– ¡Que no, mujer! Esta felicidad nos la merecemos. Nos toca festejarla.
– ¿Y desde cuándo la vida ha de ser equilibrada? ¿Desde cuándo es justa? ¿Dónde has visto tú eso?
Apoyó la mano sobre la cabeza de Marcel y le masajeó el cráneo. El se dejó hacer resoplando, mientras ella le acariciaba.
– Más amor, Bomboncito, más… Te quiero tanto…, daría mi testículo izquierdo por ti.
– ¿Y el derecho?
– El izquierdo por ti, el derecho por Júnior…
Iris extendió el brazo para coger su espejo. Tanteó en la mesita de noche y no lo encontró. Se incorporó, enfurecida. Se lo habían robado. Habían temido que lo rompiese y se abriese las venas. Pero ¿por quién me toman? Por una loca de atar completamente desequilibrada. ¿Y por qué no tendría yo derecho a acabar con todo? ¿Por qué me niegan esa última libertad? ¡Para lo que me espera en la vida! A los cuarenta y siete años y medio, ya se acabó. Las arrugas se acentúan, la elastina se evapora, los cuerpos adiposos se acumulan en las esquinas. Al principio se ocultan para llevar a cabo sus ultrajes. Después, cuando te han carcomido bien, cuando ya no eres más que una masa blanda e informe, toman el mando y prosiguen su obra de demolición sin obstáculos. Yo lo constato día tras día. Con mi espejito inspecciono la piel que hay detrás de la rodilla, espío la acumulación de grasa que engorda como un glotón. Y si me paso el día tumbada no conseguiré impedirlo. En esta cama me estoy marchitando. Mi tez palidece como el goterón de un cirio de sacristía. Lo leo en los ojos de los médicos. No me miran. Me hablan como a una probeta graduada que llenan de medicamentos. He dejado de ser una mujer, me he convertido en un recipiente de laboratorio.
Cogió un vaso y lo estrelló contra la pared.
– ¡Quiero verme! -gritó-. ¡Quiero verme! ¡Quiero que me devuelvan mi espejo!
Era su mejor amigo y su peor enemigo. Reflejaba el brillo líquido, profundo y cambiante de sus ojos azules o señalaba la arruga. A veces, si lo orientaba hacia la ventana, la iluminaba y la rejuvenecía. Al girarlo contra la pared, le añadía diez años.
– ¡Mi espejo!-rugió golpeando la sábana con los puños-. Mi espejo o me abro la garganta. No estoy enferma, no estoy loca, he sido traicionada por mi hermana. Ésta es una enfermedad que no pueden curar.
Atrapó una cuchara sopera con la que tomaba el jarabe, la limpió con la esquina de la sábana y la giró para percibir su reflejo. Sólo vio un rostro deformado, como si hubiese sido atacado por un enjambre de abejas. La tiró contra la pared.
Pero ¿qué ha podido pasarme para que me encuentre sola, sin amigos, sin marido, sin hijo, aislada del resto del mundo?
De hecho, ¿acaso existo todavía?
No eres nadie cuando estás sola. El recuerdo de Carmen vino a contradecirla, pero lo rechazó pensando que ella no contaba, ella siempre me ha querido y siempre me querrá. De hecho, Carmen me aburre. La fidelidad me aburre, la virtud me pesa, el silencio me daña los oídos. Quiero ruido, carcajadas, champán, tulipas rosas, miradas de hombres que me deseen, amigas que me calumnien. Bérengère no ha venido a verme. Tiene mala conciencia, así que cuando hablan mal de mí en las cenas de París calla, calla hasta que ya no puede aguantar más y se une a la jauría exclamando: «Qué malas sois, la pobre Iris no merece estar pudriéndose en una clínica por haber sido un poco imprudente», y las demás contestan en staccato agudo: «¿Imprudente? ¡Eres demasiado buena! ¡Querrás decir deshonesta! ¡Francamente deshonesta!». De ese modo, liberada de su fidelidad de amiga, contesta, golosa, degustando cada palabra, dejándose arrastrar por la ciénaga del cotilleo: «Es cierto que no está nada bien lo que hizo. ¡Pero nada en absoluto!», y se une, rápidamente, al coro de lenguas viperinas que, cada una a su manera, añade un defecto a la ausente. «Le está bien empleado», concluye la más dura, «ya no podrá aplastarnos con su desprecio, ya no es nadie». Fin de la oración fúnebre y búsqueda de nueva presa.
