Tirar de los hilos, establecer un límite a no sobrepasar, no pensar más en la señora Berthier, en el asesino. ¿Es posible que viva en el barrio? ¿Quería quizás apuñalarme a mí y se encarnizó contra la señora Berthier? Había fracasado, quiso volver a intentarlo y se equivocó de blanco. Vio el sombrero, creyó que era yo, la misma talla, el mismo aspecto… ¡Para!, gritó Joséphine. ¡Para! Vas a fastidiar la velada. Shirley, Gary y Hortense habían llegado la víspera de Londres y esta noche Philippe y Alexandre se les unirían para cenar.
Crearme una burbuja. Como hacía cuando daba conferencias. El trabajo me calma. Fija mi mente, le impide vagabundear en pensamientos morbosos. La cocina también la llevaba a pensar en sus amadas investigaciones. No existe nada nuevo, reflexionaba Joséphine hundiendo los dedos en las castañas. Los fast-food ya existían en la Edad Media. No todo el mundo poseía su propia cocina, las viviendas en las ciudades eran demasiado pequeñas. Los solteros y los viudos comían fuera. Existían comerciantes de comidas preparadas, profesionales de la alimentación o chair cuitiers, que instalaban puestos al aire libre y vendían salchichas, patés o tortas para llevar. El ancestro de los perritos calientes o de las hamburgueserías. La cocina representaba un sector muy importante de la vida cotidiana. Los mercados estaban bien provistos: aceite de oliva de Mallorca, cangrejos y carpas del Marne, pan de Corbeil, mantequilla de Normandía, tocino del Ventoux, todo llegaba a los mercados de París. En las casas importantes existía un maître queux, quien, desde lo alto de su trona, agitaba un cazo para indicar el trabajo de cada uno. Vigilaba a los happe-lopins o galopines, los pinches de cocina que arrancaban trozos de comida para comérselos a escondidas. Los cocineros se llamaban «Pera blanda», «Tragón», «Limpiapotes», «Cortavientos». Las recetas se escribían en unidades de medida religiosas. Se hacía cocer «desde vísperas hasta el anochecer», hervir los raviolis de carne el tiempo de dos paternóster y las nueces durante tres avemarías. En las cocinas, los marmitones recitaban oraciones, vigilaban la cocción, probaban, oraban de nuevo cogiendo el rosario. La alta nobleza decoraba los platos con hojas de oro. Las comidas se convertían en una auténtica ceremonia. Los cocineros se esforzaban en preparar platos llenos de color, el conejo encebollado rosa, la tarta blanca, la salsa camelina para acompañar el pescado frito. El color despertaba el apetito, los alimentos blancos estaban reservados a los enfermos a los que no convenía excitar. Cada plato cambiaba de color según la estación: el potaje de tripas era marrón en otoño, amarillo en verano. El colmo del refinamiento era la salsa italiana «azul celeste». Y, para complacer a los invitados, el cocinero pintaba sus escudos sobre los platos con gelatina, colocando granos de granada o flores de violeta. Inventaba «manjares disfrazados», dignos de aparecer en una película de horror. Fabricaba animales fantásticos o escenas humorísticas uniendo mitades de animales diferentes. El gallo con yelmo representaba a un caballero montado sobre un lechón. También estaban los entremeses sorpresa: se colocaban pájaros dentro de una torta de pan, se levantaba la tapa en el momento de servir y los pájaros salían volando, ante la sorpresa de los asistentes. Debería intentarlo un día, se dijo Jo, volviendo a sonreír.
Sus tribulaciones se alejaban cuando volvía al siglo XII. A los tiempos de Hildegarda de Bingen. Era difícil evitarla, Hildegarda se interesaba por todo: por las plantas, los alimentos, la música, la medicina, los estados del alma que afectaban al cuerpo, que lo debilitan o fortalecen, ya sea riendo o refunfuñando. «Si el hombre que actúa sigue el deseo del alma, sus obras son buenas, malas si actúa según la carne».
