– Porque ha sido usted agredida. ¿Para qué negarlo?
– No estoy segura de que haya sido la misma persona. No me gusta que se mezclen las cosas, precipitarse…
– Pero bueno, señora Cortès…
– Puede usted llamarme Joséphine.
– Esto…, no…, prefiero señora Cortès.
– Como quiera…
Les interrumpió la llegada de Shirley, seguida de Gary y Hortense, los brazos cargados de paquetes, la nariz y los pómulos enrojecidos por el frío. Daban palmas en sus gruesos guantes, se soplaban las manos, reclamaban bulliciosos una copa de champán. Joséphine hizo las presentaciones. Hervé Lefloc-Pignel se inclinó ante Shirley y Hortense. «Encantado de conocerla», dijo a Hortense. «Su madre me ha hablado mucho de usted». Primera noticia, pensó Joséphine, nunca hemos nombrado a Hortense. Hortense le dedicó la mayor de las sonrisas. Joséphine supo entonces que Hervé Lefloc-Pignel había captado la verdadera naturaleza de su hija: Hortense se sentía adulada y veía en él todo tipo de cualidades.
– Tengo entendido que estudia usted moda.
¿Cómo lo sabe?, se preguntó Joséphine.
– Sí. En Londres.
– Si alguna vez necesita ayuda, dígamelo, conozco a mucha gente en ese sector. En París, en Londres, en Nueva York.
– Muchas gracias. No lo olvidaré. ¡Cuente con ello! Precisamente, dentro de poco tengo que realizar unas prácticas. ¿Tiene usted un número donde pueda localizarle?
Joséphine, pasmada, asistía a la danza de la araña de Hortense, que tejía su tela en torno a Lefloc-Pignel, balbuceaba, asentía, anotaba el número de móvil y agradecía ya la ayuda que podría aportarle. Hablaron algo más sobre la vida en Londres, la enseñanza, la ventaja de ser bilingüe. Hortense explicó su trabajo, fue a buscar el gran cuaderno donde grapaba las muestras de tejidos que le gustaban, mostró los esbozos que dibujaba a partir de colores, materiales y siluetas que se cruzaba por la calle. «Todo lo que se dibuja ha de poder hacerse después, es la regla número uno de la escuela». Hervé Lefloc-Pignel hacía preguntas a las que Hortense respondía tomándose su tiempo. Shirley y Joséphine habían sido relegadas al papel de figurantes. Apenas se marchó, Hortense exclamó: «¡Ese es un hombre para ti, mamá!».
– ¡Está casado y es padre de tres hijos!
– ¿Y? Puedes tirártelo sin que su mujer lo sepa, ¿no? Y sin tener que contárselo a tu director espiritual, ¿verdad?
– ¡Hortense! -gruñó Joséphine.
– ¡Delicioso este champán! ¿De qué cosecha es? -preguntó Shirley, intentando cambiar de tema.
– ¡No lo sé! Debe de ponerlo en la etiqueta.
Joséphine había respondido distraídamente. Las opiniones de Hortense respecto a su vecino no le gustaban. No debo dejarlas pasar, tiene que comprender que el compromiso amoroso es algo importante, que una no se deja llevar por el primer tipo atractivo que se cruza.
– ¿Y tú, querida -preguntó-, estás… enamorada en este momento?
Hortense bebió un trago de champán y suspiró:
– ¡Ya estamos! Back home! ¡Volvemos a las palabras grandilocuentes! ¿Quieres saber si he conocido a un hombre guapo, rico e inteligente del que me he quedado absolutamente prendada?
Joséphine asintió con la cabeza, llena de esperanzas.
– No -soltó Hortense, dejando algo de tiempo para el suspense antes de responder-. Sin embargo…
Tendió su vaso para que su madre lo rellenara y añadió:
– Sin embargo… He conocido a un tío. Guapo… ¡Pero guapo de verdad!
– ¡Ah! -dijo Joséphine en voz baja.
Shirley seguía la conversación entre madre e hija y se lamentaba por lo bajo: «No sueñes, Jo, ¡vas directa contra el muro con tu hija!». Gary sonreía y esperaba la caída, que sabía ineluctablemente terrible, conociendo lo sentimental que era Joséphine como madre.
– ¿Cuánto tiempo duró?
– Dos semanas. Los dos, inmersos en una pasión ardorosa…
– ¿Y después? -preguntó Joséphine.
