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– Es que sufres alucinaciones, Marcel Grobz. Te estás volviendo completamente majara.

– Incluso creo que me ha dicho go, daddy, go! Porque también habla inglés. ¿Lo sabías?

– ¡Con siete meses!

– ¡ Efectivamente!

– ¿Porque lo duermes con El inglés sin esfuerzo? ¡No creerás que eso funciona! Me preocupas, Marcel, me preocupas.

Cada noche, al acostar a su hijo, Marcel Grobz le ponía un CD para aprender inglés. Lo había comprado en la sección «niños» de WH Smith, en la calle Rivoli. Se acostaba sobre la moqueta, cerca de la cuna, se quitaba los zapatos, se ponía una almohada bajo la nuca y repetía en la oscuridad las frases de la lección número 1. My name is Marcel, what's your name? I live in Paris, where do you live? I have a wife… En fin, a nearly wife, rectificaba en la oscuridad. La voz inglesa, femenina y suave, lo arrullaba. Se dormía y nunca había pasado de la primera lección.

– No lo habla de forma fluida, de acuerdo, pero balbucea algunas palabras. Yo le escuché decir go-daddy-go, en todo caso. ¡Pondría la mano en el fuego!

– Pues bien, ¡retírala o te quedarás manco! Marcel, contrólate. Tu hijo es normal, simplemente normal, eso no impide que sea un bebé muy guapo, muy vivo, muy espabilado… ¡Pero no vayas a hacérmelo emperador de China políglota y hombre de negocios! ¿Cuánto falta para que lo pongas en tu consejo de administración?

– Yo te digo simplemente lo que veo y lo que oigo. No me invento nada. No me crees, estás en tu derecho, pero el día que te diga helio mummy, how are you? o lo mismo pero en chino, porque pienso enseñarle chino, en cuanto haya acabado con el inglés, ¡no te vayas a caer de espaldas! Te prevengo, eso es todo.

Hundió un trocito de pan con mantequilla en los huevos fritos y lo deslizó sobre el plato hasta limpiar los bordes.

Josiane le daba la espalda, pero lo vigilaba en el reflejo del cristal. Comía el buen hombre tragando sus trocitos de pan, girando los brazos como un Tarzán de opereta. Sonreía a la nada, paraba de masticar para aguzar el oído y acechar los balbuceos de su hijo. Después, decepcionado, volvía a su masticación. No pudo evitar sonreír. Marcel Sénior y Marcel Júnior, menudo par de ladinos compadres. Es cierto, reconoció, que Júnior tenía la cabeza repleta de materia gris y la comprensión rápida. Con siete meses se mantenía derecho en su silla de bebé y tendía un dedo imperativo hacia el objeto de sus deseos. Si ella se negaba a obedecer, fruncía los ojos y le lanzaba una mirada como un misil. Cuando hablaba por teléfono, la escuchaba con la cabeza inclinada y asentía. A veces parecía querer decir algo, pero se enfadaba como si no encontrase las palabras. ¡Un día había incluso chascado los dedos! No era un comportamiento muy común en un bebé, pero debía constatar a la fuerza que Júnior estaba muy avanzado. De ahí a darle competencias en el negocio de su padre había un trecho que ella se negaba a cubrir. Júnior crecerá a la velocidad normal. Me niego a que se convierta en un premio a la excelencia, un sabelotodo pretencioso. Yo lo quiero cubierto de papilla, enfundado en su pelele, con el culete al aire, para que pueda mimarlo hasta hartarme. He esperado demasiado tiempo como para soltarle en Dodotis en el mundo de los mayores.

La vida había dado dos hombres a Josiane, uno grande y otro pequeño, dos hombres que tejían su felicidad con un bordado fino. Para nada quería que se los quitasen. La vida nunca había sido generosa con ella. Para una vez que le daba buenas cartas, no dejaría que nadie le robara la menor brizna de felicidad, molería hasta el último grano para extraerle el jugo. Tengo unos cuantos vales de felicidad que cobrar. ¡Ahora me toca a mí tener el culo cosido a medallas! Es hora de reembolsarme, vamos, y que no intenten torearme. ¡Se acabaron los tiempos en los que me ahogaba la desdicha!

