Se llamaba Agathe, iba a clase en la misma escuela que Hortense, pero no mostraba el mismo entusiasmo ni para estudiar ni para ordenar el piso. Se levantaba si oía el despertador, y si no, seguía en la cama y asistía a la clase siguiente. La vajilla se amontonaba en la pila de la pequeña cocina, la ropa sucia cubría lo que, antaño, había debido de parecerse a un sofá, la tele estaba encendida permanentemente y los cadáveres de botellas vacías llenaban la mesa baja de cristal entre revistas recortadas, cortezas de pizzas resecas y viejas colillas de porros ennegrecidos que desbordaban los ceniceros.
– ¡Agathe! -gritó Hortense.
Y como Agathe seguía hundida bajo las sábanas, en su habitación, Hortense empezó una violenta sarta de reproches contra la dejadez de su compañera de piso, puntuándola con patadas en la puerta de su habitación.
– ¡Esto no puede seguir así! ¡Eres asquerosa! ¡Puedes tener tu habitación hecha una mierda, pero las zonas comunes no! Acabo de pasarme una hora limpiando el cuarto de baño, hay pelos por todos lados, todo está atascado, los tubos de dentífrico abiertos, un Tampax usado en el lavabo, pero ¿dónde has aprendido educación? ¡No estás viviendo sola! Te lo advierto, me voy a buscar otro piso. ¡Ya no puedo más!
Lo peor, pensó Hortense, es que no puedo marcharme. La fianza de dos meses de alquiler está a nombre de las dos y, además, ¿adónde iría? Eso lo sabe muy bien esa asquerosa, que no sirve más que para pasar hambre con tal de poder entrar en los vaqueros, y mover el culo delante de viejos que babean viendo cómo baila su trasero.
Contempló el cristal de la mesa baja, asqueada, fue a buscar una bolsa de basura y metió en ella todo lo que había encima y debajo de la mesa. Se tapó la nariz, cerró la bolsa y la dejó en el descansillo para bajarla después. Quizás la haga reaccionar tener que recuperar sus vaqueros de la basura. Ni siquiera eso era seguro, gruñó, se comprará otros con el dinero de uno de esos viejos babosos con cara de mañosos, que fuman puros en el salón, mientras la anémica se pega las pestañas postizas en el cuarto de baño. Pero ¿de dónde los saca? Con sólo verles enfundarse sus abrigos de piel de camello y cuello levantado, te dan ganas de echar a correr y refugiarte en una madriguera. Qué angustia me dan todos esos tíos que desfilan por aquí por las noches. Esta va a terminar en un burdel de El Cairo, si continúa así.
– ¿Me oyes, zorra?
Aguzó el oído. Agathe seguía sin rechistar.
Se puso los guantes de goma, cogió una esponja, el Domestos, un producto que presumía de matar todos los gérmenes y borrar todas las manchas, y se puso a desinfectar el piso. Gary pasaría a buscarla dentro de una hora, ni hablar de obligarle a poner un pie en esta pocilga.
Los pelos largos, enredados en la moqueta, retenían trozos de patatas fritas, bolis Bic, pinzas para el pelo, kleenex usados, Smarties… El aspirador soltó un hipo, pero se tragó un peine sin asfixiarse. Hortense hizo una mueca de satisfacción: al menos había algo que funcionaba. Cuando tenga dinero, alquilaré un piso para mí sola, murmuró, intentando despegar un chicle usado atrapado entre los pelos de la moqueta. Cuando tenga dinero, tendré una mujer de la limpieza, cuando tenga dinero…
No tienes dinero, de modo que cierra el pico y limpia, gruñó en voz baja.
Era su madre quien pagaba el piso, la escuela, el gas, la electricidad, la council tax, la ropa, el teléfono y el bocadillo del mediodía en el parque. De hecho, su madre lo pagaba todo. Y en Londres nada era gratis. Dos libras el Tropicana de la mañana, diez libras el bocadillo de la comida, mil doscientas libras un piso de dos habitaciones con salón. En un buen barrio, es verdad. Notting Hill, Royal Borough of Chelsea & Kensington. Los padres de Agathe debían de tener dinero, o a lo mejor eran los viejos de pelo de camello los que la mantenían. No conseguía averiguarlo. Aspiró el olor del producto e hizo una mueca. Voy a apestar a Domestos. Esta cosa penetra hasta los guantes.
Se volvió hacia la habitación de Agathe y dio otra patada a la puerta.
