– ¿Sabe usted que arrastró a los niños a la Comédie-Franҫaise, por la noche, un día de diario? Está usted al corriente, ¿verdad?
La señora Berthier había llevado a su clase a ver El Cid. Zoé había vuelto encantada. Había cambiado Los miserables por los monólogos de El Cid y deambulaba, trágica, por el pasillo, recitando: «¡Oh, rabia! ¡Oh, desesperanza! ¡Oh, vejez enemiga! ¿Acaso tanto he vivido que para esta infamia…?».
A Joséphine le había costado no echarse a reír ante ese don Diego imberbe en pijama rosa.
– Se acostaron a las doce. Es un escándalo. Un niño necesita dormir. Su equilibrio y el desarrollo de su cerebro dependen de ello.
Hablaba cada vez más alto. Se le había unido una madre que alimentaba su cólera añadiendo datos.
– ¡Encima nos pidió ocho euros por niño! -se quejó.
– ¡Cuando pienso en la de dinero que aportamos con nuestros impuestos!
– Es un teatro subvencionado -gruñó la madre-. Podrían regalar entradas a los niños de los colegios e institutos.
– ¡Completamente de acuerdo!-añadió otra que engrosó el grupo de los descontentos-. ¡Hay que ser pobre para que alguien se preocupe por ti en este país!
– ¿No dice usted nada? -soltó Lefloc-Pignel, molesto porque Joséphine permanecía callada.
Sus mejillas enrojecieron, se colocó el pelo para que no le vieran las puntas de las orejas, que se volvían púrpura. La señora Berthier se levantó y se acercó para cerrar la puerta con un golpe seco. Los padres se quedaron atónitos.
– ¡Me la ha cerrado en las narices! -exclamó Lefloc-Pignel.
Miraba fijamente la puerta, lívido.
– ¡Ya les dije que, ahora, contratan a los profesores en los suburbios! -dijo una madre apretando los labios.
– ¡Cuando las élites se desmoronan, ya nadie se hace responsable de nada!-gruñó un padre-. ¡Pobre Francia!
Joséphine hubiera dado cualquier cosa por estar en otro sitio. Decidió organizar su fuga.
– Creo que, mientras espero, voy a ir a ver…, esto…, ¡al profesor de educación física!
Una madre la miró de arriba abajo y, en sus ojos, Joséphine percibió el desprecio de un general ante un soldado que deserta. Se alejó. Ante cada clase había un padre o una madre pataleando, invocando a Jules Ferry. Había uno que amenazaba con hablar con el ministro, al que conocía bien. Sintió un impulso de solidaridad hacia los profesores y decidió aligerar su tarea saltándose sus dos últimas citas.
Hizo un resumen a Zoé. Subrayó la buena opinión que los profesores tenían de ella, le contó las escenas de motín a las que había estado a punto de asistir.
– Tú no perdiste la calma porque estabas contenta -le hizo notar Zoé-. Quizás los otros padres tienen un montón de problemas con sus hijos y se enfadan…
– Lo mezclan todo. No es culpa de los profesores.
Empezó a recoger la mesa. Zoé se levantó para abrazarse a su cintura.
– Estoy muy orgullosa de ti, mi amor -murmuró Joséphine.
Zoé le devolvió el beso y siguió pegada a ella.
– ¿Cuándo crees que volverá papá? -suspiró al cabo de un momento.
Joséphine se sobresaltó. Había olvidado al hombre del metro.
La abrazó más fuerte. Volvió a ver el jersey rojo de cuello vuelto. El corte en la mejilla, el ojo cerrado. Murmuró, no sé, no sé.
Al día siguiente, cuando Iphigénie le trajo el correo, le informó de que la víspera habían apuñalado a una mujer, en la arboleda de Passy. Al lado de su cuerpo habían encontrado un sombrero, un curioso sombrero con fruncidos verde almendra… ¡Exactamente igual que el suyo, señora Cortès!
