Venganza, ¡venganza!, gritaba todo su ser en cuanto se despertaba. Y en cuanto recorría su piso desolado, privado de los enormes ramos de flores que mandaba antaño el florista Veyrat, en cuanto constataba que ya no había cocinero que organizara los menús, ni camarera que cuidara de su guardarropa, ni criada que le trajera el desayuno a la cama, ni chofer que la paseara por París. Se acabaron las citas cotidianas con el modisto, la pedicura, el masajista, el peluquero, la manicura. Arruinada. La víspera, en la plaza Vendôme, en el momento de pagar una correa nueva para su reloj Cartier, había tenido que sentarse al ver el montante de la factura. Ya no compraba sus productos de belleza en la perfumería, sino en la farmacia, se vestía en Zara, había renunciado a la agenda Hermés y al champán Blanc de blancs de Ruinart. Cada día llegaba acompañado de un nuevo sacrificio.
Marcel Grobz pagaba el alquiler del piso y le pasaba una pensión, pero eso no bastaba a la voracidad de Henriette, que había conocido días de magnificencia, en los que le bastaba con abrir su che- quera para obtener lo que quería. El hermoso brillo de la punta de su pluma de oro sobre el cheque en blanco… El último bolso Vuitton, chales de cachemira a montones, como si le llovieran encima, las suaves acuarelas para sus ojos cansados, las trufas blancas de Hédiard o dos butacas de primera fila en la sala Pleyel, una para su bolso y otra para ella. No soportaba la promiscuidad. El dinero de Marcel Grobz era un bálsamo del que había abusado y que se le había retirado de golpe, como quien le quita el chupete a un bebé que chupa feliz.
Ya no tenía dinero, ya no tenía nada. La otra lo tenía todo.
La otra. Ella aparecía en sus pesadillas todas las noches, se despertaba con el camisón empapado. La cólera la sofocaba. Tenía que beber un vaso de agua para deshacer el nudo de rabia que le aplastaba el pecho. Sus noches terminaban con las temblorosas luces del alba, rumiando una revancha que no acababa de alumbrar. Josiane Lambert, acabaré contigo y con tu hijo, silbaba, hundida en su mullida almohada. ¡Y aún he tenido suerte de que no se llevara la ropa de cama! Me habría visto obligada a dormir sobre almohadas del Carrefour.
Tenía que acabar con esta infamia. Y eso no vendría de un nuevo enlace, a los sesenta y ocho años no encandilas a ningún hombre con lo que queda de tu encanto, sólo podría proceder de una acción que debería emprender para recuperar sus derechos. Una venganza madura, premeditada.
¿Cuál? Todavía no lo sabía.
Para calmar los nervios, rondaba por los alrededores del domicilio de su rival, la seguía cuando paseaba al heredero, dentro de un landó inglés cubierto de bordados y mantas de lana peinada, seguida por el coche a cuyo volante iba Gilíes, el chofer, por si la usurpadora se cansaba. Se ahogaba de rabia, pero seguía tras los pasos de la madre y del hijo, dando zancadas con sus piernas largas y delgadas, protegida, creía, por el amplio sombrero que nunca la abandonaba.
Había pensado en el vitriolo. Rociar a la madre y al niño, desfigurarlos, cegarlos, grabar su rostro con una lepra imborrable. Ese proyecto la transfiguraba, una gran sonrisa iluminaba su rostro reseco, encalado con polvo blanco. Disfrutaba pensando en ello. Se informó sobre la forma de procurarse ese concentrado de ácido sulfúrico, investigó, estudió los efectos; esa idea la rondó durante algún tiempo, hasta que la abandonó. Marcel Grobz la denunciaría y su furia sería terrible.
Su venganza debía ser secreta, anónima, silenciosa.
Decidió entonces estudiar el territorio de su rival. Intentó sobornar a la asistenta que trabajaba en casa de Marcel, hacerla hablar de sus amigos, de sus relaciones, de la familia de su jefa. Sabía dirigirse a los subalternos, ponerse a su nivel, adoptar sus puntos de vista, incidir en sus miedos imaginarios, cargar las tintas, halagarlos, acariciaba sus sueños, se mostraba buena amiga, buena señora para sacarles la información que necesitaba: esa Josiane, ¿no tendrá un amante?
