Abrió la puerta acristalada y buscó una mesa libre. Localizó una y se sentó. Nadie la miraba y se sintió aliviada. ¿Se estaría convirtiendo quizás en una auténtica parisina? Se llevó la mano al sombrero de punto verde almendra que había comprado la semana anterior, pensó durante un instante en quitárselo y después decidió dejárselo puesto. Si se lo quitaba, se despeinaría y no se atrevería a volver a peinarse. Una no se peinaba en público. Era uno de los principios de su madre. Sonrió. Por mucho que ya no viese a su madre, la llevaba siempre consigo. Era un sombrero verde almendra con unos fruncidos de punto que parecían tres michelines y una galleta plana de pana encima, rematada por un rabito de franela como el que corona la clásica boina. Había visto ese tocado en el escaparate de una tienda, en la calle Francs-Bourgeois en el Marais. Había entrado, había preguntado el precio y se lo había probado. Le daba un aire picaro, de mujer desenvuelta con la nariz respingona. Daba a sus ojos marrones un resplandor dorado, le estilizaba los pómulos y le afinaba la silueta. Con ese sombrero, parecía todo un personaje. El día antes, había ido a visitar a la tutora de Zoé, la señora Berthier, para hablar de los progresos de su hija pequeña, del cambio de colegio, de su capacidad de adaptación. Al final de la entrevista, la señora Berthier se había puesto el abrigo y el sombrero verde almendra con los tres fruncidos en la cabeza.
– Yo tengo uno igual -había dicho Joséphine-. No me lo he puesto porque no me he atrevido.
– ¡Debería usted ponérselo! Además, abriga y se sale de lo corriente. ¡Se ve venir desde lejos!
– ¿Lo ha comprado usted en la calle Francs-Bourgeois?
– Sí. En una tienda pequeñita.
– Yo también. ¡Qué casualidad!
El hecho de compartir el mismo tocado las había acercado más que su larga conversación referente a Zoé. Habían salido juntas del colegio y habían caminado en la misma dirección, mientras seguían hablando.
– Me ha dicho Zoé que vienen ustedes de Courbevoie.
– He vivido allí casi quince años. Me gustaba. Aunque había problemas…
– Aquí no son los niños los que plantean problemas, ¡son los padres!
Joséphine la había mirado, extrañada.
– Todos creen haber concebido a un genio y nos reprochan que no descubramos al Pitágoras o al Chateaubriand que duerme en su interior. Les atiborran de clases particulares, cursos de piano, de tenis, vacaciones en colegios caros en el extranjero y los niños, agotados, se duermen en clase o te contestan como si fueras un criado…
– ¿En serio?
– Y cuando intentas recordarles a los padres que de momento sólo son niños, te miran por encima del hombro y te dicen que los otros quizás, pero que el suyo ¡por supuesto que no! ¡Mozart tenía siete años cuando escribió su Pequeña serenata nocturna -una cantinela soporífera, entre nosotras- y que su progenie no va a ser menos! Ayer mismo tuve un altercado con un padre, un banquero cargado de diplomas y condecoraciones, que se quejaba de que su hijo sólo tenía un siete de media. Precisamente está en el mismo grupo que Zoé… Le hice notar que un siete estaba bastante bien, y me miró como si le hubiese insultado. ¡Su hijo! ¡La carne de su carne! ¡Sólo un siete de media! Sentí olor a napalm en su aliento. ¿Sabe?, hoy en día es peligroso ser profesor, y no son los alumnos los que me asustan, sino los padres.
Se había echado a reír y se agarró el sombrero de un manotazo para que el viento no se lo llevase.
Al llegar frente al portal de Joséphine tuvieron que separarse.
– Yo vivo un poco más lejos -había dicho la señora Berthier, señalando una calle a la izquierda-. Velaré por Zoé, ¡se lo prometo!
Caminó algunos pasos, y después se volvió.
– Y mañana ¡póngase el sombrero! Así nos reconoceremos, incluso de lejos. ¡Es imposible no verlo!
Eso sin duda, pensó Joséphine: se elevaba como una cobra saliendo de la cesta; sólo le faltaba empezar a contonearse con el sonido de una flauta. Se había reído y se lo había prometido con una seña: se pondría su boina de michelines a partir de mañana. A ver qué pensaría Luca de él.
