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– Joséphine, ¡eres asombrosa!

– ¡Espera, todavía no he llegado a eso! Tengo por delante dos o tres años de trabajo duro antes de poder presentarme al examen.

Y eso es harina de otro costal. Se trata de defender el trabajo propio delante de un jurado, formado en su mayoría por hombres gruñones y machistas. Examinan el informe detalladamente y, al primer error, te rechazan. Ese día es recomendable presentarse con una falda arrugada, sandalias, las piernas cubiertas de vello y un par de matas de pelo en las axilas.

Como si hubiese leído el curso secreto de sus pensamientos, Shirley exclamó:

– Jo, ¡tú eres masoca!

– Lo sé, también he decidido trabajar eso y aprender a defenderme. ¡He llegado a un montón de buenas resoluciones hablando con las estrellas!

– ¡La Vía Láctea te ha sorbido el cerebro! ¿Y dónde metes tu vida amorosa entre todo ese tumulto de materia gris?

Joséphine enrojeció.

– Después de compulsar el último de mis incunables y de acostar a Zoé.

– ¡O sea que es delgada como el papel de fumar, tal como me imaginaba!

– ¡No todo el mundo puede echar una cana al aire con un hombre vestido de negro!

– ¡Ahí me has dado!

– ¿Qué ha pasado con el hombre de negro?

– No consigo olvidarle. Es terrible. He decidido no volver a verle, mi corazón no puede más, mi cabeza lo rechaza, pero todos los poros de mi piel gritan de abstinencia. Jo, ¿sabes qué? El amor nace en el corazón pero vive bajo la piel. Y él está pegado bajo mi piel. Emboscado ahí dentro. ¡Ay, Jo! Si supieras cómo le echo de menos…

A veces, recordó Shirley, me pellizcaba el interior del muslo, lo cual me producía un morado, me gustaba ese dolor, me gustaba ese color y lo conservaba como un rastro suyo, una prueba de esos instantes en los que hubiese aceptado morir, porque sabía que lo que venía después no podría ser otra cosa que algo plano, nada de nada, respiración artificial. Pensaba en él mirando el cardenal, lo acariciaba, lo adoraba, no debería contarte esto, Jo…

– ¿Y qué haces para dejar de pensar? -preguntó Joséphine.

– Aprieto los dientes… Y he fundado una asociación para luchar contra la obesidad. Voy a los colegios y enseño a nutrirse a los niños. Estamos creando una sociedad de obesos.

– Ninguna de mis dos hijas tiene ese problema.

– A la fuerza… Les preparas unas comiditas buenísimas y equilibradas desde que son bebés. A propósito, tu hija y mi hijo no se separan ni un momento.

– ¿Hortense y Gary? ¿Quieres decir que están enamorados?

– No lo sé, pero se ven mucho.

– Ya les interrogaremos cuando vengan a París.

– También he visto a Philippe. El otro día, en la Tate. Estaba parado delante de un cuadro rojo y negro de Rothko.

– ¿Solo? -preguntó Joséphine, extrañada al sentir cómo se le aceleraba el corazón.

– Esto… No. Estaba con una rubia. Me la presentó como una experta en pintura que le ayuda a comprar obras de arte. Está haciendo una colección. Tiene mucho tiempo libre desde que se alejó del mundo de los negocios…

– ¿Y qué aspecto tiene la experta?

– No está mal.

– Si no fueras mi amiga, podrías incluso decir que ella…

– No está nada mal. Deberías venir a Londres, Jo. Philippe es seductor, rico, guapo y alegre. De momento vive solo con su hijo, pero es una presa perfecta para las lobas hambrientas.

– No puedo, ya lo sabes.

– ¿Iris?

Joséphine se mordió los labios sin responder.

– ¿Sabes?, el hombre de negro… Cuando nos encontrábamos en el hotel, cuando me esperaba en la habitación del sexto piso, tumbado en la cama… Yo era incapaz de esperar al ascensor. Subía las escaleras de cuatro en cuatro, daba un empujón a la puerta, me lanzaba sobre él.