Se acabaron los tiempos en los que, simple secretaria famélica, servía de odalisca a Marcel, mi jefe, propietario de la cadena de muebles Casamia, multimillonario en mobiliario diverso, accesorios para la casa, alfombras, alumbrado y baratijas variadas. Marcel la había ascendido al rango de mujer con la que compartía su vida, y había repudiado a su arisca esposa, ¡Henriette la de la nariz larga! Fin de la historia, principio de mi felicidad.

Había descubierto a Henriette rondando en torno al edificio, escondiéndose en una esquina de la calle para pasar desapercibida. Con su sombrero en forma de crepe sobre la cabeza, sólo se la veía a ella. Para jugar a los detectives, hay que arriesgarse a despeinarse, si no, te pillan enseguida. Y no valía la pena fingir que iba a Hédiard a llenarse el estómago de delicatessen. Una vez, quizás, tres no. Le daba mala espina ese largo espárrago agazapado, espiando su felicidad. Sintió un escalofrío. Merodea, merodea buscando algo. Busca una ocasión. Obstruye el divorcio con sus pretensiones. Se niega a ceder una sola pizca de terreno. Amenaza por allí, amenaza por allá. Peligro, peligro, bandera roja, rumió Josiane. Siempre había caído en los brazos de quien no le traía más que desgracias, y ahora que había llegado a buen puerto, no iba a dejarse ni despojar ni liar. Desconfía, cantó una vocecita que conocía demasiado bien. Desconfía y abre bien los ojos ante todo lo que se mueva y huela a podrido.

El timbre del teléfono la sacó de sus pensamientos. Extendió el brazo para descolgar.

– Buenos días -dijo, todavía envuelta en el flujo sombrío de sus pensamientos.

Era Joséphine, la hija menor de Henriette Grobz.

– ¿Quiere usted hablar con Marcel? -contestó con sequedad.

Tendió el aparato a su compañero.

Cuando una se casa con un hombre de esa edad, hay que aceptarlo con todo el equipaje. Y Marcel tenía un ajuar completo: desde el frasco de pastillas hasta la saca de correos. Henriette, Iris, Joséphine, Hortense y Zoé le habían servido de familia tanto tiempo que no podía borrarlas de un plumazo. Y eso que no le faltaban ganas.

Marcel se limpió la boca y se levantó para coger el teléfono. Josiane prefirió salir de la habitación. Fue al cuarto de la lavadora a buscar la cesta de la ropa. Se puso a separar la blanca de la de color. Concentrarse en esa tarea doméstica le sentaba bien. Henriette, Joséphine. ¿Quién sería la próxima? ¿La pequeña Hortense? ¿Esa que tenía a todos los hombres en la palma de la mano?

– Era Jo -dijo Marcel en el umbral de la puerta-. Le ha pasado algo de lo más raro: su marido, Antoine…

– ¿Ese que lo tragó un cocodrilo?

– El mismo… Figúrate que Zoé, su hija, ha recibido una postal suya, enviada desde Kenya hace un mes. ¡Está vivo!

– ¿Y tú qué tienes que ver en eso?

– Yo recibí a la amante de Antoine, una tal Mylène, en junio para darle algún consejillo sobre el mundo de los negocios en China. Quería dedicarse a la cosmética, conocía a un financiero chino y quería información práctica. Hablamos una hora y no la he vuelto a ver.

– ¿Estás seguro de eso?

La mirada de Marcel se iluminó. Le gustaba despertar los celos de Josiane. Eso devolvía juventud y brillo a sus encantos.

– Completamente seguro…

– Y lo que quiere Joséphine es que le des la dirección de esa chica…

– Exacto. La tengo en alguna parte, en el despacho.

Marcó una pausa rascando el marco de la puerta.

– Podríamos invitarla a cenar uno de estos días, siempre me ha gustado esa chiquilla…

– ¡Pero si es mayor que yo!

– ¡Vamos! ¡No exageres! Uno o dos años más.

– Uno o dos años más ¡es ser mayor! A menos que cuentes al revés -replicó Josiane, irritada.

– Pero yo la conocí de niña, Bomboncito. ¡Aún llevaba coletas y jugaba al diábolo! He visto crecer a esa chavalilla.

– ¡Tienes razón! Hoy estoy de los nervios. No sé por qué… Estamos demasiado bien, Marcel, demasiado bien, nos vamos a encontrar con algún cuervo, uno muy oscuro, lleno de infelicidad, de esos que apestan y graznan.