Su determinación se vio reforzada cuando, un día en el que esperaba que el semáforo se pusiese verde para poder continuar su persecución, tuvo la sorpresa de ver el coche de Marcel detenerse a su altura.
– Y bien, abuela -saludó Gilíes, el chofer-, ¿dando un paseíto para airearse? ¿Redescubriendo el placer de caminar?
Ella le había vuelto la cabeza, mirando la copa de los árboles, concentrándose en las castañas que estallaban dentro de su cáscara marrón. Las castañas las prefería en marrons glacés. Los compraba en Fauchon. Había olvidado que crecían en los árboles.
Él había tocado la bocina para que le atendiese y había seguido:
– ¿No estaremos más bien buscándole problemas al patrón, pegándose al culo de su chica y de su hijo? ¿Cree que no me he dado cuenta del tiempo que lleva correteando tras ellos?
Por suerte no había nadie que pudiese extrañarse de ese inapropiado diálogo. Bajó los ojos hacia él y le fusiló con la mirada. Él aprovechó para dar la estocada finaclass="underline"
– Le aconsejo que lo deje y pronto, porque si no se lo cuento al jefe. ¡Y su cheque de final de mes podría desvanecerse!
Ese día Henriette abandonó el seguimiento. Tenía que encontrar sin falta un medio para atacar, un medio invisible, anónimo. Una venganza a distancia, en la que ella no apareciese.
No iba a dejarse morir de pena, iba a matar su pena.
Joséphine comprobó que llevaba efectivamente el medallón, cerró la puerta y salió. Se había acordado de las reglas de prudencia dictadas por Hildegarda de Bingen para alejar el peligro: llevar en un saquito bajo el cuello las reliquias de un santo protector o los fragmentos de pelo, de uñas o de piel del cabeza de familia fallecido. Había colocado el mechón de pelo de Antoine en un medallón y lo llevaba alrededor del cuello. Estaba convencida de que Antoine la había salvado interponiéndose, en forma de paquete postal, entre ella y el asesino; podía, pues, protegerla de un nuevo asalto si el asesino volvía a la carga. ¡Qué importaba que la tomaran por una tarada!
Al fin y al cabo, la creencia en las reliquias protectoras había perdurado el tiempo suficiente en la historia de Francia como para concederle un poco de crédito. No por vivir en una época que presume de científica y racional, dejo de tener derecho a creer en lo sobrenatural. Los milagros, los santos, las manifestaciones del más allá formaban parte de la vida cotidiana en la Edad Media. Se había llegado hasta creer en los dones curativos de un perro. En el siglo XII, en la parroquia de Châtillon-sur-Chalaronne. Se llamaba Guignefort. Su amo lo había martirizado y lo había enterrado con prisas una campesina, que había tomado por costumbre depositar unas flores sobre la tumba del pobre lebrel cada vez que pasaba por el claro. Un día en el que paseaba con su hijo de quince meses, que tenía una fiebre muy alta y pústulas en el rostro, había colocado al niño sobre la tumba para ir a recoger, como hacía siempre, flores en el campo. Cuando volvió, el niño, con el rostro liso como el terciopelo, balbuceaba y daba palmas para celebrar la desaparición del mal que le atormentaba. La campesina narró a todos esa aventura, que fue declarada milagro. Las mujeres del pueblo adoptaron la costumbre de peregrinar a la tumba del perro en cuanto un niño enfermaba. Volvían cantando, alabando al perro y sus poderes sobrenaturales. Pronto llegaron de todas partes para colocar a los niños enfermos sobre la tumba de Guignefort. Hicieron de él un santo. San Guignefort, ladra por nosotros. Le rezaban oraciones, le edificaron un altar, depositaban ofrendas. Se armó tanto jaleo que en 1250 un dominico, Esteban de Borbón, prohibió estas prácticas supersticiosas, pero los peregrinajes continuaron hasta el siglo XX.
Tenía previsto trabajar en la biblioteca y luego, a las seis y media, presentarse en el colegio de Zoé para la tradicional reunión entre padres y profesores. No lo olvides, ¿eh, mamá? No te quedarás encerrada en una mazmorra oliendo una flor de lis… Ella había sonreído y había prometido ser puntual.
Estaba sentada, pues, en el metro, en el sentido de la marcha, la nariz pegada al cristal. Reflexionaba sobre la organización de su trabajo, los libros que debería estudiar, las fichas que rellenar, el bocadillo y el café que se tomaría en la barra. Debía hacer un estudio sobre la higiene de las jovencitas. La vestimenta cambiaba según las regiones y se podía adivinar de dónde venía una mujer por su ropa. La jovencita del pueblo llevaba una falda y una caperuza con un cinturón y pequeñas bolsas colgadas de la cintura pues, en la Edad Media, no existían los bolsillos. Por encima del vestido se ponía un surcot, una especie de abrigo forrado de vientre de ardilla llamado el vero. ¡Hoy en día si una se vistiese con piel de vientre de ardilla le arrancarían los ojos y las orejas!
