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– Me salvó un zapato. El zapato de Antoine…

Le explicó con calma lo que había pasado. Él la escuchó mientras seguía el vuelo de unas palomas.

– ¿Se lo ha contado a la policía?

– No. No quería que Zoé se enterase.

La miró, dubitativo.

– ¡Pero bueno, Joséphine! Si la han atacado ¡debe ir a poner una denuncia!

– ¡¿Cómo que «si»?! ¡Me han atacado!

– Imagínese que ese hombre ataque a otro. ¡La responsable sería usted! Tendría una muerte sobre su conciencia.

No sólo no la estrechaba entre sus brazos para consolarla, no sólo no le decía aquí estoy, voy a protegerla, sino que encima le hacía sentirse culpable y pensaba en la próxima víctima. Ella se le quedó mirando, desarmada. Pero ¿qué había que hacer para conmover a este hombre?

– ¿No me cree?

– Claro que sí… La creo. Simplemente le aconsejo que presente una denuncia contra un agresor desconocido.

– ¡Parece usted muy bien informado!

– Mi hermano me tiene acostumbrado a las comisarías. Me conozco casi todas las de París.

Le miró fijamente, estupefacta. Había vuelto a su propia historia. Se había desviado un poco para escucharla y después había dado la vuelta hacia su propia desgracia. ¿Este es mi enamorado, mi hombre magnífico? ¿El hombre que escribe un libro sobre las lágrimas, que cita a Jules Michelet: «Lágrimas preciosas han fluido en límpidas leyendas, en maravillosos poemas y, amontonándose en el cielo, han cristalizado en gigantescas catedrales que se alzan hacia el Señor»? Un corazón seco, más bien. Una pasa de Corinto. Él le rodeó los hombros, la atrajo hacia sí y, con voz dulce y cansada, murmuró:

– Joséphine, no puedo ocuparme de los problemas de todo el mundo. No perdamos el buen humor, ¿quiere? Con usted estoy bien. Es mi único espacio de alegría, de risa, de ternura. No lo destrocemos, por favor…

Joséphine hizo un gesto de resignado asentimiento.

Prosiguieron su paseo alrededor del lago, cruzándose con otros deportistas, otros perros nadadores, niños en bicicleta, padres que los seguían, con la espalda doblada para mantenerlos sobre la silla, un gigante negro de torso majestuoso y cubierto de sudor que corría medio desnudo. Joséphine pensó preguntarle: «¿Y de qué quería hablarme la otra tarde cuando nos citamos en la cafetería? Parecía importante», pero renunció.

La mano de Luca, sobre su hombro, la acariciaba, y a ella le dio la impresión de que tenía ganas de escaparse.

Ese día, un trocito de su corazón se despegó de Luca.

* * *

Esa noche, Joséphine fue a refugiarse al balcón.

Cuando empezó a buscar un nuevo piso, lo primero que le preguntaba al agente inmobiliario era, antes de conocer el precio, la luz, la planta, el barrio, la estación de metro, el estado del techo y las goteras, siempre era: «¿Hay balcón? Un balcón de verdad donde pueda sentarme, estirar las piernas y mirar las estrellas».

Su nuevo piso tenía balcón. Un balcón grande y hermoso, con una balaustrada negra, abombada, señorial, que dibujaba motivos de hierro forjado encadenados, como letras de maestra de escuela en la pizarra.

Joséphine quería un balcón para hablar con las estrellas.

Hablar con su padre, Lucien Plissonnier, muerto un 13 de julio cuando ella tenía diez años, cuando estallaban los petardos y la gente bailaba en la pista, cuando los fuegos artificiales iluminaban el cielo y hacían aullar a los perros. Su madre se había vuelto a casar con Marcel Grobz, que había demostrado ser un padrastro bueno, generoso, pero que no sabía muy bien dónde situarse entre su arisca mujer y las dos chiquillas. Así que no se situaba. Las quería de lejos, como un turista con el billete de vuelta en el bolsillo.

Era una costumbre que había adoptado cuando sentía alguna pena en el alma. Esperaba a que se hiciese de noche, se envolvía en un edredón, se instalaba en el balcón y hablaba con las estrellas.

