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Joséphine murmuró podría ir mejor… y después le contó todo detalladamente. Shirley soltó varios «oh!, shit!, ¡Joooséphiiine!» para indicar su estupor, su horror, pidió detalles, reflexionó y después decidió afrontar los problemas uno por uno.

– Empecemos por el misterioso asesino. Luca tiene razón, debes ir a contárselo a la poli. ¡Es cierto que puede volver a atacar! Imagínate que mata a una mujer bajo tu ventana…

Joséphine asintió.

– Intenta recordarlo todo cuando pongas la denuncia. A veces un simple detalle les pone sobre la pista.

– Tenía suelas nuevas.

– ¿Las suelas de los zapatos? ¿Las viste?

– Sí. Suelas nuevas y limpias, como si los zapatos acabaran de salir de la caja. Zapatos buenos, estilo Weston o Church.

– Ah… -dijo Shirley-. No es un matón de barrio, si se pasea con unos Church. Y eso tampoco es bueno para la investigación.

– ¿Por qué?

– Porque unas suelas nuevas no dicen nada. Ni del peso ni de la talla de la persona. Ni de sus últimos trayectos. En cambio, una buena suela usada ofrece una información valiosa. ¿Tienes alguna idea de su edad?

– No. Era fuerte, eso seguro. ¡Ah, sí! Tenía una voz nasal cuando soltaba las obscenidades. Una voz que salía de la nariz. Lo recuerdo muy bien. Hablaba así…

Se tapó la nariz y repitió lo que había dicho el hombre.

– Y además olía bien. Quiero decir que no olía a sudor ni a pies.

– Lo que indica que ataca a sangre fría, sin perder la calma. Planificó su acción, la pensó. La escenificó. Debe de albergar un sentimiento de revancha, de venganza. Repara un mal que le han hecho. Aprendí eso en el servicio de información. ¿Dices que no hubo descarga de humor acuoso?

El término, si bien extrañó a Joséphine, no le sorprendió. El pasado de Shirley, su conocimiento de un universo de violencia, volvía con esas simples palabras «descarga de humor acuoso». Shirley, para guardar el secreto de su nacimiento, estuvo contratada durante un tiempo en los servicios secretos de Su Graciosa Majestad. Había recibido formación como guardaespaldas, había aprendido a luchar, a defenderse, a leer en los rostros las intenciones más ocultas, las pulsiones más remotas. Se había codeado con hombres dispuestos a todo, desveló complots, aprendió a penetrar en la mente de los criminales. Joséphine admiraba su sangre fría. Todos podemos convertirnos en criminales, lo raro no es que suceda, sino que no suceda más a menudo, solía responder cuando Joséphine la interrogaba.

– Así que no ha podido ser Antoine -concluyó Jo.

– ¿Pensaste en él?

– Después… después de haber recibido la postal. Dormía poco… y me dije que quizás podría haber sido él… Me avergüenzo, pero sí…

– Antoine sudaba muchísimo, si no me falla la memoria, ¿verdad?

– Sí. Chorreaba de miedo ante cualquier dificultad. Parecía que le habían mojado con una manguera.

– Así que no ha sido él. A menos que haya cambiado… Pero pensaste en él, de todos modos.

– ¡Ay! Me avergüenzo…

– Te entiendo, su reaparición, en efecto, resulta extraña. O bien escribió esa carta y pidió que la enviaran después de su muerte, o bien está vivo y ronda cerca de tu casa. Conociendo a tu marido y su sentido de la puesta en escena, podemos pensar cualquier cosa. Se montaba tantas historias… ¡Quería ser tan grande, tan importante! Quizás quiso prolongar su muerte, como esos comicuchos que tardan horas en morir sobre el escenario, alargando su perorata para quitarle el protagonismo a los demás.

– Eres mala, Shirley.

– Para las personas como él morirse es humillante, en un instante la palmas, te olvidan, te meten en un agujero y ya no eres nadie.

Estaba lanzada y Joséphine no podía pararla.

– Al enviarte esa postal, Antoine se regala un retazo de vida suplementario, os impide olvidarle y consigue que se hable de él.

– Eso seguro, me causó una impresión tremenda… pero resulta cruel para Zoé. Ella se lo cree a pies juntillas.

