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Bajo el esparadrapo había crecido otro hombre, libre de apariencias, de lo mundano. Un hombre que estaba aprendiendo a conocer, que a veces le desconcertaba. ¿Qué papel había tenido Joséphine en el surgimiento de ese hombre?, se preguntaba. Había representado un papel, de eso estaba seguro. A su manera, discreta y apagada. Joséphine es como una bruma benefactora que te envuelve y te da ganas de respirar profundamente. Recordaba su primer beso robado en su despacho de París. Él la había cogido de la muñeca, la había atraído hacia él y…

Había elegido instalarse en Londres. Dejar sus hábitos parisinos para volver a empezar en una ciudad extraña. Tenía amigos, o más bien relaciones, y pertenecía a un club. Sus padres vivían cerca. París sólo estaba a tres horas. Viajaba a menudo. Llevaba a Alexandre a ver a Iris. Nunca llamaba a Joséphine. Todavía no era el momento. Estoy atravesando un periodo extraño. Estoy en espera. En punto muerto. Ya no sé nada. Tengo que aprenderlo todo de nuevo.

Sacó un brazo y se incorporó. Buscó su reloj que había dejado sobre la moqueta. Las siete y media. Tenía que volver a casa.

¿Cómo se llamaba ésta? ¿Debbie, Dottie, Dolly, Daisy?

Se puso los calzoncillos, la camisa, estaba a punto de ponerse los pantalones cuando la chica se volvió, guiñó los ojos y levantó el brazo para protegerse de la luz.

– ¿Qué hora es?

– Las seis.

– ¡Pero si todavía es de noche!

Olió el tufo a cerveza en su aliento y se separó.

– Tengo que volver a casa, tengo…, esto…, tengo un hijo que me espera y…

– ¿Y una mujer?

– Esto…, sí.

Ella se giró de golpe y estrechó la almohada entre sus brazos.

– Debbie…

– Dottie.

– Dottie… No te pongas triste.

– No estoy triste.

– Sí. Leo en tu espalda que estás triste.

– Para nada…

– De verdad que me tengo que ir.

– ¿Tratas a todas las mujeres de la misma forma, Eddy?

– Philippe.

– ¡Las invitas a cinco cervezas, te las follas y después adiós y gracias!

– Digamos que, en este momento, no soy muy elegante, tienes razón. Pero sobre todo no quiero apenarte.

– Has fracasado.

– Debbie, sabes…

– ¡Dottie!

– Estábamos de acuerdo los dos, no te he violado.

– Eso no significa que te vayas como un ladrón tras haber conseguido el botín. Resulta molesto para el que se queda.

– De verdad que me tengo que ir.

– ¿Cómo quieres que tenga una buena imagen de mí misma después de esto? ¿Eh? ¡Voy a estar jodida todo el día! Y, con un poco de suerte, ¡también estaré triste mañana!

Ella le daba la espalda y hablaba mordiendo la almohada.

– ¿Puedo hacer algo por ti? ¿Necesitas dinero, consejos, alguien que te escuche?

– ¡Que te jodan, gilipollas! ¡No soy ni una puta ni una tarada! Soy contable en Harvey & Fridley.

– De acuerdo. Al menos lo he intentado.

– ¿Intentado qué?-chilló la chica de la que no conseguía recordar el nombre-. ¿Intentar comportarte como un ser humano durante dos minutos y medio? No lo has conseguido.

– Escúchame, esto…

– Dottie.

– Hemos compartido un taxi y una cama, una noche, no hagamos un drama de ello. No es la primera vez que conoces a un hombre en un pub…

– ¡PERO HOY ES MI CUMPLEAÑOS! ¡Y LO VOY A PASAR SOLA COMO DE COSTUMBRE!

El la tomó en sus brazos. Ella le rechazó. El la abrazó. Ella se resistió con todas sus fuerzas.

– Feliz cumpleaños… -susurró.

– Dottie. Feliz cumpleaños, Dottie.

– Feliz cumpleaños, Dottie.

Dudó si preguntarle la edad, pero tuvo miedo de la respuesta. La acunó un instante sin decir nada. Ella se abandonó contra él.