– Oh, no… La señora nunca haría eso -enrojecía la criada-. Es demasiado buena. Y demasiado franca también. Cuando tiene algo en el corazón, lo dice. No es de las que disimulan.
¿Una hermana, un hermano indigno que viniese a sacarle dinero cuando el gordo seboso le volvía la espalda? La criada, tras haber colocado los billetes doblados en cuatro en el bolsillo de su chaqueta, decía, no lo creo, la señora Josiane parece muy enamorada y el señor también, se comen a besos y, si no estuviese Júnior vigilándoles, se pasarían el día retozando en la cocina, en la entrada, en el salón…, y es que amarse, se aman. Son como dos piruletas pegadas.
Henriette golpeaba el suelo con el pie encolerizada.
– Pero ¿todavía se frotan el uno contra el otro? ¡Es repugnante!
– Oh, no, señora, ¡resulta encantador! Si los viese… Ofrecen esperanza, aumenta la fe en el amor cuando se trabaja para ellos.
Henriette se alejaba tapándose la nariz.
Entonces intentó ablandar a la portera del inmueble para obtener datos que, juiciosamente utilizados, podrían servir a sus propósitos, pero renunció. No se veía haciéndose cargo del niño, ni pagando a un sicario para suprimir a la madre.
Ella y Marcel no estaban divorciados todavía, ella ponía mil dificultades, inventaba mil obstáculos, alejaba la fecha fatídica en la que él recobraría su libertad y podría casarse de nuevo. Era su única ventaja: todavía estaba casada y muy lejos de divorciarse. La ley la protegía.
Tendría que planearlo todo de forma segura y sutil. Marcel no era tonto. Podía mostrarse implacable. Lo había visto en acción. Aplastaba a enemigos temibles con su sonrisa de monaguillo. Hundía a su adversario con tres pelotazos.
Encontraré algo, lo encontraré, se decía todos los días dando zancadas por la avenida Ternes, la avenida Niel, la avenida Wagram, la avenida Foch, siguiendo el carrito de ese niño al que odiaba. Esas caminatas la agotaban. Su rival, más joven y vivaz, empujaba el landó con decisión. Volvía a su casa, los pies ensangrentados, y meditaba, los dedos estirados en un barreño de agua salada. Siempre me las he arreglado, no ha llegado el día en que ese viejo asqueroso y derrochador me reduzca a la nada.
A veces, primera hora de la mañana, cuando el día apuntaba a través de las cortinas, podía darse un lujo del que disfrutaba mucho porque era muy poco frecuente: las lágrimas. Derramaba escasas lágrimas frías pensando en su vida que habría debido ser luminosa, dulce, si el infortunio no se hubiese cebado con ella. Cebado, repetía, lanzando un sollozo de rabia. No había tenido suerte, la vida es una lotería y a mí no me ha tocado un buen número. Eso por no hablar de mis hijas, rabiaba, erguida en su cama. La una, ingrata y vulgar, no quiere volver a verme, la otra, frívola y mimada, dejó pasar la oportunidad de su vida queriéndose convertir en madame de Sévigné. ¡Qué idea más absurda! ¿Necesitaba acaso travestirse en autora de éxito? Lo tenía todo. Un marido rico, un piso magnífico, una casa en Deauville, dinero a raudales… Y le puedo asegurar, añadía como si se dirigiese a una amiga imaginaria sentada al pie de su cama, ¡que no cerraba nunca el grifo! Tuvo que creerse otra, abandonarse a sueños estériles, presumir de ser una escritora. Hoy languidece en una clínica. No voy a verla: me deprime. Y además, está tan lejos y el transporte público… ¡Dios! ¿Cómo hará la gente para amontonarse todos los días en esos vagones de ganado humano? ¡No, gracias!
Un día en que interrogaba a la criada sobre las relaciones de Marcel y su puta -así es como llamaba a Josiane en sus soliloquios-, se enteró de que iban a invitar a cenar a Joséphine próximamente. Hablaban de hacerlo. ¡Joséphine en casa del enemigo! Podría ser su caballo de Troya. Tenía que reconciliarse con ella, sin falta. Era tan tonta, tan ingenua, que no vería más que humo.