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– ¿Crees que tendríamos que prevenir a Iris?-dijo Joséphine-. Toda esta historia es bastante violenta…

– No te escuchará. Ella no escucha nunca. Persigue un sueño…

Hacía ocho días que se purificaba.

Ocho días que vivía recluida en el piso. Levantándose a la siete y media, cada mañana, para estar limpia cuando él viniese a dejarle la comida.

Llamaba a las ocho en punto y preguntaba: «¿Está usted levantada?», y si ella no respondía con voz alta y clara, la castigaba. Había pasado todo un día atada a su silla, por no haber oído el despertador una mañana. Había conservado su provisión de Stilnox escondida bajo el colchón y tragaba comprimidos para olvidar que ya no podía beber. Había perdido la noción del tiempo. Sabía que hacía ocho días porque él se lo recordaba. El décimo día, se casarían. Él se lo había prometido. Sería un compromiso. Un compromiso solemne.

– ¿Y habrá un testigo? -había preguntado ella, los ojos bajos, las manos atadas a la espalda.

– Tendremos un testigo para los dos. Que tomará nota de nuestro compromiso antes de que se haga oficial ante los hombres…

Eso le iba bien. Esperaría. El tiempo necesario para que él tuviese todos los papeles para divorciarse. Él no hablaba nunca de divorcio sino siempre de matrimonio. Ella no hacía preguntas.

Ahora tenían una rutina. Ella ya no desobedecía y él parecía satisfecho. A veces la desataba y peinaba sus largos cabellos diciéndole palabras de amor: «Mi hermosura, mi perfección, eres sólo mía… No dejarás que se te acerque ningún hombre, ¿me lo prometes? Ese hombre con el que te vi una vez en el restaurante»… ¿Cómo lo había sabido? Estaba de vacaciones. ¿Había vuelto por un día? ¿La había seguido? Así que él la amaba, ¡la amaba! A ese hombre, ya no le dejarás acercarse, ¿verdad? Había aprendido a hablarle. No hacía nunca preguntas, no tomaba la palabra más que cuando él la autorizaba. Se preguntaba cómo lo harían cuando su mujer y sus hijos volviesen.

Por la mañana, él la despertaba. Depositaba él mismo el jamón blanco y el arroz sobre la mesa de la cocina. Ella debía estar limpia, vestida de blanco. Él pasaba un dedo por sus párpados, por su cuello, entre sus piernas. No quería olor entre sus piernas. Ella se dejaba la piel con jabón de Marsella. Ésa era la prueba más terrible: no debía traicionarse y apretaba los dientes para retener un largo gemido de placer. Pasaba un dedo sobre la pantalla de la televisión para ver si no había «polvo estático», otro por el alicatado, el parqué, por el manto de la chimenea. Parecía satisfecho cuando todo estaba limpio. Entonces él se volvía hacia ella y le rozaba la mejilla, una caricia muy suave que la hacía llorar. «¿Ves?», decía entonces, y era uno de los raros momentos en los que la tuteaba, «¿ves?, eso es el amor, cuando se da todo, cuando uno se entrega completamente, ciegamente, tú no lo sabías, no podías saberlo, vivías en un mundo tan falso… Cuando todos hayan vuelto, te alquilaré un apartamento y te instalaré allí. Estarás purificada y quizás podremos, si tu conducta es ejemplar, suavizar un poco las reglas. Me esperarás, deberás esperarme y yo me ocuparé de ti. Te lavaré el pelo, te bañaré, te daré de comer, te cortaré las uñas, te curaré cuando estés enferma y tú permanecerás pura, pura, sin que ninguna mirada de hombre te ensucie… Te daré libros para leer, libros que yo elegiré. Te volverás culta. Conocedora de cosas hermosas. Por la noche, te tumbarás con las piernas abiertas en la cama y yo me tumbaré sobre ti. Tú no deberás moverte, sólo soltar un pequeño gemido para mostrarme que sientes placer. Yo haré lo que quiera de ti y tú no protestarás nunca».

– No protestaré nunca -repetía ella levantando la voz.

