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Joséphine no había tenido el valor de decirle a Zoé que su padre había muerto. Le había contado que se había marchado a explorar otros parques de cocodrilos en plena jungla, sin teléfono móvil, y que no tardaría en tener noticias suyas. Zoé movía la cabeza y respondía: «Pues ahora ya sólo te tengo a ti, mamá, esperemos que no te pase nada», y tocaba madera para alejar esa posibilidad. «No te preocupes, no me pasará nada, soy invencible, como la reina Leonor de Aquitania, que vivió hasta los setenta y ocho años ¡sin quejarse ni desfallecer!». Zoé reflexionaba un instante e insistía en el aspecto práctico: «Pero si te pasara algo, mamá, ¿qué haría yo? ¡Nunca podría encontrar a papá yo sola!». A Joséphine se le había pasado por la cabeza enviarle postales firmadas: «Papá», pero le repugnaba la idea de convertirse en una impostora. Un día u otro tendría que contarle la verdad. Nunca era un buen momento. Pero es que ¿acaso había un momento ideal para anunciar a una adolescente de trece años y medio que su padre había muerto entre las fauces de un cocodrilo? Hortense lo sabía. Había llorado, culpó a Joséphine, y después había decidido que era mejor así, que su padre sufría demasiado por no haber triunfado en la vida. A Hortense no le gustaban las emociones, pensaba que eran una pérdida de tiempo, de energía, una debilidad sospechosa que no provocaba sino piedad. Ella sólo tenía una meta en la vida: triunfar; y nadie, nadie se interpondría en su camino. Quería a su padre, cierto, pero ya no podía hacer nada por él. Cada uno es responsable de su destino; él había perdido la partida, y había pagado el precio.

Derramar lágrimas por él no le iba a resucitar.

Eso había sido el junio anterior.

A Joséphine le parecía que había pasado una eternidad.

Con una matrícula de honor en selectividad en el bolsillo, Hortense se había ido a estudiar a Inglaterra. A veces se reunía con Zoé en casa de Philippe y pasaba el sábado con ellos, pero la mayor parte del tiempo llegaba como una exhalación, besaba a su hermanita y se volvía a marchar. Se había inscrito en el Saint Martins College de Londres y trabajaba sin parar. «Es la mejor escuela de diseño del mundo», aseguraba a su madre. «Lo sé, es cara, pero ahora podemos permitírnoslo, ¿verdad? Ya verás, no te arrepentirás de tu inversión. Voy a convertirme en una diseñadora mundialmente conocida». Hortense no tenía dudas. Joséphine tampoco. Siempre confiaba en su hija mayor.

¡Cuántos acontecimientos en apenas un año! En pocos meses mi vida se ha transformado completamente. Estaba sola, abandonada por mi marido, maltratada por mi madre, perseguida por mi banquero, asediada por las deudas, había terminado de escribir una novela para mi hermana, para que mi querida hermana, Iris Dupin, la firmara y pudiese brillar en sociedad.

Y ahora…

Ahora Scorsese ha comprado los derechos de mi novela y se habla de Nicole Kidman para encarnar a Florine, mi heroína. Las traducciones extranjeras son incontables y acabo de recibir mi primer contrato en chino.

Ahora Philippe vive en Londres con Alexandre. E Iris está internada en una clínica de la región parisina, curándose de una depresión.

Ahora estoy buscando un tema para mi segunda novela, porque el editor me ha convencido para que escriba otra. Busco, busco, pero no encuentro.

Ahora soy viuda. La policía local ha confirmado la muerte de Antoine, se la ha comunicado a la embajada de Francia en Nairobi y ha informado al Ministerio de Asuntos Exteriores en Francia. Soy Joséphine Plissonnier, viuda de Cortès. Soy capaz de pensar en Antoine, en su horrible muerte, sin llorar.

Ahora he rehecho mi vida: espero a Luca para ir al cine. Luca habrá comprado el Pariscope y elegiremos juntos la película. Siempre la elegía él, pero ella fingía dejarle la iniciativa. Apoyaría la cabeza en su hombro, metería la mano en su bolsillo y diría: «Elija usted». Y él diría: «De acuerdo, elegiré yo, ¡pero luego no se queje!».

