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¡Antoine!

Tenía una larga cicatriz en la mejilla derecha y el ojo derecho cerrado.

¿Antoine?

Ya no estaba segura del todo.

¿Antoine?

No parecía haberla reconocido.

Las puertas se cerraron. El metro se puso en marcha. Joséphine se dejó caer en el asiento, la cabeza vuelta hacia atrás para intentar percibir una última vez al hombre que se parecía a Antoine.

No es posible. Si estaba vivo, habría venido a vernos. No tiene nuestra dirección, susurró la vocecita de Zoé. ¡Pero una dirección se encuentra! ¡Yo he recibido su paquete! ¡Puede pedírsela a Henriette!

Pero ella no podía ver a Antoine ni en pintura, replicó la vocecita de Zoé.

El chico pasó la página de su curso de electricidad trifásica. Los estudiantes rodeaban con rotulador rojo un piso en la calle Glaciére. Dos habitaciones, setecientos cincuenta euros. Un hombre, que había subido en la estación de Passy, hojeaba una revista sobre segundas residencias. Financiación y fiscalidad. Llevaba una camisa blanca, un traje gris con rayas azul cielo y una corbata roja de lunares. El hombre al que había tomado por Antoine llevaba un jersey rojo de cuello vuelto. Antoine detestaba el rojo. Es un color para camioneros, afirmaba.

Pasó la tarde en la biblioteca, pero le costó mucho trabajar. No conseguía concentrarse. Volvía a ver aquel vagón y a sus ocupantes, la mujer gorda a cuadros, la menuda con dos trazos de contorno de ojos verde y… Antoine con jersey rojo de cuello vuelto. Sacudía la cabeza y volvía al estudio de sus textos. Santa Hildegarda de Bingen, protégeme, dime que no estoy loca. ¿Por qué viene a torturarme?

A las seis menos cuarto, recogió sus papeles, sus libros y volvió a coger el metro en sentido inverso. En la estación de Passy, buscó con la mirada a un hombre con jersey rojo de cuello vuelto. Quizás se haya convertido en un mendigo. Vive en una estación de metro. Ha elegido la línea 6 porque va por la superficie, porque se ve París como en una postal, para poder admirar la torre Eiffel que brilla. Por la noche duerme cubierto con un abrigo viejo bajo un arco del metro elevado. Son muchos los que se refugian bajo el metropolitano. No sabe dónde vivo. Yerra como un ermitaño. Ha perdido la memoria.

A las seis y media, entró en el colegio de Zoé. Cada profesor recibía en una sala de estudio. Los padres hacían cola en el pasillo, esperando su turno para hablar de los problemas o los éxitos de sus hijos.

Anotó en una hoja los nombres de los profesores, el número de su sala y la hora a la que la esperaban. Se puso en la cola para su primera cita, la profesora de inglés, miss Pentell.

La puerta estaba abierta y miss Pentell sentada detrás de su mesa. Tenía ante ella las notas del alumno y los comentarios sobre su conducta en clase. Cada entrevista debía durar cinco minutos, pero era frecuente que los padres angustiados prolongaran la conversación, con la esperanza de aumentar la nota de su prole. Los demás padres, que esperaban en el umbral del aula, suspiraban mirando el reloj. A menudo se producían intercambios desagradables, incluso altercados. Joséphine ya había asistido a discusiones memorables, en las que padres solemnes se transformaban en vociferantes violentos.

Algunos leían el periódico durante la espera, las madres charlaban, intercambiaban direcciones de clases particulares, de campos de vacaciones, teléfonos de chicas au pair. Otras tenían la oreja pegada al móvil, otras intentaban colarse pasando delante de todo el mundo, provocando un concierto de protestas.

Vio de pasada a su vecino, el señor Lefloc-Pignel, que salía de una clase. Le hizo una señal amistosa con la mano. Ella le sonrió. Estaba solo, sin su mujer. Después le llegó el turno para su entrevista con la profesora de inglés. Miss Pentell le aseguró que todo iba bien, Zoé tenía un nivel muy bueno, un acento perfecto, una seguridad remarcable en la lengua de Shakespeare, un excelente comportamiento en clase. No había nada de particular que señalar. Joséphine enrojeció ante tantos cumplidos y tiró la silla al levantarse.

Lo mismo sucedió con los profesores de matemáticas, español, ciencias naturales, historia, geografía, pasaba de clase en clase recibiendo alabanzas y laureles. Todos la felicitaban por tener una hija brillante, alegre, concienzuda. También muy buena compañera. La habían nombrado tutora de un alumno con dificultades. Joséphine recibía esos cumplidos como si estuviesen dirigidos a ella, también le gustaba el esfuerzo, la perfección, la precisión. Se sentía muy feliz y caminaba alegremente hacia su última cita, la señora Berthier.

El señor Lefloc-Pignel esperaba ante la puerta de la clase. Su saludo fue menos caluroso que antes. Estaba apoyado en el marco de la puerta abierta, golpeando el cartel con el índice, haciendo un ruido irregular e irritante que debió de importunar a la señora Berthier, porque levantó la cabeza y pidió con tono exasperado: «¿Puede usted dejar de hacer ese ruido, por favor?».

Sobre una silla, a su lado, colocado bien liso y siempre mofletudo, descansaba su sombrero verde de fruncidos.

– No ganará tiempo y me impide concentrarme -subrayó la señora Berthier.

El señor Lefloc-Pignel golpeó la esfera de su reloj para indicarle que llevaba retraso. Ella asintió con la cabeza, separó las manos en señal de impotencia y se inclinó hacia una madre con aspecto desesperado, los hombros encogidos, los pies hacia dentro, las largas mangas de su abrigo cubriéndole los dedos. El señor Lefloc-Pignel se contuvo un momento, después continuó con su martilleo, con el índice doblado, como si golpeara la puerta.

– Señor Lefloc-Pignel -dijo la señora Berthier leyendo su nombre en la lista de padres-, le agradecería mucho que esperase su turno pacientemente.

– Yo le agradecería que respetase los horarios. Lleva usted ya treinta y cinco minutos de retraso. Es inadmisible.

– Me tomaré el tiempo que haga falta.

– ¿Qué tipo de profesora es usted si no sabe que la exactitud es una cortesía que conviene enseñar a los alumnos?

– ¿Y qué tipo de padre es usted si es incapaz de escuchar a los demás y adaptarse?-replicó la señora Berthier-. Aquí no estamos en un banco, nos ocupamos de niños.

– ¡Usted no es quien para darme lecciones!

– Es una lástima -sonrió la señora Berthier-. ¡Si le hubiera tenido como alumno le habría enseñado a obedecer!

Él se encabritó como si le hubieran clavado una pica.

– Siempre es así-dijo, dirigiéndose a Joséphine-. Las primeras citas van bien, y después, se acumulan los retrasos. ¡Sin la menor disciplina! ¡Y ella siempre me hace esperar adrede! Cree que no me doy cuenta, ¡pero a mí no me engaña!

Había levantado la voz para que la señora Berthier le oyera.