No se equivocan, reconoció Iris, contemplando la habitación blanca, las sábanas blancas, las cortinas blancas. ¿Quién soy en realidad? Nadie. No tengo ninguna consistencia. He fracasado en todo, puedo servir de definición a la palabra «fracaso» del diccionario. Fracaso, nombre común, masculino singular, véase Iris Dupin. Haría mejor volviendo a adoptar mi apellido de soltera, no voy a seguir mucho tiempo casada. Joséphine me lo arrebatará todo. Mi libro, mi marido, mi hijo y mi dinero.
¿Puedo vivir alejada de mi familia, mis amigos, mi marido y mi hijo? También alejada de mí. Me voy a convertir en puro espíritu. Al fundirme en la nada, me daré cuenta de que nunca he tenido ninguna consistencia. Que siempre he sido tan sólo una apariencia.
Antes existía porque los demás me miraban, me prestaban ideas, talentos, un estilo, una elegancia. Antes existía porque era la mujer de Philippe Dupin, porque tenía la tarjeta de crédito de Philippe Dupin, la agenda de Philippe Dupin. Me temían, me respetaban, me cubrían de fingidas alabanzas. Podía dar una lección a Bérengère o impresionar a mi madre. Había llegado a la cima.
Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada furiosa. ¡Qué cima tan insustancial la que no te pertenece, la que no se forja, la que no se construye piedra a piedra! Cuando la pierdes, ya puedes sentarte en la acera y extender la mano.
No hace tanto tiempo, cuando Iris no estaba enferma, una tarde que volvía de compras con los brazos cargados de paquetes, corriendo para coger un taxi, se había cruzado con un mendigo abrazado a sus rodillas, con la mirada baja y la nuca encorvada. Decía gracias, señor, gracias, señora, a media voz por cada moneda que caía en su plato. No era el primero que veía pero éste, a saber por qué, le había impresionado. Había acelerado el paso, apartado la mirada. No había tiempo para caridad, el taxi se alejaba, y esa noche salían, había que acicalarse, tomar un baño, elegir el vestido entre las decenas que colgaban de las perchas, peinarse, maquillarse. Al volver le había dicho a Carmen, no voy a parecerme a ese mendigo, ¿verdad? No quiero ser pobre. Carmen le había prometido que ella nunca permitiría que pasara eso, que se dejaría los dedos limpiando casas para que Iris continuase brillando. Ella la había creído. Se había aplicado la mascarilla de belleza a la cera de abeja, se había deslizado en el agua caliente del baño y había cerrado los ojos.
Y sin embargo, no estoy lejos de parecer una mendiga, pensó, levantando las sábanas para buscar el espejo. Puede que se haya escurrido. Puedo haberme olvidado de ponerlo en su sitio y se esconde en algún pliegue.
Mi espejo, devuélvanme mi espejo, quiero verme, asegurarme de que existo, de que no me he evaporado. De que todavía puedo gustar.
Los medicamentos que le daban por la noche empezaban a hacer efecto, deliró todavía un momento, vio a su padre leyendo el periódico al pie de su cama, a su madre comprobando que los alfileres de su sombrero estuviesen bien clavados, a Philippe conduciéndola vestida de blanco por el pasillo central de la iglesia. Nunca lo quise. Nunca quise a nadie y me gustaría que me quisieran. ¡Pobre mujer! Das lástima. Un día vendrá mi príncipe azul, un día vendrá mi príncipe… Gabor. Él era mi príncipe azul. Gabor Minar. El director de cine a quien todo el mundo adula, cuyo nombre irradia tanta luz que uno desea acurrucarse bajo su proyector. Estaba dispuesta a dejarlo todo por éclass="underline" marido, hijo, París. Gabor Minar. Escupió su nombre como un reproche. No lo amé cuando era pobre, desconocido, y me eché a sus brazos cuando se hizo famoso. Siempre necesito el refrendo de los demás. Incluso para amar. ¡Qué despreciable amante soy!
Iris conservaba la lucidez, lo cual aumentaba su infelicidad. Podía ser injusta durante un acceso de cólera, pero recuperaba pronto la razón y se maldecía. Maldecía su cobardía, su frivolidad. La vida me lo dio todo al nacer y no he hecho nada con ello. Me he dejado llevar sobre la espuma de la comodidad.