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– Pero ¿qué te pasa con Los miserables de un tiempo a esta parte, Zoé?

– Me parece una maravilla, mamá. Cosette me hace llorar con su cubo y su muñeca… y después, vive una hermosa historia de amor con Marius y todo termina bien. Ya no tiene nunca más agujeros en el corazón.

¿Y qué se hace cuando el amor cava un agujero en el corazón, un agujero tan grande que parece de obús, tan grande que se podría ver el cielo a través?, se preguntaba Joséphine de camino a su cita con Luca. ¿Quién podrá decirme lo que siente por mí? No me atrevo a decirle «le quiero», tengo miedo de que sea una palabra demasiado importante. Sé muy bien que en mis «le quiero» hay un «¿me quiere usted?» que no me atrevo a pronunciar, por miedo a que se aleje con las manos en los bolsillos de su parka. ¿Una mujer enamorada es forzosamente una mujer inquieta, dolorida?

El la estaba esperando cerca de las barcas. Sentado en un banco, las manos en los bolsillos, las piernas estiradas, su gran nariz apuntando al suelo, una mecha de pelo moreno barriendo su rostro. Ella se detuvo y le miró antes de abordarle. Por desgracia no sé tomarme el amor a la ligera. Me gustaría echarme al cuello de aquel a quien amo, pero tengo tanto miedo de asustarle que ofrezco la cara humildemente para recibir su beso. Le amo a hurtadillas. Cuando levanta sus ojos hacia mí, cuando atrapa mi mirada, me adapto a su estado de ánimo. Me convierto en la enamorada que él quiere que sea. Me enciendo a distancia, me controlo en cuanto se acerca. Usted no sabe nada de eso, Luca Giambelli, usted se cree que soy un ratoncito temeroso, pero si apoyara su mano sobre el amor que hierve dentro de mí, le produciría quemaduras de tercer grado. Me gusta ese papeclass="underline" hacerle sonreír, calmarle, agradarle, me disfrazo de dulce y paciente enfermera, y recojo las migas que quiera usted darme para transformarlas en gruesas rebanadas. Hace un año que salimos y no sé más sobre usted que lo que me murmuró durante la primera cita. En amor se parece usted a un hombre sin apetito.

Él la vio. Se levantó. La besó en la mejilla con una levedad casi fraternal. Joséphine se retrajo, sintiendo ya el impreciso dolor que producía ese beso. Voy a hablar con él, hoy, decidió con la audacia de los grandes tímidos. Voy a contarle mis desgracias. ¿Para qué sirve un novio si hay que esconderle todas las penas y las angustias?

– ¿Qué tal está, Joséphine?

– Podría estar mejor.

Vamos, se dijo, sé tú misma, háblale, cuéntale la agresión, háblale de la postal.

– He pasado dos días horribles -siguió él-. Mi hermano desapareció el viernes por la tarde, el día en el que habíamos quedado en aquella cafetería que no me gusta y que usted aprecia tanto.

Se giró hacia ella y esbozó una sonrisa burlona.

– Vittorio tenía cita con el médico que le trata sus brotes de violencia, y no se presentó. Le buscamos por todas partes, reapareció esta mañana. Se encontraba en un estado lamentable. Me temo lo peor. Siento haberle dado plantón.

Había tomado la mano de Joséphine y el contacto de la suya, larga, cálida y seca, la turbó. Apoyó la mejilla sobre la manga de su parka. Se frotó en ella como diciendo no importa, le perdono.

– Le estuve esperando y luego me fui a cenar con Zoé. Me dije que habría tenido algún problema con…, hum…, con Vittorio.

Le resultaba extraño llamar por su nombre de pila a un hombre al que no conocía y que la detestaba. Le producía un sentimiento de falsa intimidad. ¿Por qué me detesta? No le he hecho nada.

– Ha vuelto a su casa, esta mañana, y yo le estaba esperando. Me pasé todo el día y toda la noche de ayer esperándole, sentado en su sofá. Me miró como si no me conociera. Estaba azorado. Se metió rápidamente en la ducha y no abrió la boca. Le convencí para que tomase un somnífero y se durmiera, no se sostenía en pie.

Su mano estrechó la de Joséphine como para transmitirle la angustia de esos dos días esperando, temiendo lo peor.