– Después ¡se acabó lo guay! ¡Nada de nada! Negro total. Un día, imagínate, se levantó los bajos del pantalón y atisbé un calcetín blanco. Un calcetín blanco sobre un tobillo peludo… ¡Para vomitar!
– ¡Por Dios! ¡Qué idea tienes tú del amor! -suspiró Joséphine.
– ¡Pero es que eso no es amor, mamá!
– Actualmente -explicó Shirley-, folian primero y se enamoran después.
Hortense bostezó.
– ¡Los hombres enamorados son tan aburridos!
– Pues yo no viviré ninguna pasión ardorosa con Hervé Lefloc-Pignel -murmuró Joséphine, que tenía la impresión de que se reían de ella.
– Yo no pondría la mano en el fuego -respondió Hortense-. Es exactamente tu tipo y te miraba con mucha atención. Le brillaban los ojos. Tenía una manera de palparte sin tocarte, ha sido… ¡fascinante!
Shirley captó la incomodidad de Joséphine. Decidió dejar de bromear sobre un tema que su amiga, evidentemente, se tomaba muy en serio. ¿Qué pasa para que haya perdido todo el sentido del humor de esa forma? Quizás se sienta realmente atraída por ese hombre, que, my God, is really good looking. [5]
– No sé cómo se las arregla mamá, pero siempre está rodeada de hombres seductores -concluyó Hortense, intentando calmar las cosas con un cumplido.
– Gracias, cariño -dijo Joséphine, esforzándose para sonreír ante ese armisticio improvisado-. ¿Y tú, Gary? ¿Eres un sentimental, o un mero consumidor, como Hortense?
– Te voy a decepcionar, Jo, pero, en este momento, voy a la caza de la más guarra. Profundizo mis conocimientos como el más guarro de todos, pues…
– Comprendo. Entonces yo debo de ser la única y la más ñoña, eso no es nuevo.
– ¡No, mujer! ¡No eres la única! -gruñó Hortense-. También está el bello Luca, ¿no? De hecho, ¿por qué no está aquí esta noche? ¿Lo has invitado?
– Pasa la Nochebuena con su hermano.
– ¡Había que haberlo invitado también! He visto su foto en Internet. Agencia Saphir, pasaje Vivienne. ¡Es muy guapo, ese Vittorio Giambelli! Moreno, venenoso, misterioso. ¡Me lo comería de un bocado!
Un nuevo timbrazo interrumpió la conversación. Philippe, con una caja de botellas de champán entre los brazos, entró en compañía de Alexandre, sombrío, mudo, la mirada perdida.
– ¡Champán para todos! -gritó Philippe.
Hortense saltó de alegría. Roederer rosado, ¡mi champán preferido! Philippe hizo una seña a Joséphine y la atrajo hacia la entrada con el pretexto de guardar su abrigo y el de Alexandre.
– ¡Hay que proceder ya con los regalos, rápido! ¡Acabamos de volver de la clínica, y ha sido siniestro!
– La mesa está puesta. El pavo está casi listo, pasamos a la mesa en veinte minutos. Y después, abrimos los regalos.
– ¡No! Los regalos primero. Eso le hará pensar en otra cosa. Cenaremos después.
– De acuerdo -dijo ella, sorprendida por su tono autoritario.
– ¿Zoé no está?
– Está en su habitación, voy a buscarla…
– ¿Y tú, estás bien?
La había agarrado del brazo, la había atraído hacia sí.
Sintió el calor de su cuerpo bajo la lana húmeda de la chaqueta, la punta de sus orejas enrojeció. Respondió precipitadamente sí, sí, ¿te importaría ocuparte del fuego de la chimenea mientras me pongo un vestido y me peino? Hablaba a toda velocidad para olvidar su confusión. Él posó un dedo sobre sus labios, la contempló un momento que le pareció infinito y la soltó con gran pesar
El fuego crepitaba en la chimenea. Los regalos de Navidad brillaban, amontonados sobre el parqué punta Hungría. Se formaron dos clanes: el de los mayores, que no esperaba más que la alegría de dar; y la joven generación, que esperaba la realización de sus sueños esbozados en el secreto de sus votos nocturnos. A la leve ansiedad de unos respondía la espera crispada de los otros, que se preguntaban si deberían disimular su decepción, o si podrían dejar vía libre a su alegría sin tener que forzarla.