Pero yo no paro. Forcejeo como una loca. Todo carga sobre mis hombros.
¿La vida también me ha dado mucho? Tienes razón.
¿La vida me seguirá dando? Sabes bien que no me importa el dinero, que no me importa el éxito, que preferiría un romance, un hombre a quien venerase, a quien amase, lo sabes. Sola no puedo hacer nada.
Llegará, está allí, no muy lejos.
¿Cuándo? ¿Cuándo? Papá, ¡dímelo!
La estrellita ya no respondía.
Joséphine hundió la cabeza entre las rodillas. Escuchó el viento, escuchó la noche. La envolvió un silencio monacal y se refugió en él. Imaginó el largo pasillo de un convento, losas desiguales, pilares redondos de piedra blanca, un jardín cercado como una mancha verde, una bóveda de crucería a la que sigue otra, y otra. Escuchaba un leve sonido de campanas a lo lejos, emitiendo notas claras a intervalos regulares. Desgranó un rosario entre sus manos, cánticos de agradecimiento y oraciones que no conocía. Las completas, las vísperas y los maitines, una liturgia que se inventaba y que reemplazaba al breviario. Soltó el miedo, las preguntas y dejó de pensar. Se abandonó al viento, escuchó la canción que le susurraba el murmullo de las ramas, compuso algunas notas, canturreó en sordina.
Un pensamiento atravesó su mente: si a Luca no le pareció importante, será porque, quizás, a mí tampoco me lo parezca.
Si Luca no me presta más atención, es porque yo misma no me presto atención.
Luca me trata como yo me trato a mí misma.
No ha advertido el peligro en mis palabras, ni el miedo en mi voz, no ha sentido las puñaladas porque yo no las he sentido.
Sé que pasó de verdad, pero no siento nada. Me apuñalan pero no corro a poner una denuncia, a reclamar protección, venganza o ayuda. Me apuñalan y no digo nada.
Me tiene sin cuidado.
Es un hecho, las palabras están ahí, las articulo en voz alta, pero les falta el color de la emoción. Mis palabras son mudas.
El no las oye. No puede oírlas. Son palabras de una muerta, desaparecida desde hace mucho tiempo.
Soy esa muerta que decolora las palabras. Que decolora su propia vida.
Desde el día en que mi madre escogió salvar a Iris.
Ese día me borró de su vida, me borró de la vida. Era como si me dijese, no vale la pena que existas, así que no existes.
Y yo, una niña de siete años, aterida en el agua helada, me quedo atónita. Paralizada de estupor por ese gesto, el codo que se levanta y me empuja hacia la ola.
Ese día fallecí. Me convertí en una muerta que lleva la máscara de una viva. Actúo sin establecer nunca un vínculo entre lo que hago y yo. Ya no soy real. Me vuelvo virtual.
Todo resbala.
Cuando consigo salir del agua, cuando papá me coge entre sus brazos y trata a mi madre de criminal, me digo que ella no podía hacer otra cosa, no podía salvarnos a las dos, eligió a Iris. No me rebelo. Lo considero normal.
Todo me resbala. No reivindico nada. No me apropio de nada.
Consigo un doctorado en letras, pues bueno…
Me contratan en el CNRS, tres elegidos de ciento veintitrés candidatos, pues vale…
Me caso, me convierto en una mujer aplicada, dulce, sobre la que se evapora el amor distraído de mi marido.
¿Me engaña? Normal, él está mal. Mylène le calma, le reconforta.
No tengo ningún derecho, nada me pertenece porque no existo.
Pero continúo haciendo como si estuviera viva. Un, dos, un, dos. Escribo artículos, doy conferencias, publico, preparo una tesis, pronto acabaré siendo directora de investigación, entonces habré llegado a la cima de mi carrera. Pues vale…
Todo eso no resuena dentro de mí, no me aporta ninguna alegría.
Me convierto en madre. Doy a luz a una hija, luego a otra.
Entonces me animo. Reconozco a la niña que hay dentro de mí. La niñita aterida sobre la playa. La tomo en mis brazos, la acuno, le beso las yemas de los dedos, le cuento cuentos para dormirla, le caliento su miel, le doy todo mi tiempo, todo mi amor, todos mis ahorros. La amo. Nada es lo bastante bueno para la niñita muerta con siete años, a la que reanimo con mis cuidados, con vendajes, con besos.
