruido sordo. Salió a continuación por la puerta del corral y oyó a sus espaldas unos gritos.

Un minuto de triunfo: «Ya no estaré a tu merced». Pero, mientras se acercaba a la casa junto a la balsa, pensó en las consecuencias. Y éstas no tardaron en producirse. El viejo incitó contra él a otros campesinos; los más ricos, hicieron causa común, y Domcio no pudo contar a partir de entonces con encontrar trabajo en sus fincas. Tuvo que trasladarse, y le tocó en suerte Borkuny.

Mientras no encontraba trabajo, Domcio se quedó en casa labrando cucharas, cuencos y zuecos para recaudar algún dinero. A veces, su madre, sentada frente a él en el banco, miraba sus ágiles y expertas manos. Decía «la tierra», y entonces él levantaba la vista hacia aquel rostro surcado de arrugas, hacia aquellos labios atrapados entre dos pliegues, profundamente marcados en la piel. Siempre la misma historia: aquella petición de un pedazo de tierra, que podía aportarles la Reforma. «José decía que sí». «Ya están parcelando por todas partes…» Domcio no contestaba. Inclinaba la cabeza y hundía su cuchillo en la madera de tilo, con mayor atención que de costumbre. Pensativo, conducía lentamente la hoja hacia él, abriendo un profundo surco.

70

La marcha de Tomás y de su madre quedó aplazada hasta junio. Ella hizo colocar en el carro unos arcos de avellano sobre los que tendió un toldo, como en los carros de los gitanos. Cien kilómetros les separaban de la frontera, y, al otro lado, les esperaban cuarenta más, de modo que, en caso de lluvia, les sería útil y, además, les serviría para poder dormir durante el viaje. Preparó también muchas provisiones: quesos secos con comino, salchichas y jamones ahumados, casi negros, tal como le gustaban al padre de Tomás.

La noche anterior, el abuelo hizo entrar a Tomás en su habitación, cerró la puerta y carraspeó. Luego, empezó a decir que, en las ciudades, había mucha gente corrompida y que debía evitar el caer en malas compañías; pero en seguida volvió a resoplar, tj, tj, y pareció de pronto avergonzarse de algo cuando Tomás le preguntó cómo de distinguían las malas de las buenas compañías. «Pues, verás, el vodka, las cartas…» Lo atrajo hacia sí, y Tomás se sintió embargado de una violenta emoción mientras besaba sus mejillas que picaban, hasta que, de pronto, el abuelo lo apartó y rebuscó un pañuelo en sus bolsillos.

Aquella mañana, Tomás desayunó pronto, quemándose los labios con el té y se levantó de la mesa sin terminar de bebérselo. Frente a la ventana, veía el blanco toldo del carro. Todo estaba cargado y se oían las últimas conversaciones rápidas, de modo que corrió hacia la terraza, y más lejos aún, por el césped inclinado, más allá de las peonías en flor. Entre los árboles del parque, se vislumbraba parte del valle, envuelto en la niebla matinal; por encima del verdor cubierto de rocío, el día aparecía entre tonos rosados y cantaban los pájaros. Quería poder recordarlo. «Te olvidarás de nosotros, ay, te olvidarás», decía Antonina, cuando se reunieron todos en las escaleras, y le cogió con tristeza la cara con las dos manos. Las mejillas de la abuela Misia olían a reinetas húmedas. Lucas lloriqueaba, le besuqueaba, le aplastaba contra su pecho. Bendiciones y cruces trazadas en el aire. «Vamos, Tomás», dijo su madre, seriamente. Se persignaron. Apretaba entre las manos el cuero duro de las riendas. En separaciones como aquéllas, debe haber alguien que corte en seco las despedidas, y si lo hace de improviso, mejor. Tomás hizo restallar el látigo, las ruedas chirriaron, oyeron gritos y, mirando hacia atrás, más allá del toldo, en la abertura cada vez más pequeña del túnel verde de la alameda, vio pañuelos agitándose en el aire y manos levantadas.

Las riendas se tensaron: bajaban con precaución el camino lavado por las lluvias. El Cristo, cariacontecido, apareció un instante entre las hojas espesas. Por detrás, el muro blanco del henil. Tomás puso los caballos al trote, y así pasaron junto a los robles del cementerio, bajo los que quedaban para siempre Magdalena, la abuela y Baltazar. Ginie desapareció detrás de una curva; ante ellos, lo desconocido.

Más tarde, mientras los caballos subían pesadamente por la empinada cuesta, el Issa brilló por última vez, serpenteando por los prados. El río familiar, su agua dulce al recuerdo. Los músculos de los caballos se estremecían bajo su piel, mientras subían la colina. Una vez en el llano, Tomás hizo restallar el látigo y los amenazó: «¡Eh, tú, Birnik, cuidado con lo que haces!».