– Lo siento -dijo-, ¿vale? Lo siento de verdad.

Ella se dio la vuelta, dudando. Parecía sincero. Y triste. Se encogió de hombros y se soltó. Él le acarició el pelo.

– Tengo sed -dijo-. ¿Tú no? Ayer bebimos demasiado…

Ella no respondió. Miraba fijamente los corazones rojos de las cortinas. Él desapareció en la cocina. Volvió con una rebanada de pan de molde untada con mermelada sobre la que había plantado cinco cerillas. Las encendió una por una y entonó: «Happy birthday…».

– Dottie -murmuró ella, los ojos brillantes de lágrimas mirando fijamente las cerillas.

– Happy birthday, happy birthday sweet Dottie, happy birthday to you…

Ella sopló, él se quitó el reloj Cartier que Iris le había comprado por Navidad y lo ajustó a la muñeca de Dottie que le dejó hacer, maravillada.

– Eres diferente, eso seguro…

No le pidas su teléfono. No le digas te llamaré, quedamos otro día. Sería cobarde. No la volvería a ver. Ella tenía razón: la esperanza es un veneno violento. Sabía algo de eso, él, que no dejaba de esperar.

Cogió su chaqueta, su bufanda. Ella miró cómo se marchaba sin decir nada.

Cerró la puerta y se encontró en la calle. Miró al cielo con los ojos entornados. ¿Acaso este mismo cielo gris llega hasta París? Ella debe de estar durmiendo a estas horas. ¿Habrá recibido mi camelia blanca? ¿La habrá puesto en el balcón?

No iba a ser así como la olvidaría. Dejaba de pensar en ella durante unos días, después volvía a acosarle su ausencia. Bastaba con un detalle diminuto. Una nube gris, una camelia blanca.

Un camión se detuvo a su altura. Empezaba a lloviznar. Una bruma ligera que no mojaba. Se levantó el cuello y decidió volver a pie.

* * *

Blaise Pascal escribió un día: «Existen pasiones que apresan el alma Y la vuelven inmóvil, las hay que la engrandecen y hacen que se expanda hacia fuera». Henriette Grobz, desde que Marcel Grobz la había abandonado para irse a vivir con su secretaria, Josiane Lambert, había descubierto una pasión que le asfixiaba el alma: la venganza. Sólo pensaba en una cosa: devolver a Marcel, multiplicado por cien, el precio de la humillación que le había infligido. Quería poder decirle un día, has acabado con mi posición, me has robado mi comodidad, has saqueado mi santuario, págalo, Marcel, te arrastro por el barro, a ti y a tu fulana. No os quedarán más que los ojos arrasados de dolor para llorar y ver a vuestro hijo crecer envuelto en harapos, privado de toda la esperanza con la que le ataviáis, mientras yo me bañaré en una montaña de oro y os aplastaré con mi desprecio.

Sentía la necesidad de herir a Marcel Grobz, de marcarle con un hierro al rojo vivo, como una mercancía que antaño le había pertenecido y que le habían quitado. ¡Ha tenido el atrevimiento! Le faltaba el aire ¡Se ha atrevido! La había despojado de sus derechos, de sus privilegios, de esa renta vitalicia que se había asegurado casándose con él, con ese cerdo repugnante cuyo único atractivo consistía en una fortuna importante y estable. La había expoliado mediante una hábil operación administrativa, a ella, que creía haberse resguardado con un contrato de hormigón armado, que la ponía al abrigo de cualquier necesidad durante el resto de sus días. Le había robado su oro. Su buen montón de oro que ella cuidaba con ojos de madre devota.

Ella había olvidado su bondad, su generosidad, el infierno que ella le había hecho vivir, tratándole como a un pobre intruso que respiraba su aire, que comía a su mesa. Olvidaba que, para humillarlo, le obligaba a usar tres tenedores en las comidas, a llevar pantalones ajustados, a respetar escrupulosamente una sintaxis imposible. Olvidaba que ella le había proscrito del lecho conyugal y confinado en un cuartucho apenas suficiente para albergar una cama y una mesita de noche, sólo recordaba una cosa: ese miserable había tenido la insolencia de rebelarse y de fugarse con su dinero.