– ¡A él eso le importa un bledo! Es demasiado egoísta. Nunca he sentido demasiada estima por tu marido.

– ¡Déjalo! ¡Está muerto!

– Eso espero. ¡Sólo faltaría que se plantase delante de vuestra puerta!

Joséphine oyó el sonido de un hervidor que silbaba. Shirley debió de cerrar el gas porque el pitido se desvaneció con un suspiro agudo. Tea time. Joséphine se imaginó a Shirley, en su cocina, aguantando el teléfono con el hombro, vertiendo el agua a punto de hervir sobre las aromáticas hojas. Poseía un surtido de tés guardados en unas latas metálicas de colores que, cuando levantabas la tapa, te embriagaban con su aroma. Té verde, té rojo, té negro, té blanco, Príncipe Igor, Zar Alejandro, Marco Polo. Tres minutos y medio de infusión y después Shirley retiraba las hojas de la tetera. Controlaba escrupulosamente el tiempo de reposo.

– En cuanto a la indiferencia de Luca, ¿qué quieres que te diga? -prosiguió Shirley pasando de un tema al otro sin dejarse distraer-. Es así desde el principio y tú le apoyas con esa distancia afectuosa. Lo has colocado en un pedestal, le ofreces incienso y mirra y te postras a sus pies. Siempre has hecho eso con los hombres, pides perdón por respirar, les agradeces que bajen la mirada hacia ti.

– Creo que no me gusta que me quieran…

– ¿… y sin embargo? Vamos, Jo, vamos…

– … y sin embargo tengo la impresión de ser una boca abierta de par en par, permanentemente, hambrienta de amor.

– ¡Tendrías que curarte de eso!

– Precisamente… He decidido curarme.

Joséphine contó lo que acababa de comprender mirando a las estrellas y hablando con la Osa Mayor.

– ¡Así que sigues hablando con las estrellas!

– Sí.

– Bueno, es igual que una terapia y es gratis.

– Estoy segura de que, desde allí arriba, él me escucha y me responde.

– Si lo crees… Yo no necesito elevarme hasta las estrellas para decirte que tu madre es una criminal y tú una pobre tonta que se deja pisotear desde que nació.

– Lo sé, acabo de entenderlo. Con cuarenta y tres años… Voy a ir a la comisaría. Tienes razón. Me sienta tan bien hablar contigo, Shirley… Todo está más claro cuando te lo cuento.

– Siempre es más sencillo ver las cosas desde fuera, cuando no nos conciernen. Y la escritura ¿avanza?

– No mucho. No hago más que darle vueltas. Busco un tema para una novela y no lo encuentro. Empiezo mil historias por la mañana y todas se desvanecen por la noche. Tuve la idea para Una reina tan humilde hablando contigo, ¿recuerdas? Estábamos en mi cocina en Courbevoie. Tendrías que volver a echarme una mano…

– Confía en ti misma.

– No es mi fuerte, la confianza en mí misma.

– No tienes prisa.

– No me gusta pasar los días sin hacer nada.

– Vete al cine, pasea, observa a la gente en las terrazas de los cafés. Deja vagar la imaginación y, un día, sin saber por qué, tendrás la idea para una historia.

– La historia de un hombre que apuñala a mujeres solas en los parques, por la noche, ¡y de un marido a quien se creía muerto y que envía postales!

– ¿Por qué no?

– ¡No! Tengo ganas de olvidar todo eso. Voy a volver a prepararme el HDI.

– ¿El qué?

– HDI, Habilitación para Dirigir Investigaciones.

– Y ¿en qué consiste esa… cosa?

– Es un conjunto de publicaciones que incluye una tesis, y todos los trabajos realizados en forma de artículos y conferencias, que presentas ante un jurado. Eso supone un buen montón de papeles. ¡El mío ya pesa casi diecisiete kilos!

– ¿Y eso para qué sirve?

– Sirve para ingresar en la escuela doctoral de una universidad. Tener una cátedra…

– ¡Y ganar un montón de pasta!

– ¡No! A los universitarios no les atrae el dinero. Lo desprecian. Supone la culminación de una carrera. Te conviertes en una eminencia, te hablan con respeto, vienen a consultarte del mundo entero. Todo lo que necesito para rehacer mi imagen.