Cuando encontraba un tenedor sucio sobre la mesa o granos de arroz, se enfurecía, la tiraba del pelo y gritaba: «¿Esto qué es, esto qué es? Está sucio, está usted sucia», y la golpeaba y ella se dejaba golpear. Le gustaba la angustia que precedía a los golpes, la tortura de la espera, ¿lo he hecho todo bien, voy a ser castigada o recompensada? La espera y la ansiedad llenaban su vida, cada minuto era importante, cada segundo de espera la llenaba de una felicidad desconocida, increíble. Esperaba el momento en el que le adivinaría feliz y satisfecho o, por el contrario, furioso y violento. Su corazón latía, latía, su cabeza daba vueltas. No sabía nunca. Ella se dejaba golpear, se echaba a sus pies y prometía no volver a hacerlo. Entonces él la ataba sobre la silla. Todo el día. Volvía a mediodía para hacerla comer. Ella abría la boca cuando él lo ordenaba. Masticaba cuando él lo ordenaba, tragaba cuando él lo ordenaba. A veces, parecía tan feliz que bailaban un vals en el piso. En silencio. Sin hacer ningún ruido, y era aún más hermoso. Ella apoyaba su cabeza contra él y él la acariciaba. Le daba incluso pequeños besos en el pelo y ella desfallecía.

Un día en el que ella había desobedecido, un día en que él la había atado, sonó el teléfono. No podía ser él. Él sabía que estaba atada. Había descubierto, asombrada, que no le importaba saber quién llamaba. Ya no pertenecía a este mundo. Ya no tenía ganas de hablar con los demás. No comprenderían lo feliz que era.

Por la noche, en su casa, él ponía una ópera. Abría de par en par la ventana del salón y subía mucho el volumen. Ella escuchaba sin decir nada, arrodillada cerca de la silla. A veces, él bajaba el volumen para hablar por teléfono. O con el dictáfono. Se le oía en todo el patio. No importa, decía él, están todos de vacaciones.

Y después, apagaba la luz. Apagaba la música. Se iba a acostar.

O subía silenciosamente para verificar si ella dormía bien. Ella debía acostarse con el sol. No tenía derecho a la luz. ¿Que haría usted errando en un piso oscuro?

Ella debía estar acostada, la melena extendida sobre la almohada. Las piernas cerradas, las manos en el borde de las sábanas, y debía dormir. Él se inclinaba sobre ella, verificaba que estaba durmiendo, pasaba la mano por encima de su cuerpo y ella se sentía invadida por un placer inmenso, una ola inmensa de placer, que la dejaba mojada en su cama. Ella no se movía, sólo sentía cómo el placer la inundaba. Ella no sabía, cuando él entraba en la habitación, si iba a pegarle, a despertarla, porque había dejado un papel tirado en la entrada, o si iba a decirle palabras dulces, inclinado sobre ella, susurrando. Ella tenía miedo y era tan delicioso ese miedo, que se transformaba en ola de placer.

Al día siguiente, ella se lavaba aún con más cuidado que de costumbre para que él no sintiese olor corporal, pero con sólo pensar en la víspera, volvía a mojarse. Qué extraño es, nunca había sido tan feliz y ya no tengo nada mío. Ya no tengo voluntad. Se lo he dado todo.

Sin embargo, le desobedecía: escribía su felicidad en hojas en blanco que escondía detrás de la plancha de la chimenea. Lo contaba todo. Con detalle. Y eso le hacía revivir todo el placer y todo el miedo. Quiero escribir este amor tan hermoso, tan puro para poder leerlo y releerlo y llorar lágrimas de alegría.

He recorrido más camino en ocho días que en cuarenta y siete años de vida.

Se había convertido exactamente en la que él quería que fuera.

¡Por fin feliz!, murmuraba antes de dormirse. ¡Por fin feliz!

Ya no tenía ganas de beber y mañana, dejaría los comprimidos para dormir. No echaba de menos a su hijo. Él pertenecía a otro mundo, el mundo que ella había dejado.

Y después llegó la noche en la que él vino a buscarla para esposarla.

Ella le esperaba, descalza, con su vestido marfil y el cabello suelto. Él le había pedido que esperara en la entrada, como una hermosa novia que se prepara para avanzar por la nave de la iglesia. Ella estaba lista.

* * *

Esa noche, Roland Beaufrettot estaba furioso. Roía la boquilla de la pipa, escupiendo un jugo amarillo y echando pestes contra esta sociedad de mierda, que ya no sabe contener su mierda, y deja que cada uno se ocupe de la mierda que le toca.