Joséphine no se quejaba nunca. Se sorprendía siempre de que a él le gustase estar con ella. Cuando dormía en su casa, cuando notaba que se había dormido apoyado en ella, jugaba a cerrar los ojos un buen rato y a abrirlos después para descubrir, como si no lo hubiese visto nunca, el decorado austero de su estudio, la luz blanca que se filtraba a través de las lamas de los estores, las pilas de libros amontonados en el suelo. Encima de cada pila, una mano distraída había dejado un plato, un vaso, la tapa de una cacerola o un periódico a punto de caerse. El apartamento de un solterón. Ella saboreaba su estatus de dueña del lugar. Ésta es su casa, y soy yo la que duerme en su cama. Se apretaba contra él, y le besaba furtivamente la mano, una mano seca como un sarmiento de viña negra, que le enlazaba la cintura. Tengo un amante. Yo, Joséphine Plissonnier, viuda de Cortès, tengo un amante. Se le enrojecieron las orejas y recorrió con la mirada el interior del café para verificar que nadie la observaba. ¡Espero que le guste mi sombrero! Si arruga la nariz, lo aplasto y me hago una boina. O lo enrollo, me lo meto en el bolsillo y no me lo vuelvo a poner.

Su mirada volvió al paquete. Deshizo el cordel y releyó la dirección. Señora Joséphine Cortès. No habían tenido tiempo de divorciarse. ¿Hubiesen tenido el valor? Marido y mujer. Uno no se casa sólo para lo mejor, uno se casa también para los errores, las debilidades, las mentiras, los subterfugios. Ya no estaba enamorada de Antoine, pero seguía siendo su marido, el padre de Hortense y de Zoé.

Apartó con cuidado el envoltorio, miró una vez más los sellos-¿volvería para dárselos a la empleada de correos?-, entreabrió la caja de zapatos. Dentro había una carta.

Señora:

Estas son las pertenencias de Antoine Cortès, su marido, que hemos encontrado tras el desgraciado accidente que le costó la vida. Tenga por seguro que todos la acompañamos en el sentimiento y que recordamos con afecto a nuestro compañero y amigo, siempre dispuesto a hacer un favor y a pagar una ronda. La vida no será ya la misma sin él, y su silla en el bar permanecerá vacía como muestra de fidelidad.

Sus amigos y colegas del Crocodile Café en Mombasa.

Le seguían las firmas, todas ilegibles, de los antiguos conocidos de Antoine. Aunque hubiera podido descifrarlas, no le habrían aportado nada: no conocía a ninguno.

Joséphine volvió a doblar la carta y retiró el papel de periódico que envolvía los efectos de Antoine. Sacó un reloj sumergible, un hermoso reloj con un gran cuadrante negro, rodeado por una roseta de cifras romanas y árabes; una zapatilla deportiva naranja de la talla 39 -sufría por tener los pies pequeños-; una medalla de bautismo que representaba un ángel de perfil, con el mentón apoyado en el dorso de la mano, y en el reverso de la medalla, su nombre grabado y la fecha de nacimiento, 26 de mayo de 1963. Finalmente, pegado con celo a un trozo de cartón amarillento, un mechón de pelo largo y castaño acompañado de una frase garabateada a mano: «Cabello de Antoine Cortès, hombre de negocios francés». Fue el mechón lo que conmocionó a Joséphine. El contraste entre esos cabellos finos, sedosos, y el aspecto que quería mostrar Antoine. No le gustaba su nombre, prefería Tonio. Tonio Cortès. Eso tenía estilo. Estilo de perdonavidas, de gran cazador de fieras, de hombre que no teme a nada, cuando en realidad se moría de miedo de no triunfar, de no estar a la altura.

Acarició el mechón con los dedos. Mi pobre Antoine, no estabas hecho para este mundo, sino para un mundo de terciopelo, frívolo, un mundo de opereta en el que uno puede sacar pecho con toda impunidad, un mundo en el que tus fanfarronadas habrían atemorizado a los cocodrilos. Para ellos sólo has sido un bocado más. Y no sólo para esos reptiles sumergidos en los estanques. Para todos los cocodrilos de la vida, que abrían sus fauces para devorarnos. El mundo está lleno de esas bestias asquerosas.