– ¡No soy tu chacha! ¡Vas a tener que meterte eso en la cabeza!
– Too bad! -respondió la otra-. Y demasiado tarde. Me he criado entre chachas, tenía dos en casa, ¡así que cierra el pico, pobretona!
Pero ¿cómo pude elegirla a ella entre todas las demás? Ese día tenía legañas en los ojos. Fue por los aires que se daba. Tenía pinta de darse aires. Altiva, segura de sí misma, impaciente, ataviada con Prada-Vuitton-Hermès. Atraída por el buen barrio y el piso grande. Disponía de los medios y la seguridad de una chica espabilada. Sólo le había hecho una pregunta: «¿Dónde vives en París?», para saber si ella era de su ambiente. Hortense le había respondido: «En la Muette», y la otra había soltado: «OK, servirás». Como si soltara una limosna. Bingo, ¡ha mordido el anzuelo!, había pensado Hortense. Se había dicho que, introduciéndose en su círculo, se aprovecharía de su dinero y de sus relaciones. Lo único que me ha aportado es poder entrar en el Cuckoo Club sin hacer cola. ¡Menuda ventaja! ¡Qué lerda fui! Me dejé timar como una provinciana recién llegada a la capital, con dos trenzas a la espalda y un delantal de cuadros.
Gary vivía en un piso enorme, en Green Park, justo detrás de Buckingham Palace, pero lo había dejado muy claro: no quería compartirlo. «Ciento cincuenta metros cuadrados sólo para ti, es injusto», rabiaba Hortense. «Quizás, pero así están las cosas. Necesito silencio, espacio, necesito leer, escuchar música, pensar, caminar a lo largo, a lo ancho y en paz, no quiero que me tengas controlado y, lo quieras o no, Hortense, tú ocupas espacio». «No te molestaré nada, ¡me quedaré en mi habitación!». «No», había concluido Gary. «No insistas o vas a terminar pareciéndote a esas chicas que odio, esas que gimotean y acosan».
Hortense se detuvo de golpe. En ningún caso quería parecerse a nadie, ella era única, y trabajaba muy duro para seguir siéndolo. Tampoco quería en ningún caso perder la amistad con Gary. Ese chico era seguramente el soltero de su edad más cotizado de Londres. Por sus venas corría sangre real, nadie podía saberlo, pero ella, ella lo sabía. Había oído a su madre hablar con Shirley. Y patatín y patatán, to make a long story short, Gary era el nieto de la reina. Su abuelita vivía en Buckingham. Entraba allí con las manos en los bolsillos y no se perdía nunca. Recibía invitaciones a veladas, inauguraciones de locales, exposiciones, brunches, lunches, cenas. Las tarjetas se apilaban sobre la mesa de la entrada, Gary las barajaba, distraído. Llevaba siempre el mismo jersey negro de cuello vuelto, la misma chaqueta informe, el mismo pantalón arrugado sobre unas playeras infames. Su aspecto le importaba un bledo. Le importaban un bledo su pelo negro, sus grandes ojos verdes, todos los detalles que ella subrayaba para revalorizarle. Odiaba salir para exhibirse. Hortense debía suplicarle para que aceptase y la llevara con él.
– Es para relacionarme, Gary, sin relaciones no eres nadie y tú conoces a todo el mundo en Londres.
– ¡Te equivocas de cabo a rabo! Es mi madre la que conoce a todo el mundo, no yo. Yo todavía tengo que hacer méritos y, mira, no tengo ningunas ganas de hacer méritos. Tengo diecinueve años, soy el que soy, intento mejorar, y eso supone mucho trabajo. Vivo como creo y me gusta. ¡Y no vas a ser tú quien me haga cambiar, sorry!
– ¡Pero si tú sólo con aparecer ya has hecho méritos! -pataleaba Hortense, a quien la falta de frivolidad de Gary ponía de los nervios-. No te cuesta nada y a mí puede servirme de mucho. No seas egoísta. ¡Piensa en mí!
– No way.
El no cedía. Ya podía Hortense amonestarle o acosarle, él la ignoraba y volvía a ponerse los cascos en las orejas. Quería ser músico, poeta o filósofo. Iba a clases de piano, de filosofía, de teatro, de literatura. Veía viejas películas mientras comía patatas fritas ecológicas, escribía sus pensamientos en cuadernos cuadriculados, y se entrenaba para imitar el paso saltarín de las ardillas en Hyde Park. A veces se ponía a saltar en el gran salón, los brazos como garras y enseñando los dientes.