– En cambio yo realizo mis desplazamientos más bien tipo tortuga.

Shirley suspiró ruidosamente.

– Quizás deberías cambiar, Jo.

– ¿Transformarme en amazona? ¡Me caería del caballo al primer trote!

– Te caerías una vez y después montarías con silla.

– ¿Crees que nunca he estado enamorada, realmente enamorada?

– Creo que todavía tienes muchas cosas que descubrir y tanto mejor para ti. ¡La vida aún tiene que sorprenderte!

Joséphine pensó, si pusiera tanto empeño en aprender a vivir como el que pongo en trabajar sobre mi tesis, sería quizás más extrovertida.

Echó un vistazo a la cocina. Se diría un laboratorio de lo limpia y blanca que estaba. Voy a ir al mercado a comprar ristras de ajos y de cebollas, pimientos verdes y rojos, manzanas amarillas, cestas, utensilios de madera, trapos, servilletas, voy a colgar fotos y calendarios, a inundar las paredes de vida. Hablar con Shirley la relajaba, le daba ganas de colgar lámparas por doquier. Shirley era más que su mejor amiga. Era aquella a quien se lo podía decir todo, sin provocar consecuencias ni dependencias.

– Ven pronto -suspiró al aparato antes de colgar-. Te necesito.

* * *

Al día siguiente, Joséphine se presentó en la comisaría del barrio. Tras una larga espera en un pasillo que olía a detergente con aroma de cereza, la metieron en un despacho estrecho, sin ventana, alumbrado por un aplique en el techo amarillento, que daba aspecto de acuario a la habitación.

Expuso los hechos a la oficial de policía. Era una mujer joven, el pelo castaño peinado hacia atrás, los labios finos, la nariz aguileña. Llevaba una camisa azul pálido, un uniforme azul marino, un pequeño arete dorado en la oreja izquierda. En una placa sobre su mesa estaba escrito su apellido: Gallois. Le preguntó su nombre completo, dirección. La razón de su presencia en la comisaría. La escuchó sin mover un solo músculo de la cara. Se extrañó de que Joséphine hubiera tardado tanto en declarar la agresión. Se diría que todo aquello le parecía sospechoso. Le propuso a Joséphine que fuera al médico. Joséphine lo rechazó. Le pidió una descripción del individuo, si había notado algún detalle que pudiese ayudar en la investigación. Joséphine mencionó las suelas nuevas y limpias, la voz nasal, la ausencia de sudoración. La agente de policía levantó una ceja, sorprendida por ese detalle, y después continuó mecanografiando la denuncia. Le pidió que precisara si alguien tenía alguna razón para tener algo contra ella, si había habido robo o violación. Hablaba con una voz mecánica, sin ninguna emoción. Enunciaba los hechos.

Joséphine tenía ganas de llorar.

¿Qué mundo es éste, en el que la violencia se ha convertido en algo tan banal, que ya no levantamos la cabeza del teclado para conmovernos, para compartir?, se preguntó al reencontrarse con los ruidos de la calle y la luz del día.

Permaneció inmóvil observando los coches que formaban una caravana larga e impaciente. Un camión bloqueaba la calle. El conductor se tomaba su tiempo para descargar el contenido, transportaba las cajas una por una, sin prisa, contemplando la calle embotellada con expresión satisfecha. Una mujer con un carmín rojo chillón sacó la cabeza por la ventanilla de su coche y estalló: «¿Qué coño pasa? ¡Joder! ¿Va a durar mucho tiempo esto?». Escupió el cigarrillo y apretó la bocina con las palmas de las dos manos.

Joséphine sonrió con tristeza y se fue, tapándose los oídos para

no oír el concierto de protestas.

* * *

Hortense dio una patada a la pila de ropa tirada en el suelo del salón del piso que compartía con su compañera, una francesa anémica y pálida que apagaba los cigarrillos aplastándolos al azar, multiplicando los agujeros por todos lados sin el menor cuidado. Vaqueros, tanga, medias, camiseta, jersey de cuello alto, chaqueta. Se había desnudado allí mismo y lo había dejado todo tirado.