– ¡Gary! ¡Estás ridículo!
– ¡Soy una ardilla magnífica! ¡El rey de las ardillas de brillante pelaje!
Imitaba a la ardilla, recitaba monólogos de Oscar Wilde o de Chateaubriand, diálogos de Scarface o de Los niños del paraíso. «Si los ricos desearan todos ser amados, ¿qué les quedaría a los pobres?». Se tumbaba en un sofá que había pertenecido a Jorge V y meditaba sobre la belleza de la frase frotándose el mentón.
Era, Hortense debía reconocerlo, encantador, brillante, original.
Rechazaba la sociedad de consumo. Toleraba el móvil, pero ignoraba los artilugios de moda. Cuando se compraba ropa, lo hacía pieza por pieza. Incluso si las camisas estaban de oferta, dos por el precio de una.
– Pero coge la segunda, ¡es gratis! -insistía Hortense.
– ¡No tengo más que un torso, Hortense!
Y encima, rumiaba ella enfundándose los guantes, es guapo. Alto, guapo, rico, de sangre real, y todo en sus ciento cincuenta metros cuadrados en Green Park. Sin esfuerzo. Es injusto.
Pasó el aspirador sobre los brazos de un viejo sillón club de piel y pensó, claro, hay otros que van detrás de mí, pero son feos. O bajitos. Odio a los hombres bajitos. Es la raza más malvada, más agria y más rencorosa que existe. Un hombre bajito es un hombre malo. No perdona al mundo su pequeña talla. Gary puede ser flemático o despreocupado: es magnífico. Y no tiene por qué preocuparse de la triste realidad. Está dispensado de ello. De hecho eso es lo que me gusta del dinero: te dispensa de la realidad.
Cuando tenga dinero, estaré dispensada de la realidad.
Se inclinó por encima del aspirador y no dio crédito a lo que vio. Había bichos entre los pelos de la moqueta. Una bulliciosa colonia de cucarachas. Separó los pelos, aplicó el tubo del aspirador sobre los insectos e imaginó su horrible muerte. ¡Así aprenderán! Y después echaré la bolsa al fuego para asegurarme de que mueren. Los imaginó crepitando entre las llamas, sus patas retorcidas, su caparazón fundido, sus pulmones asfixiados. Esa imagen le provocó una sonrisa y prosiguió la limpieza con delectación. Ya le gustaría aspirar también a Agathe junto con las cucarachas. O estrangularla lentamente con las medias que se dejaba tiradas por ahí. Le faltaría el aire, sacaría la lengua, grotesca y desmesurada, se pondría violeta, se retorcería, suplicaría…
– Mi querida Hortense -le había dicho Gary un día que bajaban Oxford Street-, deberías ir a psicoanalizarte, eres un monstruo.
– ¿Porque digo lo que pienso?
– ¡Porque te atreves a pensar lo que piensas!
– Ni hablar, perdería mi creatividad. No puedo convertirme en un ser normal, ¡quiero ser una neurótica genial como mademoiselle Chanel! ¿Acaso crees que ella fue a psicoanalizarse?
– No lo sé, pero me voy a informar.
– Tengo mis defectos, los conozco, los comprendo y me los perdono. Punto final. Cuando no haces trampas contigo mismo, tienes respuestas para todo. Es la gente que se monta películas la que va a tumbarse ante un psicólogo. Yo me asumo. Me quiero. Creo que soy una chica formidable, guapa, inteligente, dotada. No vale la pena que me esfuerce para gustar a los demás.
– Lo que yo decía: eres un monstruo.
– ¿Puedo decirte algo, Gary? He visto tantas veces cómo embaucaban a mi madre, que me he jurado embaucar al mundo entero antes de que me toquen un solo pelo.
– Tu madre es una santa y no merece tener una hija como tú.
– ¡Una santa que ha hecho que me horroricen la bondad y la caridad! Me ha servido de psicólogo inverso: me ha instalado en todas mis neurosis. Y de hecho se lo agradezco, sólo afirmándose diferente, resueltamente diferente y liberada de todo sentimiento, se tiene éxito.
– ¿Éxito en qué, Hortense?
– Avanzas, no pierdes el tiempo, te liberas, reinas y ganas mucho dinero haciendo lo que quieres. Como mademoiselle Chanel, te digo. Cuando haya tenido éxito, me convertiré en humana. Será mi hobby, una ocupación deliciosa.
– Será demasiado tarde. Estarás sola, sin amigos.
– Eso es fácil de decir para ti. Has nacido con un juego de cucharitas de oro en la boca. A mí me toca remar, remar y remar…
– ¡No tienes muchos callos en las manos para ser una remera!
– Los callos los tengo en el alma.
– ¿Tienes alma? Es bueno saberlo.
Ella había callado, mortificada. Por supuesto que tengo alma. No la exhibo, eso es todo. Cuando Zoé la había llamado para anunciarle que su padre había enviado una postal, había sentido una punzada en el corazón. Y cuando Zoé había preguntado con voz tímida y temblorosa la próxima vez que vaya a Londres, di, ¿podría quedarme a dormir en tu casa? había contestado sí, Zoétounette. ¿Acaso no era eso una señal de que tenía alma?
Las emociones son una pérdida de tiempo. No se aprende nada llorando. Hoy todo el mundo llora en la tele por cualquier chorrada. Es asqueroso. Produce generaciones de asistidos, de parados, de amargados. Produce un país como Francia, donde todo el mundo gime y juega a hacerse la víctima. Había víctimas a paletadas. Con Gary podía hablar. No necesitaba simular que era una sucursal de la Cruz Roja. A menudo no estaba de acuerdo con ella, pero la escuchaba y le respondía.
Su mirada barrió todo el salón. Orden perfecto, buen olor a limpieza, Gary podría entrar sin tropezarse con un tanga o un resto de guacamole.
Se miró en el espejo: también perfecta.
Su mirada recorrió sus largas piernas, las contempló, satisfecha, cogió el último número de Harper's Bazaar. «100 trucos de belleza robados a las estrellas, a los profesionales, a las amigas». Lo hojeó, dedujo que no había nada que aprender, pasó al artículo siguiente: vaqueros, pero ¿cuáles? Bostezó. Había leído al menos trescientos sobre el mismo tema. Habría que desatascar el cerebro de las redactoras de moda. Un día sería a ella a quien entrevistarían. Un día crearé mi marca. El pasado domingo, en los puestos de Camden Market, había comprado unos vaqueros Karl Lagerfeld. Una ocasión que el vendedor le había asegurado auténtica. Casi nuevos, había presumido, es el modelo preferido de Linda Evangelista. ¡A partir de ahora será el mío!, había proclamado dividiendo por dos el precio. ¡Guárdate tus baratijas para impresionar a las mediocres, que conmigo eso no funciona! Habrá que personalizarlo, por supuesto, transformarlo en un acontecimiento: añadiría unos calentadores, una chaqueta entallada, una bufanda gruesa que caiga…
En ese momento Agathe emergió de su habitación blandiendo una botella de Marie Brizard de cuyo gollete chupaba directamente. Avanzó somnolienta, eructó, se dejó caer sobre el sofá, buscó su ropa, se frotó los ojos, y envió un nuevo trago de licor a su estómago para despertarse. No se había tomado la molestia de desmaquillarse y tenía sus pálidas mejillas cubiertas de rímel.
– ¡Guau! ¡Qué limpio! ¿Has limpiado el piso con agua a presión?
– Prefiero no abordar ese tema o te voy a triturar.
– ¿Y puede saberse dónde has puesto mis cosas?
– ¿Hablas de tus montones de trapos por el suelo?
La rubia famélica asintió con la cabeza.
– En la basura. En el descansillo. Junto con las colillas, los pelos de la moqueta y los restos de pizza.
La famélica chilló:
– ¿Eso has hecho?
– Y volveré a hacerlo si continúas sin ordenar.
– ¡Eran mis vaqueros preferidos! Unos vaqueros de marca, ¡doscientas treinta y cinco pounds!
– ¿Y dónde has conseguido ese dinero, cardo anémico?
– ¡Te prohíbo que me hables así!
– Digo lo que pienso, y todavía me contengo. Me inspiras adjetivos mucho más violentos que evito por buena educación.