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La cuna de Tomás estaba situada en la parte antigua de la casa que daba al jardín y seguramente el primer sonido que le saludaba por la mañana era el del canto de los pájaros detrás de las persianas. Cuando aprendió a andar, dedicó mucho tiempo a recorrer todas las estancias y todos los rincones. En el comedor, no se atrevía a acercarse al gran sofá de hule, no tanto por el retrato de un hombre, de mirada severa, con su armadura y su vestido color púrpura, como por dos rostros de terracota desfigurados por una mueca terrible, colocados sobre la estantería. En la estancia a la que llamaban el «salón» jamás se atrevió a entrar e incluso, ya bien mayor, nunca se encontró a gusto en él. El «salón», detrás del vestíbulo, estaba siempre vacío; en medio del silencio se oía el chasquido del parqué y de los muebles, y se tenía la extraña sensación de que había alguien allí. Lo que más le gustaba era entrar en la despensa, pero esto ocurría pocas veces. Entonces la mano de la abuela daba vuelta a la llave de la puerta pintada de rojo, y le llegaba como una bocanada de olores de todas clases. Ante todo el olor a los jamones y embutidos ahumados, colgados de las vigas del techo que, acto seguido, se mezclaba a otro perfume penetrante que provenía de los cajoncitos alineados unos sobre otros a lo largo de las paredes. La abuela sacaba los cajoncitos y le dejaba aspirar el perfume, describiendo cada uno de ellos: «Esto es canela, esto café, estos son clavos». Más arriba, allí donde sólo los mayores podían alcanzar, brillaban pequeños potes de color oro oscuro, que despertaban la codicia, el mortero, e incluso la maquinilla para moler las almendras, así como la trampa para cazar ratones: consistía en una caja de hojalata sobre la que podían subirse los ratones utilizando un puentecillo con peldaños; cuando iban a morder el tocino, se abría la trampilla y caían al agua. La pequeña ventana de la despensa tenía una reja y, además del olor, reinaba en ella una sombría frescura. A Tomás le gustaba también la estancia que daba al pasillo, junto a la cocina, el llamado «vestuario», donde secaban los quesos y batían la mantequilla. A veces tomaba parte en esta tarea, pues era divertido mover el palo de arriba abajo y de abajo arriba escuchando el gorgoteo del líquido dentro del recipiente: la verdad es que se desanimaba pronto, pues hay que trabajar mucho rato antes de que, al levantar la tapa, se advierta que las aspas del madero están ya recubiertas de grumitos amarillentos. Lo primero que conoció Tomás fue la casa, el jardín de árboles frutales detrás y el césped de delante. En él, había tres agaves, una grande en el centro y dos, más pequeñas, a los lados, que reventaban con su potencia los tiestos de madera, sobre cuyas duelas los aros metálicos dejaban señales de orín, arriba y abajo. La punta de los abetos, que crecían en la parte baja del parque, llegaba hasta estas agaves y, desde allí, se abría el mundo entero. Se bajaba corriendo, hacia el río y el poblado, al principio sólo cuando Antonina llevaba un barreño lleno de ropa para lavar, apoyado en la cadera y, sobre él, la moza o pala para restregar la ropa.

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Los antepasados de Tomás habían sido señores. De cómo llegaron a serlo no se sabe a ciencia cierta. Llevaban casco y espada, y los habitantes de las aldeas circundantes cultivaban sus campos. Su riqueza se estimaba más por el número de almas, es decir, súbditos, que por la extensión de las tierras que poseían. En tiempos muy remotos, las aldeas les pagaban el tributo en especie, pero, más tarde, se dieron cuenta de que el trigo, cargado en grandes barcazas y transportado por el Niemen hasta el mar, producía grandes beneficios y que valía la pena roturar parcelas de bosque. Entonces, la gente obligada a trabajar se sublevaba y mataba a los señores, capitaneada por los más viejos, que odiaban tanto a los señores como al cristianismo, que sobrevino al mismo tiempo que la pérdida de la libertad.

Tomás nació cuando declinaba el esplendor de la casa. No quedaban demasiadas tierras, a las que labraban, sembraban y segaban unas pocas familias a sueldo; recibían su paga principalmente en forma de patatas y trigo, y esta gratificación anual se apuntaba en los libros como sueldo en especies. Además de ellos, algunos de los trabajadores también comían en las cocinas de la casa.

El abuelo de Tomás, Casimiro Surkont, no se parecía en nada a aquellos hombres cuya principal ocupación consistía en hablar de caballos y en discutir sobre la calidad de las armas. No muy alto, más bien entrado en carnes, se pasaba generalmente el día sentado en su sillón; cuando, semidormido, apoyaba la barbilla en el pecho, le resbalaban de la calva rosada unos mechones de pelo blanco y las gafas le quedaban colgando de un cordoncillo de seda. Tenía el cutis de un niño (sólo la nariz, con el frío, adquiría el color de una ciruela) y los ojos azules con venillas rojas. Se enfriaba con facilidad y prefería su habitación a los espacios abiertos. No bebía ni fumaba y, aunque le correspondía llevar botas de caña e incluso espuelas, para demostrar que en todo momento estaba dispuesto a montar, llevaba siempre pantalones largos con rodilleras y zapatos de cordones. En toda la hacienda no había un solo perro de caza, aunque, en el patio junto a los establos, corrían hordas de todo tipo de chuchos que se rascaban y buscaban las pulgas, libres de toda obligación. Tampoco había ninguna escopeta. Al abuelo Surkont le gustaba ante todo la tranquilidad y los libros sobre el cultivo de plantas. Es posible que tratara a las personas un poco como si fueran plantas, y sus pasiones no le hacían perder fácilmente los estribos. Procuraba ser comprensivo, y el hecho de ser «demasiado bueno», unido a su aversión por los naipes y el ruido, alejaba a los vecinos de su misma condición. Pronunciaban su apellido y se encogían de hombros, incapaces de reprocharle nada en concreto. A quienquiera que fuera a verle, el señor Surkont le recibía con unos cumplidos totalmente inadecuados a su rango y posición. Es del dominio público que no se trata del mismo modo a un señor, que a un judío o a un campesino, pero él se saltaba estas normas incluso con el terrible Chaim. Cada tantas semanas aparecía Chaim montado en su caballo, con el látigo en la mano, vestido con un caftán negro y pantalones bombachos que le caían sobre las botas, y se metía en casa. Tenía la barba tiesa como un leño ennegrecido por el fuego. Empezaba a hablar de los precios del trigo y de los terneros, pero esto no era más que el preludio, antes de estallar. Entonces, gritando y gesticulando, corría y perseguía a la gente de la casa por todas las habitaciones, se mesaba el pelo y juraba que se arruinaría si pagaba lo que le pedían. Si no representaba esta escena de desesperación, era como si se marchara con la impresión de no haber hecho lo que creía la obligación de un buen comerciante. A Tomás le extrañaba que los gritos cesaran en seco, que una especie de sonrisa apareciera en los labios de Chaim y se quedara hablando cordialmente con el abuelo.