Giró la cabeza y echó un vistazo a su vecino, que estudiaba un curso de electricidad. Una exposición sobre el trifásico. Intentó leer sus notas. Eran un encadenamiento de flechas rojas y círculos azules, de raíces cuadradas y divisiones. Un título subrayado en rojo decía: «¿Cómo es un transformador perfecto?». Joséphine sonrió. Había leído: «¿Cómo es un hombre perfecto?». Su relación con Luca languidecía. Ya no iba a dormir a su casa: estaba viviendo con su hermano. Vittorio estaba cada vez más inquieto. Luca se inquietaba por su estado mental. Dudo en dejarle solo y no quiero que lo encierren. Tiene una verdadera fijación con usted. Debo probarle que sólo me importa él. Además, el editor había adelantado la fecha de aparición de su libro sobre las lágrimas, y debía corregir sus pruebas. La llamaba, hablaba de películas, de exposiciones a las que irían juntos, pero no se citaba con ella. Huye de mí. La carcomía una pregunta: ¿qué habría querido decirle la noche que no se había presentado a la cita? «Tengo que hablar con usted, Joséphine, es importante». ¿Se trataría de la violencia de su hermano? ¿Vittorio le había amenazado con atacarla? ¿O había atacado quizás a Luca?
Desde que ella le había contado la agresión de la que había sido víctima, entre ellos se había instalado cierto distanciamiento. Pensaba por un momento que habría hecho mejor callándose. No importunarle con sus problemas. Después recobraba el dominio de sí misma y se reprochaba diciendo ¡no!, pero bueno, Jo, ¡deja de creerte algo despreciable! ¡Eres una persona formidable! Tengo que entrenarme pensándolo. Soy una persona formidable, merezco vivir. No soy una mota de polvo.
Luca resultaba tan misterioso como el capítulo sobre la corriente trifásica del vecino. Necesitaría un circuito de flechas para entenderle y llegar hasta su corazón.
Frente a ella, dos estudiantes examinaban los anuncios por palabras en busca de piso y protestaban por el precio de los alquileres.
Tenían aspecto de buenos chicos. Joséphine sintió ganas de invitarles a instalarse en su casa, había una habitación de servicio en el sexto piso, pero se contuvo. La última vez que había cedido a un impulso de generosidad, había tenido que soportar la presencia de la señora Barthillet y de su hijo Max en su casa: no conseguía echarlos. Ya no tenía noticias de los Barthillet. En la estación de Passy, el metro salía al aire libre. Era su tramo preferido, cuando la vía salía de las entrañas de la tierra y se lanzaba hacia el cielo. Se volvió hacia la ventana, buscando la luz. De golpe aparecieron los andenes, iluminados por el sol. Cerró los ojos. Siempre se sorprendía.
Un metro que venía en sentido contrarío se detuvo al lado del suyo. Se fijó en la gente sentada en el vagón. Los observaba, inventaba vidas, amores, penas. Intentaba adivinar los que tenían pareja, intentaba atrapar retazos de diálogo en sus labios. Su mirada acarició primero a una dama, fuerte, envuelta en un abrigo de cuadros enormes, que fruncía el ceño. No es muy buena idea lo de los cuadros cuando se está gordo, ¡y esas cejas! Declaro que es desabrida y solterona. Su prometido huyó, un día, y le está esperando para decirle lo que piensa, con un rodillo de pastelería escondido en la espalda. Después otra mujer, muy delgada, con un trazo de contorno de ojos verde pistacho en cada párpado. Debía de estar haciendo crucigramas porque chupaba un lápiz, inclinada sobre un periódico. No llevaba alianza, llevaba las uñas rojas, Joséphine decidió que era informática, soltera, que no tenía hijos y que nunca lavaba la vajilla. El sábado por la noche iba a una discoteca, bailaba hasta las tres de la mañana y volvía sola. A su lado, un hombre, los hombros caídos, un jersey rojo de cuello vuelto, una chaqueta gris, demasiado grande, un poco ajada, le daba la espalda. Una mujer quiso sentarse y se desplazó para dejarla pasar. Vio su rostro y se quedó de piedra. ¡Antoine! Era Antoine. No estaba mirando en su dirección, sus ojos flotaban en el vacío, pero era él. Golpeó con todas sus fuerzas contra la ventanilla, gritó ¡Antoine! ¡Antoine! Se levantó, martilleó el cristal, el hombre giró la cabeza, la miró, extrañado, y le hizo una pequeña señal con la mano. Como si se sintiese desconcertado y le pidiese que se calmase.