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Su amabilidad para con las personas no significaba que Surkont estuviera dispuesto a ceder en nada. Los antiguos resentimientos entre el pueblo de Ginie y la casa del señor ya habían desaparecido, y la distribución de las tierras se había hecho de tal forma que no había motivo para nuevas querellas. En cambio, no ocurría lo mismo con el pueblo de Pogiry, al otro lado, junto al bosque. Había continuas disputas por el derecho a los pastos, y la cosa no era fácil. Se reunían, discutían el problema, se indignaban, elegían a una delegación compuesta por los más ancianos. Pero, cuando los delegados se sentaban con Surkont alrededor de una mesa, con botellas de vodka y bandejas de fiambres, toda la preparación quedaba en nada. Se acariciaba una mano con la palma de la otra y, sin prisas, amablemente, daba toda clase de explicaciones. Comunicaba la completa seguridad de que lo que él deseaba era ante todo resolver el problema con absoluta justicia. Asentían, se ablandaban, llegaban a otro acuerdo y, solamente en el camino de vuelta, se les ocurría todo lo que no habían sabido decir, se enfurecían por haberse dejado embaucar una vez más y sentían vergüenza ante el pueblo.

De joven, Surkont había estudiado en la ciudad, leía libros de Auguste Comte y John Stuart Mill, sobre los que bien poco se había oído hablar en el valle del Issa. De aquellos tiempos, Tomás recordaba sobre todo el hecho de que los hombres iban a los bailes vestidos de frac. El abuelo y un amigo compartían un solo frac: mientras uno iba al baile, el otro esperaba en casa y lo intercambiaban horas después.

De sus dos hijas, Helena se había casado con un arrendatario de la región y Tecla con un hombre de la ciudad; esta última era la madre de Tomás. De vez en cuando, pasaba en Ginie unos meses, pero generalmente acompañaba al marido, que viajaba por el mundo buscando una manera de ganarse la vida y luego a causa de la guerra. Para Tomás, su madre era la máxima expresión de la belleza, hasta tal punto que no sabía mucho qué hacer con tanta admiración, así que se limitaba a contemplarla, tragando saliva de puro amor. Al padre casi no lo conocía. Las mujeres de su pequeño mundo fueron ante todo Pola, cuando era aún muy pequeño, y luego Antonina. Pola era, para él, blancura de piel, cabellos de lino y suavidad; más tarde, desplazó su afecto al país cuyo nombre tenía un sonido parecido: Polonia. Antonina caminaba abombando la barriga bajo sus delantales listados. Del cinto le colgaba un manojo de llaves. Su risa recordaba un relincho, y su corazón estaba repleto de cordialidad para con todo el mundo. Hablaba en una mezcla de las dos lenguas; es decir, del lituano, que era su lengua materna, y del polaco, que era la lengua impuesta. Sus expresiones polacas eran incorrectas y tenían un marcadísimo acento lituano.

Tomás sentía un gran afecto por el abuelo. Emanaba de él un olor agradable, y el pelo blanco del bigote le hacía cosquillas en la mejilla. Encima de la cama, en la pequeña habitación que ocupaba, colgaba un grabado que representaba a unos hombres a los que estaban atando a unos postes y a otros, medio desnudos, que se acercaban con unas antorchas encendidas. Uno de los primeros ejercicios de lectura de Tomás consistió en silabear la inscripción: «Las antorchas de Nerón». Este era el nombre del rey cruel, pero Tomás puso el mismo nombre a un cachorro, porque, al mirarle dentro de la boca, los mayores decían que tenía el paladar negro, lo cual quería decir que sería malo. Nerón creció y no mostró malos instintos; era, por el contrario, muy listo: se comía las ciruelas caídas del árbol y, si no las había, sabía apoyarse con las dos patas en el tronco y sacudirlo. Sobre la mesa del abuelo había muchos libros y, en las ilustraciones, se podía ver raíces, hojas y flores. A veces, el abuelo iba con Tomás al «salón» y abría el piano cuya tapa tenía el color de las castañas. Los dedos hinchados, afilados hacia los extremos, recorrían el teclado; este movimiento le sorprendía, como también le sorprendía la caída de las gotas sonoras.

El abuelo pasaba largas horas reunido con el administrador. Este se llamaba Szatybelko; llevaba una barbilla partida por la mitad y, al hablar, se la acariciaba y alisaba con la mano hacia uno y otro lado. Era menudo, andaba con las rodillas ligeramente dobladas y calzaba unas botas demasiado anchas, que se le salían al caminar. Fumaba en pipa, desproporcionadamente grande para él. Tenía la caña curvada hacia abajo y la cazoleta se cerraba con una tapita de metal con agujeraos. Su habitación, al final del edificio que albergaba los establos, las cocheras y la sala para la servidumbre, estaba llena de plantas de geranio, puestas en tiestos e incluso en latas. Las paredes estaban cubiertas de imágenes de santos que Paulina, su mujer, adornaba con flores de papel. A Szatybelko le seguía a todas partes su perrito, llamado Mopsik. Mientras su amo estaba en el despacho con el abuelo, Mopsik le esperaba fuera, muy inquieto, porque entre tantos perros grandes y gente extraña necesitaba sentirse constantemente protegido.

Los invitados -salvo personas como Chaim u otros propietarios que venían para hablar de toda clase de asuntos- comparecían a lo sumo una o dos veces al año. El amo no se alegraba especialmente de verles, pero tampoco le disgustaba. Cada una de las visitas ponía, en cambio, de muy mal humor a la abuela.

5

De la abuela Micaela, es decir Misia, Tomás jamás recibió un solo regalo, y ella no se ocupó de él lo más mínimo, pero era todo un carácter. Daba tremendos portazos, gritaba a todo el mundo, y no le importaban en absoluto las demás personas ni lo que pudieran pensar de ella. Cuando se enfurecía, solía encerrarse en su habitación durante días enteros. Cuando Tomás estaba junto a ella, sentía la misma alegría que se siente al encontrarse en la espesura del bosque con una ardilla o una marta. Como ellas, pertenecía a la especie de criaturas silvestres. Su nariz, que recordaba el hocico de esos animalitos, era grande, recta, hundida entre las mejillas, tan prominentes que por poco no quedaba oculta entre ellas. Tenía los ojos como dos nueces, el pelo oscuro y el peinado liso: salud y limpieza. A finales de mayo, empezaban sus salidas hacia el río; en verano, se bañaba varias veces al día, en otoño rompía con el pie el primer hielo. En invierno, también dedicaba mucho tiempo a toda clase de abluciones. A pesar de todo, cuidaba de que la casa estuviera aseada, aunque, a decir verdad, sólo en aquella zona a la que ella consideraba como su madriguera. No tenía otras necesidades de ningún tipo. Tomás y sus abuelos rara vez se sentaban juntos a la mesa, porque ella no admitía la regularidad en las comidas: consideraba que eso eran pamplinas. Cuando sentía necesidad de comer, iba a la cocina, vaciaba los recipientes con leche cuajada y mordisqueaba algún pepino con sal, o cualquier otra verdura a la vinagreta: le encantaba todo lo que fuera fuerte y salado. Su aversión por el ceremonial de los platos y las fuentes -con lo agradable que es refugiarse en un rinconcito y comer cualquier cosa sin que nadie te vea- provenía de su convencimiento de que se trataba de una pérdida inútil de tiempo y, además, de su avaricia. En cuanto a los invitados, la molestaban por el hecho de que había que entretenerles cuando uno no estaba predispuesto a hacerlo y, además, porque había que darles de comer.