– Me preocupa Vittorio, ya no sé qué más hacer.

Dos mujeres jóvenes, delgadas, que practicaban footing, se detuvieron a su altura. Sin aliento, se agarraban las costillas y consultaban su reloj para calcular el tiempo que les quedaba por correr. Una de ellas exclamó con voz entrecortada:

– Entonces le dije: pero ¿qué quieres exactamente? Y él me contestó, ¿sabes lo que se atrevió a decirme?, ¡que dejes de acosarme! ¿Acosarle yo? Te voy a decir una cosa, creo que le voy a dejar. Ya no lo soporto. ¿Y después qué más? ¿Hacerle de geisha? ¿Echarme a sus pies? ¿Hacerle comiditas y abrirme de piernas cuando me lo ordene? Mejor vivir sola. ¡Por lo menos estaré en paz y tendré menos trabajo!

La joven estrechó los brazos sobre el pecho en señal de resolución firme, en sus almendrados ojos marrones brillaban la exasperación y la cólera. Su compañera asintió resoplando. Después dio la señal para seguir la carrera.

Luca las miró alejarse.

– ¡No soy el único que tiene problemas!

Es el momento de contarle tus infortunios, venga, se exhortó Joséphine.

– Yo también… Tengo problemas.

Luca levantó una ceja, extrañado.

– Me ha pasado algo muy desagradable y algo sorprendente -declaró Jo con tono pretendidamente jocoso-. ¿Por cuál empiezo?

Un labrador negro se precipitó delante de ellos y se lanzó al lago. Luca desvió su atención para ver cómo se introducía en el estanque verdoso; el agua estaba tan turbia que se dibujaron unos círculos irisados en la superficie. El perro jadeaba, nadando con la boca abierta. Su amo le había tirado una pelota y pataleaba para atraparla. Su pelaje negro y brillante se cubría de perlas líquidas e hilillos de agua; los patos se apartaban bruscamente y se detenían un poco más lejos, desconfiados.

– ¡Esos perros son increíbles!-exclamó Luca-. ¡Mire!

El animal volvía. Emergió salpicando agua y fue a depositar la pelota a los pies de su amo. Agitó la cola y ladró para proseguir el juego. ¿Y ahora cómo continúo?, se preguntó Joséphine, siguiendo con la mirada la bola que volaba y al perro que se tiraba al agua.

– ¿Qué me decía, Joséphine?

– Le decía que me han pasado dos cosas, una violenta y otra extraña.

Se esforzaba en sonreír para aligerar su relato.

– He recibido una carta de Antoine…, esto…, ya sabe, mi marido…

– Pero yo creía que estaba…

No se atrevía a pronunciar la palabra y Joséphine le ayudó:

– ¿Muerto?

– Sí. Me había dicho usted que…

– Yo también lo creía.

– Es extraño, en efecto.

Joséphine esperaba que hiciese alguna pregunta, emitiese alguna hipótesis, proclamara su asombro, algo que permitiese comentar esa noticia, pero él se contentó con fruncir el ceño y proseguir:

– ¿Y la otra noticia, la violenta?

¿Cómo?, se asombró Joséphine, ¿le cuento que un muerto redacta postales, compra un sello, lo pega, la mete en un buzón y me contesta: «Qué más»? Considera normal que los muertos se levanten por la noche para escribir su correspondencia. De hecho, los muertos no están muertos y hacen cola en la oficina, por eso siempre hay que esperar. Tragó y lo soltó todo de golpe:

– ¡He estado a punto de ser asesinada!

– ¿Asesinada? ¿Usted? ¿Joséphine? ¡Eso es imposible!

¿Y por qué no? ¿No sería un bonito cadáver, quizás? ¿No tengo el perfil adecuado?

– El viernes por la noche, volviendo de la cita a la que no se presentó, me apuñalaron en el corazón. ¡Aquí!

Se golpeó el pecho para acentuar el sentido trágico de la frase y se sintió ridícula. Su papel, como víctima de un suceso, no resultaba creíble. El cree que me hago la interesante para rivalizar con su hermano.

– ¡Pero su historia no se sostiene! Si la hubieran apuñalado, estaría muerta…