SEGUNDA PARTE
La receta decía: «Fácil, precio razonable, tiempo de preparación y cocción: tres horas». Era Nochebuena. Joséphine preparaba un pavo. Un pavo relleno de auténticas castañas, y no uno de esos purés congelados insípidos que se pegan al paladar. La castaña fresca es esponjosa, perfumada; si la congelas queda blanduzca y pastosa. También estaba preparando purés de apio, zanahoria y nabos para acompañar el pavo. Unos entrantes, una ensalada, una tabla de quesos que había ido a comprar a Barthélemy, en la calle Grenelle, y un tronco de Navidad con enanos y setas de merengue.
¿Qué me pasa? Todo me pesa y me aburre. Normalmente me gusta preparar el pavo de Navidad; cada ingrediente me aporta su lote de recuerdos, me remonto a mi infancia; de pie sobre un taburete, mirando oficiar a mi padre con su gran delantal blanco, bordado con letras azules: Soy el chef y hay que obedecerme. Conservo ese delantal, me lo ciño a la cintura, paso los dedos sobre las letras en relieve y releo mi pasado en braille.
Su mirada cayó sobre el pavo pálido y flácido que reposaba sobre el papel de estraza del carnicero. Desplumado, las alas desplegadas, el vientre hinchado, la carne sonrosada y salpicada de puntos negros, mostraba cruelmente su miseria de pavo atado de pies y manos. A su lado reposaba un largo cuchillo de brillante filo.
La señora Berthier había sido apuñalada. Cuarenta y seis puñaladas en pleno corazón. La habían encontrado inerte, con las piernas abiertas y boca arriba. Habían citado a Joséphine en la comisaria. La agente de policía había relacionado las dos agresiones. Las mismas circunstancias, el mismo modus operandi. Había tenido que explicar de nuevo cómo el zapato de Antoine, colocado a la altura de su corazón, la había salvado. La capitán Gallois, que la había recibido la primera vez, la escuchaba con los labios prietos. Joséphine podía leer su pensamiento: «La ha salvado un zapato».
– Es usted un milagro viviente -había dicho la mujer policía mientras sacudía la cabeza como si no pudiese creerlo-. La señora Berthier ha recibido puñaladas extremadamente violentas. Las heridas tienen una profundidad de unos diez o doce centímetros. Es un hombre fuerte; y sabe manejar un arma blanca, no es un aficionado.
Al oír esas cifras macabras, Joséphine había escondido las manos entre los muslos para reprimir el temblor que la sacudía.
– La suela del zapato debía de ser extraordinariamente gruesa -señaló la capitán como si intentara convencerse-. La ha golpeado a la altura del corazón. Como a usted.
Le había pedido que trajese el paquete de Antoine para poder analizarlo.
– ¿Conocía usted a la señora Berthier?
– Era la tutora de mi hija. Habíamos vuelto juntas una tarde del colegio. Había ido a visitarla para hablar de Zoé.
– ¿No hablaron de nada que le parezca importante?
Joséphine sonrió. Iba a contar un detalle cómico. La capitán creería que lo hacía adrede o que no se lo tomaba en serio.
– Sí. Teníamos el mismo sombrero. Un extraño sombrero de tres pisos, un poco extravagante, que yo no me atrevía a llevar y que ella me animó a ponerme… Tenía miedo de dar la nota.
La mujer se había inclinado y le había mostrado una foto.
– ¿Éste?
– Sí. Lo llevaba la noche que me agredieron -había murmurado Joséphine mirando la foto del tocado-. Lo perdí en el parque… No tuve el valor de volver a buscarlo.
– ¿No había nada más que la intrigara?
Joséphine había dudado, otro detalle cómico… Después había añadido:
– No le gustaba la Pequeña serenata nocturna de Mozart, le parecía que era una cantinela soporífera. Hay poca gente que se atreva a decir eso. Es cierto que es una melodía bastante repetitiva.
La oficial de policía la había mirado con un aire entre irritado y desdeñoso.
– Bien -había concluido-. Permanezca localizable, la llamaremos si es necesario.
Tirar de los hilos, esbozar hipótesis, trazar fronteras entre lo posible y lo imposible, el trabajo de búsqueda se había puesto en marcha. Joséphine ya no podía ayudarles. Era un trabajo para los hombres y mujeres de la brigada criminal. Un detalle: un sombrero verde de tres pisos, denominador común de las dos agresiones. El asesino no había dejado ningún rastro, ninguna huella.