Todo lo que no se habían dicho cuando estaba vivo, se lo decían ahora por medio de la Vía Láctea. Por supuesto, reconocía Joséphine, no es algo racional, por supuesto podrán decir que estoy loca, encerrarme, colocarme unas pinzas en la cabeza y darme descargas eléctricas, pero me da igual. Sé que está ahí, que me escucha y, de hecho, me manda señales. Nos ponemos de acuerdo en una estrella, la más pequeña al final de la Osa Mayor, y él la hace brillar con más intensidad. O la apaga. No funciona siempre, sería demasiado fácil. A veces no me responde. Pero, cuando siento que naufrago, me lanza un flotador. También a veces hace que parpadee una bombilla del cuarto de baño, la luz de una bicicleta en la calle o una farola. Le gustan las luces.

Siempre seguía el mismo ritual. Se sentaba en una esquina del balcón, doblaba las piernas, apoyaba los codos sobre las rodillas y levantaba la cabeza hacia el cielo. Primero localizaba la Osa Mayor, después la pequeña estrella al final y empezaba a hablar. Cada vez que pronunciaba esa palabrita, «papá», los ojos le escocían, y cuando decía: «¡Papá! Papaíto querido» se ponía a llorar sin remedio.

Esa noche se instaló en el balcón, escrutó el cielo, localizó la Osa Mayor y le envió un beso, susurró papá, papá…, me siento triste, tan triste que no puedo respirar. Primero la agresión del parque, más tarde la postal de Antoine y después, hace un rato, la reacción de Luca, su frialdad, su educada indiferencia. ¿Qué hacer cuando los sentimientos te desbordan? Si lo expresas mal, lo hacemos todo al revés. Cuando uno tiene flores que ofrecer, no las entrega cabeza abajo y mostrando los tallos, si no el otro sólo ve espinas y se pincha. Es lo que yo hago con los sentimientos, los ofrezco invertidos.

Miró fijamente la estrellita. Le pareció que se iluminaba, se apagaba y se encendía una vez más como diciendo, vamos, cariño, te escucho, habla.

Papá, mi vida se ha convertido en un remolino. Y me ahogo.

¿Recuerdas que cuando era pequeña estuve a punto de ahogarme, que tú me mirabas desde la orilla sin poder hacer nada, porque el mar estaba enfurecido y no sabías nadar…? ¿Recuerdas?

El mar estaba en calma cuando nos fuimos, mamá, Iris y yo. Mamá nadaba delante con su potente crawl, Iris la seguía y yo, más retrasada, intentaba no quedarme atrás. Debía de tener unos siete años. Y luego, de pronto, se levantó el viento, el oleaje creció, la corriente nos arrastraba, estábamos a la deriva y tú no eras más que un puntito sobre la playa que agitaba los brazos con inquietud. Íbamos a morir. Entonces mamá eligió salvar a Iris. No podía salvarnos a las dos, quizás, pero eligió a Iris. La agarró bajo el brazo y la remolcó hasta la playa, dejándome sola, tragando litros de agua salada, golpeándome contra las olas, rebotando como un pelele. Cuando comprendí que me había abandonado, intenté nadar hasta ella, sujetarla, y se volvió gritando déjame, déjame y me rechazó. Me empujó con el hombro. No sé cómo hice para volver, para llegar hasta la orilla, no lo sé, tuve la impresión de que una mano me agarraba, me cogía del pelo y me arrastraba a tierra firme.

Sé que estuve a punto de ahogarme.

Hoy es lo mismo. Las corrientes son demasiado fuertes, me llevan demasiado lejos. Demasiado lejos, demasiado deprisa. Demasiado sola. Estoy triste, papá. Triste por sufrir la cólera de Iris, la violencia de un desconocido, el improbable regreso de mi marido, la indiferencia de Luca. Es demasiado. No soy lo suficientemente fuerte.

La estrellita se había apagado.

¿Quieres decir que me quejo por nada, que no importa? Eso no es justo, y lo sabes.

Y entonces, como si su padre reconociese la verdad de la acusación y recordara el antiguo crimen olvidado, la estrellita volvió a brillar.

¡ Ah!, lo recuerdas. No lo has olvidado. Sobreviví una vez, ¿sobreviviré ésta?

Así es la vida.

Tiene buen aguante, la vida. Nunca te concede un largo periodo de descanso, enseguida te pone a trabajar.

No estamos en la tierra para mirar a las musarañas.