«Carne de salchicha. Mezclar las castañas con la carne de salchicha, el hígado y el corazón picados, hojas de tomillo, sal y pimienta». Volver a mi HDI. No tengo ninguna idea para escribir una nueva novela. Ni ideas ni ganas. Debo tener confianza: un día se impondrá el principio de una historia, me cogerá de la mano y me hará escribir.
Tengo tiempo, se dijo, empezando a quitar la dura piel de las castañas, atenta a no cortarse los dedos. ¿Por qué se dice «pavo con marrons» cuando se rellena de castañas? [3] El detalle es importante. El detalle inculca, encarna, desprende un olor, un color, una atmósfera. Añadiendo detalles, se reconstruye una historia, o la Historia. Se han descubierto facetas completas de la vida cotidiana en la Edad Media rebuscando en las humildes casas de los campesinos. Se ha aprendido más que analizando los castillos. Pensó en esos viejos cacharros de barro en cuyo fondo se han encontrado restos de caramelo. En el monasterio de Cluny habían instalado sistemas de acometida de agua, letrinas, habitaciones para lavarse semejantes a nuestros cuartos de baño.
El señor y la señora Van den Brock habían venido a visitarla tras haberse enterado de la muerte de la señora Berthier. Habían llamado a su puerta, solemnes como candelabros. Ella, fantasiosa, redonda, espontánea; él, serio y delgado. Los ojos de ella daban vueltas en todos los sentidos intentando fijarse en un punto con obstinación; él fruncía el ceño y agitaba sus largos dedos de monje boticario como tijeras gigantescas. La pareja se parecía a la unión entre Drácula y Blancanieves. Era una pareja incorpórea. Joséphine se preguntó cómo habían conseguido tener hijos. Un descuido momentáneo y él se había posado sobre ella, encogiendo sus largos dedos afilados para no arañarla. Dos libélulas torpes acoplándose en el aire. Debemos proteger a nuestros hijos, afirmaba ella, si ataca a las mujeres, puede también atacar a los más pequeños. Sí, pero ¿qué hacer? ¿Qué hacer? Agitaba su cabeza redonda y su moño ralo atravesado por dos alfileres finos. Habían propuesto que los padres de familia hicieran una ronda en cuanto cayera la noche. Joséphine había sonreído, ese artículo no lo tenía disponible; y, como parecían no haber comprendido, había añadido: quiero decir padre de familia, no tengo marido. Habían invertido una pequeña pausa en digerir su agudeza y habían continuado: de la policía no se puede esperar nada, para ellos no será prioritario, la periferia está ardiendo, así que los barrios buenos… El final de la frase estaba teñido de cierta acrimonia, que rompía el tono hasta entonces responsable y grave.
Joséphine se había excusado por no poder participar en el esfuerzo de guerra, pero había añadido que se negaba a dejarse llevar por el miedo. A partir de ahora sería más prudente, iría a buscar a Zoé a la salida de clase, por la tarde, pero no sucumbiría al pánico. Había propuesto la idea de organizar turnos para recoger a los niños del colegio: todos, los Van den Brock, Lefloc-Pignel y Zoé, iban a la misma escuela. Habían decidido volver a hablar de todo después de las fiestas.
– Voy a decirle a Hervé Lefloc-Pignel que pase a verla, está muy inquieto -aseguró el señor Van den Brock con voz masculina-. Su mujer ya no se atreve a salir. Ni siquiera abre la puerta a la portera.
– Diga, ¿no le parece a usted extraño una portera que cambia de color de pelo cada tres semanas? ¿No tendría algún amiguito que…? -se había inquietado la señora Van den Brock.
– ¿Que acabara de salir de la cárcel y escondiese un gran cuchillo en la espalda? -había preguntado Joséphine-. No, ¡no creo que esté involucrada en esto!
– He oído decir que su pareja había tenido problemas con la justicia…
Se habían marchado prometiendo enviarle a Hervé Lefloc-Pignel en cuanto le vieran.
Voy a terminar reconfortando a todo el edificio, había suspirado Jo cuando cerraba la puerta esa tarde. Resulta irónico, ¡me atacan a mí y soy yo quien les tranquiliza! He hecho bien en no hablar de eso con nadie, me hubiese convertido en una curiosidad, vendrían a lanzarme cacahuetes al felpudo.