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Felicidad. A Baltazar le gustaba quedarse echado en su pequeño porche con una jarra de cerveza braceada junto a él, en el suelo. Bebía a pequeños tragos, se relamía, bostezaba y se rascaba. Gato saciado, era precisamente entonces cuando algo enloquecía en su interior. De vez en cuando, el abuelo sentaba a Tomás en el birlocho junto a sí, e iban a la casa del guarda, que quedaba bastante lejos, más allá de los campos que ya no eran de su propiedad. Ese vehículo se usaba muy a menudo, así como la linijka, que constaba de un madero largo sobre cuatro ruedas al que se subía como si se montara a caballo. En la cochera había otros carruajes, por ejemplo una carroza, cubierta de polvo y telarañas, montada sobre unas barras de trineo, unos trineos descubiertos y la «araña»: de color amarillo chillón, larga, con las dos ruedas delanteras enormes, las de atrás pequeñas y, sobre ellas, un asiento alto para el cochero o el lacayo. Entre una y otra parte de la «araña» (recordaba más bien a una avispa), sólo unos travesaños elásticos que hacían rebotar si se saltaba sobre ellos. En el birlocho, el abuelo sujetaba a Tomás por la cintura cuando el vehículo se inclinaba: después de los campos, empezaban los pastos y los colmenares; en las rodadas recubiertas de hierba, el agua negra ocultaba los baches en los que las ruedas se hundían hasta los ejes. El humo sobre el fondo del bosquecillo de arces indicaba que pronto se oirían ladridos de perros y que aparecería el tejado y el brocal del pozo. A Tomás le hubiera gustado vivir así, en un lugar apartado, con animales emergiendo de entre la espesura de los bosques y observando los movimientos a su alrededor. La casa olía a resina, la madera no había tenido tiempo de ennegrecer y brillaba como si fuera cobre. Baltazar enseñaba todos los dientes con una ancha sonrisa, y su mujer colocaba sobre la mesa la merienda y los obligaba a comer embutidos repitiendo sin cesar: «Tomen, tomen algo». Delgada, con la mandíbula saliente, no abría la boca para nada más.

Tomás dejaba a los mayores y corría a espiar los arrendajos y las palomas silvestres; había por allí gran cantidad de pájaros. Cierto día, entre un montón de piedras de un prado, encontró un nido de abubillas: introdujo la mano y cogió un polluelo que aún no sabía volar, sólo erguía la cresta para imponer respeto. Se lo llevó a casa, pero el polluelo no quería comer, huía a lo largo de las paredes, y Tomás tuvo que soltarlo.

Con toda seguridad, Baltazar no le hubiera confiado a Tomás lo que le estaba atormentando. A decir verdad, ni él mismo lo entendía, sólo sabía que día a día estaba peor. Mientras estuvo construyendo la casa, aún fue tirando. Pero, luego, se paraba junto a su arado, liaba un cigarro y, de pronto, perdía la noción de dónde se encontraba, despertando con los dedos crispados, entre los cuales se había escurrido el tabaco. El único remedio era matarse a trabajar, pero por pereza acababa pronto con cualquier labor y, entonces, cuando se dejaba caer en el banco con su jarra de cerveza, le invadía una repugnante flojera que daba vueltas en su interior, despacio, embotándole los sentidos, dejándole como semidormido, y gritaba con los labios apretados: ojalá hubiera podido gritar, pero no. Sentía que necesitaba algo: enderezarse, pegar un puñetazo en la mesa, salir corriendo hacia algún lugar. ¿Pero hacia dónde? Sentía como un cuchicheo que le llamaba y formaba un todo con aquella flojera. Baltazar tiraba a veces el vaso contra el que le atormentaba de aquel modo, a veces entrando en su interior, a veces burlándose de él a cierta distancia, y entonces su mujer le quitaba las botas y lo metía en la cama. Baltazar se dejaba llevar por la mujer, pero, como le ocurría con todo, lo hacía con hastío y con el convencimiento de que no era lo que tendría que ser. Le repelía su fealdad; aún de noche era soportable, pero ¿y de día? El sueño le traía un poco de alivio, pero por poco tiempo; de noche, se despertaba y le parecía que estaba yaciendo en el fondo de un pozo profundo de paredes muy altas, del que nunca podría volver a salir.