Mi hermana me pide que escriba un libro que firmará ella. Acepto.
El libro se convierte en un éxito inmenso. Pues bueno…
Sufro por haber sido desposeída, pero no protesto.
Cuando mi hija Hortense se presenta en la televisión a contar la verdad, cuando dirige el foco hacia mí, desaparezco, no quiero que me vean, no quiero que me conozcan. No hay nada que ver, nada que conocer: estoy muerta.
Nada puede afectarme porque ese día, en el mar furioso de las Landas, dejé de existir.
Desde ese día, las cosas me ocurren, pero no quedan impresas en mí.
Estoy muerta. Soy una figurante en mi propia vida.
Levantó la cabeza hacia las estrellas. Le pareció que la Vía Láctea se había iluminado, brillaba con miles de luces nacaradas.
Se propuso ir a comprar camelias blancas. Le gustaban mucho las camelias blancas.
– ¿Shirley?
– ¡Joséphine!
En boca de Shirley, su nombre sonaba como el toque de un clarín. Se apoyaba en la primera sílaba, se elevaba en el aire y dibujaba arabescos de sonidos: ¡Joooséphiiine! Entonces había que sintonizar por miedo a sufrir un interrogatorio en regla: «¿Qué te pasa? ¿No estás bien? ¿Estás desanimada? ¡Tú me estás ocultando algo…!».
– ¡Shiiiirley! ¡Te echo de menos! Vuelve a vivir a París, te lo suplico. Ahora tengo una casa grande, puedo acogerte, a ti y a lo que venga contigo.
– No me acompaña ningún paje enamorado en este momento. He cerrado mi cinturón de castidad. ¡La abstinencia es mi voluptuosidad!
– Entonces ven…
– No es imposible, en efecto, que desembarque uno de estos días y me dé una vueltecita por el país de las ranas arrogantes.
– Una vuelta no, una ocupación, ¡una auténtica guerra de los Cien Años!
Shirley se echó a reír. ¡La risa de Shirley! Empapelaba las paredes, colgaba las cortinas, los cuadros, llenaba toda la habitación.
– ¿Cuándo vienes? -preguntó Joséphine.
– En Navidad… Con Hortense y Gary.
– Pero ¿te quedarás unos días? La vida no es igual sin ti.
– Pero bueno, eso es una declaración de amor.
– Las declaraciones de amor y de amistad se parecen.
– Y bien…, ¿qué tal te va en tu nueva casa?
– Tengo la impresión de ser una invitada. Me siento en el borde del sofá, llamo antes de entrar en el salón y me quedo en la cocina, es el espacio donde estoy más a gusto.
– ¡No me sorprende nada en absoluto!
– He elegido este piso para complacer a Hortense y ella se ha ido a vivir a Londres…
Lanzó un gran suspiro que significaba: con Hortense siempre pasa igual. Uno deposita su ofrenda ante una puerta cerrada.
– A Zoé le pasa lo mismo que a mí. Nos sentimos extranjeras aquí. Es como si hubiéramos cambiado de país. La gente es fría, distante, pretenciosa. Llevan trajes cruzados y tienen nombres compuestos. Sólo la portera parece estar viva. Se llama Iphigénie, se cambia el color del pelo todos los meses, pasa del rojo chillón al azul glacial, nunca la reconozco, pero cuando me entrega el correo, su sonrisa es auténtica.
– ¡Iphigénie! ¡Ésa va a terminar mal! Inmolada por su padre o su marido…
– Vive en la portería con sus dos hijos, un niño de cinco años y una niña de siete. Saca la basura todas las mañanas a las seis y media.
– Déjame adivinar: vais a haceros amigas… Te conozco.
No es imposible, se dijo Joséphine. Canta mientras limpia la escalera, baila con el tubo de la aspiradora, explota globos gigantes de chicle que le cubren la cara. La única vez que Joséphine había llamado a la portería, Iphigénie le había abierto disfrazada de vaquero.
– Intenté hablar contigo el sábado y el domingo, pero no contestó nadie.
– Me fui al campo, a Sussex, a casa de unos amigos. De todas formas iba a llamarte. ¿Cómo te va la vida?