Se veían regularmente desde hacía un año y todavía se trataban de usted. Dos meses antes, en septiembre, a la vuelta de las vacaciones, habían intentado tutearse, pero era demasiado tarde. Era como si hubiesen incorporado a dos desconocidos a su intimidad. Dos personas que se trataban de «tú» y que no conocían. Habían vuelto, pues, al usted que, aunque resultara sorprendente, les convenía a la perfección. Su forma de vivir separados también les convenía: cada uno en su casa, con una independencia estricta. Luca escribía una obra erudita para un editor universitario: una historia sobre las lágrimas, desde la Edad Media a nuestros días. Se pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca. A los treinta y nueve años vivía como un estudiante, se alojaba en un estudio en Asnières, en su frigorífico se morían de soledad una botella de Coca Cola y un trozo de paté, no tenía coche ni televisión y llevaba, hiciese el tiempo que hiciese, una parka azul marino que le servía de segunda residencia. Transportaba en sus grandes bolsillos todo lo que necesitaba para la jornada. Tenía un hermano gemelo, Vittorio, que le atormentaba. Joséphine sólo necesitaba fijarse en la arruga que tenía entre los ojos, para saber si las noticias de su hermano eran buenas o malas. Cuando la hendidura se hacía más profunda, era señal de tormenta. Ella no preguntaba nada. Esos días, Luca permanecía mudo, sombrío. Le cogía la mano, la metía en el bolsillo de su parka junto a las llaves, los bolígrafos, los cuadernos, los caramelos para la garganta, los billetes de metro, el móvil, los paquetes de kleenex y la vieja cartera roja de piel. Ella había aprendido a reconocer cada objeto con las yemas de los dedos. Conseguía incluso identificar la marca de las bolsitas de caramelos. Se veían por la noche, cuando Zoé se quedaba a dormir en casa de una amiga, o los fines de semana, cuando iba a visitar a su primo Alexandre a Londres.
Un viernes sí y otro no, Joséphine llevaba a Zoé a la estación del Norte. Philippe y Alexandre, su hijo, iban a recogerla a Saint Paneras. Philippe le había regalado a Zoé un abono del Eurostar y Zoé se marchaba, impaciente por volver a su habitación en el piso de su tío en Notting Hill.
– ¿ Es que allí tienes tu propio dormitorio? -había exclamado Joséphine.
– ¡Tengo incluso un vestidor lleno de ropa para no cargar con maletas! Philippe piensa en todo, es el tío más genial que hay.
Joséphine reconocía, en ese tipo de atenciones, la delicadeza y la generosidad de su cuñado. Cada vez que ella tenía un problema, cuando dudaba sobre una decisión que tomar, llamaba a Philippe.
Y él respondía siempre aquí estoy, Jo, puedes pedirme lo que quieras, ya lo sabes. En cuanto oía ese tono benévolo se sentía más tranquila. Se hubiese dejado mecer gustosamente por el calor de esa voz, por la ternura que adivinaba detrás del ligero cambio de entonación que seguía a su: «Hola, Philippe, soy Jo», pero inmediatamente se imponía una advertencia: ¡cuidado, peligro! ¡Es el marido de tu hermana! ¡Mantén las distancias, Joséphine!
Antoine, su marido, el padre de sus dos hijas, había muerto seis meses antes. En Kenya. Dirigía un criadero de cocodrilos por cuenta de un hombre de negocios chino, el señor Wei, con el que estaba asociado. Los negocios comenzaron a torcerse, él empezó a beber, y a mantener una extraña relación con los cocodrilos, que se burlaban de él, negándose a reproducirse, destrozando las alambradas de protección y devorando a sus empleados. Pasaba noches enteras intentando descifrar los ojos amarillos de los cocodrilos, que flotaban en los estanques. Quería hablarles, convertirse en su amigo. Una noche se había sumergido en el agua y uno de ellos lo había devorado. Fue Mylène quien le relató el trágico final de Antoine. Mylène, la amante de Antoine, la que había elegido para acompañarle en su aventura a Kenya. La mujer por la que la había abandonado. ¡No! No me dejó por ella, me dejó porque ya no aguantaba estar en paro, no hacer nada durante todo el día, depender de mi sueldo para vivir. Mylène había sido un pretexto. Un andamio para volver a construirse.