Algunas veces, ocurría que empezaba a dar puñetazos en la mesa y a correr. A continuación, se ponía a beber, y no paraba en menos de tres o cuatro días. Bebía tanto que, cierto día, el vodka se inflamó en su interior y la judía de la aldea tuvo que agacharse sobre él y orinarle en la boca (es un remedio conocido, pero acarrea el deshonor). Corrió la voz de que Baltazar volvía a estar poseso, unos decían que era por sus riquezas y su cordura, pero otros se lamentaban de su desgracia y de sus relaciones con el diablo, lo cual no era solamente invento suyo, pues Baltazar, cuando estaba borracho, contaba, llorando, toda clase de cosas.

Muchos años después de dejar Ginie, Tomás se puso a meditar en lo ocurrido con Baltazar, basándose tanto en los cuentos que había oído sobre él, como en lo que no eran cuentos. Recordó su brazo musculoso que, al tensarse, se ponía duro como una piedra (Baltazar era muy forzudo) y los ojos de largas pestañas, como de cierva. Ni las cualidades ni los aciertos protegen contra la enfermedad del alma. Al pensar en él, Tomás se inquietaba por su propio destino, por todo lo que había aún delante de sí.

11

Con su barbita y su mirada inquieta, juntaba suavemente las manos cuidadas, de señor, y apoyaba los codos en la mesa. Herr Doktor, el «alemancillo»: así es cómo lo veía Baltazar. «¡Fuera!», murmuraba y trataba de santiguarse, pero, en vez de ello, sólo se rascaba el pecho, mientras las palabras del otro, en tono persuasivo, caían una tras otra como un murmullo de hojas secas.

– Pero amigo Baltazar -decía-. Sólo pretendo ayudarte, te atormentas continuamente en vano. Te preocupas por la hacienda, porque la tierra no es tuya, porque la tienes y, al mismo tiempo, no la tienes. Te vino fácilmente y fácilmente se irá, ¿no es así? Hoy, lo debes todo al señor, mañana ¿algún otro ocupará Ginie y te echará?

Baltazar gemía.

– ¿Es realmente la tierra lo que tanto te preocupa? Di la verdad. No, tú, en el fondo de tu corazón, guardas algo más. Ahora, aquí, sientes el deseo de levantarte, correr y huir para siempre. El mundo es muy grande, Baltazar. Hay ciudades que, de noche, se llenan de música y risas, te quedarías allí dormido junto al río, solo, libre, nada detrás de ti, una vida acabada, la otra empezada. No te avergonzarías de tu pecado, se abriría ante ti lo que para siempre quedará oculto. Para siempre. Porque tú tienes miedo. Tienes miedo de perder la tierra, los animales. ¿Es que volveré a no tener nada?, te preguntas. Está bien, dentro de ti hay un Baltazar, otro Baltazar y otro, pero tú escoges al más tonto. ¿Prefieres no saber nunca cómo es el otro Baltazar? ¿Lo prefieres?

– ¡Dios mío!

– Nada puede ayudarte. Otoño, invierno, primavera, verano, otra vez otoño, y así siempre igual, te meterán en un hoyo. Bebe un poco más, es todo cuanto puedes hacer. ¿De noche? Bien que lo sabes. Pero no fui yo quien te aconsejó casarte cuando no sentías deseo alguno de hacerlo, ni de escoger a la mujer más fea sólo porque su padre era un ricachón. Es terrible, Baltazar. De aquí viene todo. Has querido asegurarte el futuro. Pero, ¿cuándo estabas mejor? ¿Cuando tenías veinte años o ahora? ¿Recuerdas aquellas noches? Tenías la mano fuerte para el hacha, los pies ágiles para el baile, la garganta limpia para el canto. ¿Recuerdas cómo echabais leña a la lumbre? ¿Y aquellos amigos tuyos? Hoy, estás solo. Un hacendado. Aunque, no lo niegues, pueden quitarte esta casa.

Baltazar se sentía como paralizado. En su interior, era como un saco de serrín. El otro lo notaba inmediatamente.