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A Joséphine no le gustaba ese ritual de los regalos. Sentía, cada vez, una desesperanza inexplicable, como si le hubiesen demostrado la imposibilidad de amar bien y en su justa medida, y la certeza de que su forma de expresar el amor siempre la dejaría insatisfecha. