– ¡Me las vas a pagar! ¡Voy a decirle a Carlos que te patee el culo, ya verás!
– ¿Tu camarero moreno? Perdona, pero me llega al mentón ¡y eso subiéndose a una silla!
– Tú ríete… ¡Ya no reirás tanto cuando te arranque las tetas con una tenaza!
– ¡Ay, Dios, qué miedo me da! Estoy temblando.
Agathe se fue titubeando hasta la puerta, botella en mano, para recuperar sus pertenencias. Gary estaba en el umbral y se disponía a llamar. Entró, dio unos pasos, atrapó el Harper's Bazaar y se lo metió en el bolsillo.
– ¿Ahora te dedicas a leer revistas de chicas? -exclamó Hortense.
– Estoy cultivando mi lado femenino…
Hortense lanzó una mirada a su compañera de piso, que sacaba sus vaqueros de la bolsa de basura a cuatro patas, lanzando gruñidos de cerdito asustado.
– Vamos, larguémonos… -soltó cogiendo el bolso.
En la escalera, se cruzaron con el famoso Carlos, un metro cincuenta y ocho, setenta kilos, el pelo teñido de negro cuervo, la piel picada por un viejo acné rebelde. Los miró fijamente.
– ¿Qué le pasa a ése? ¿Quiere mi foto? -preguntó Gary volviéndose.
Los dos hombres se enfrentaron con la mirada.
Hortense agarró a Gary del brazo y se lo llevó.
– ¡Olvídale! Es uno de esos babosos que merodean a su alrededor.
– ¿Os habéis peleado otra vez?
Ella se detuvo, se volvió hacia él, dibujó la mueca más suplicante, la más emotiva que tenía en su repertorio y pidió, mimosa:
– Di, no querrías que me fuese a…
– ¡No, Hortense! ¡Ni hablar! Tú te las arreglas con tu compi, y yo me quedo en mi casa ¡tranquilo y solo!
– ¡Me ha amenazado con arrancarme las tetas con una tenaza!
– Parece que has topado con una aún más tenaz que tú. ¡Va a ser un partido interesante! ¿Me guardarás sitio en primera fila?
– ¿Con o sin palomitas?
Gary rio para sus adentros. Esa chica tenía respuesta para todo. Todavía no había nacido aquél capaz de taparle la boca y hacerle bajar la vista. Estuvo a punto de decir venga, de acuerdo, vente a vivir conmigo, pero se contuvo.
– ¡Con palomitas, pero dulces! ¡Y con mucho azúcar!
Alrededor de la cama yacía la ropa de la que se habían despojado apresuradamente, antes de lanzarse sobre el enorme lecho que ocupaba la mitad de la habitación. Las cortinas tenían corazones rojos estampados, el suelo estaba cubierto por una moqueta rosa acrílico y sobre la cama caía una gasa transparente, dibujando una especie de dosel medieval.
¿Dónde estoy?, se preguntó Philippe Dupin examinando la habitación. Un oso pardo de peluche al que le faltaba un ojo de cristal, lo que le daba un aspecto realmente desolador, un revoltijo de pequeños cojines tapizados y uno de ellos proclamando Won'tyou be my sweetheart? I'm so lonely, postales que representaban gatitos en posiciones acrobáticas, un póster de Robbie William haciendo de chico malo sacando la lengua, un abanico de fotos de chicas riéndose y lanzando besos…
¡Dios mío! ¿Qué edad tiene? La víspera, en el pub, había calculado entre veintiocho y treinta años. Contemplando las paredes, ya no estaba tan seguro. No recordaba muy bien cómo la había abordado. A la memoria le venían retazos de diálogo. Siempre los mismos. Sólo el pub o la chica cambiaban.
– Can I buy you a beer?
– Sure. [1]
Habían bebido una, dos, tres…, primero en el bar, empinando el codo mientras miraban con el rabillo del ojo la pantalla de la tele, que retransmitía un partido de fútbol. Manchester-Liverpool. Los hinchas gritaban y golpeaban la barra con el culo de los vasos. Llevaban camisetas de su equipo, y se golpeaban las costillas cada vez que había una acción interesante. Tras la barra, un camarero en camisa blanca no paraba, y gritaba los pedidos a otro, cuyo brazo parecía soldado al grifo de cerveza.
Tenía el pelo rubio muy fino, la piel pálida, un carmín oscuro que dejaba marcas en su vaso. Parecía una guirnalda de besos rojo sangre. Bebía una cerveza tras otra. Encadenaba los cigarrillos. En el periódico había leído un artículo que se alarmaba del creciente número de embarazadas que fumaban para tener un bebé pequeñito, que no les doliese durante el parto. Había contemplado su vientre: hundido, muy hundido. No estaba embarazada.
Después le había susurrado:
– Fancy a shag?
– Sure. My place or your place? [2]
Prefería ir a casa de ella. En la suya estaban Alexandre y Annie, la niñera.
En este momento me paso la vida despertándome en habitaciones que no conozco, junto a cuerpos desconocidos. Tengo la impresión de ser un piloto de avión, que cambia de hotel y de compañera cada noche. Siendo más severo, se podría decir que he vuelto a caer en plena pubertad. Pronto empezaré a ver Bob Esponja con Alexandre, y nos aprenderemos de memoria los diálogos de Calamardo Tentáculos.
Sintió ganas de volver a su casa para ver dormir a su hijo. Alexandre estaba cambiando, reafirmándose. Se había adaptado muy pronto al sistema inglés. Bebía leche, comía muffins, había aprendido a cruzar la calle sin que le atropellaran, cogía el metro o el autobús solo… Estudiaba en el liceo francés, pero se había convertido en un auténtico niño británico. En pocos meses. Philippe había tenido que imponer el uso del francés en casa, para que Alexandre no olvidase su lengua materna. Había contratado a una niñera francesa. Annie era bretona. De Brest. Maciza, rondando los cincuenta. Alexandre parecía entenderse bien con ella. Su hijo le acompañaba a los museos, hacía preguntas cuando no entendía, preguntaba ¿cómo sabes antes que todo el mundo si algo es bonito o feo? Porque a Picasso, cuando empezó a pintar todo de través, mucha gente lo encontraba feo. Ahora todo el mundo lo encuentra bonito… ¿Entonces? A veces sus preguntas eran más filosóficas: ¿hay que amar para vivir o vivir para amar? U ornitológicas: ¿los pingüinos, papá, pueden coger el sida o no?
El único tema que no abordaba nunca era el de su madre. Cuando iban a verla a su habitación de la clínica permanecía sentado en una silla, las manos sobre las rodillas, los ojos en el vacío. Philippe los había dejado solos una sola vez, pensando que era su presencia la que les impedía hablar.
En el coche, de regreso, Alexandre le advirtió: «Nunca más me dejes solo con mamá, papá. Me da miedo. Miedo de verdad. Esta allí, pero sin estar, sus ojos están vacíos». Después, con tono de entendido en medicina, añadió: «Ha adelgazado mucho, ¿no crees?».
Disponía de todo su tiempo para ocuparse de su hijo y no se privaba de ello. Había conservado la presidencia de su bufete de abogados en París, pero su función se limitaba a un papel de control. Se embolsaba los dividendos, que no eran despreciables en ningún caso, pero ni mucho menos estaba sometido a las obligaciones que, hacía apenas un año, le forzaban a estar cotidiana y agotadoramente presente. A veces trabajaba en casos difíciles cuando le pedían opinión. A veces se citaba con clientes, un trabajo de ojeador que no le disgustaba, y seguía el principio de los casos. Después, pasaba el testigo. Un día volvería a tener ganas de luchar, de trabajar.
Por el momento, no tenía ningún deseo en particular. Era como una resaca que no remitía. La ruptura con Iris había sido violenta y progresiva a la vez. Se había despegado de ella poco a poco, se había ido alejando, haciéndose a la idea de no volver a vivir con ella, y, cuando tuvo lugar el enfrentamiento entre Iris y Gabor Minar en el Waldorf Astoria, en Nueva York, aquello había sido como un esparadrapo que se arranca de un tirón. Doloroso, pero reconfortante. Había visto a su mujer echándose en brazos de otro, ante sus ojos, como si él no existiera. Eso le había dolido. Y, al mismo tiempo, se había sentido liberado. Otro sentimiento, una mezcla de desprecio y de piedad, había reemplazado al amor que había sentido por Iris durante muchos años. Había amado una imagen, una imagen muy hermosa, pero él también había sido un dibujo. El dibujo del éxito. Un hombre lleno de seguridad, de altivez, de certidumbres. Un hombre orgulloso de caminar deprisa, orgulloso de su éxito. Un hombre que se apoyaba en el vacío.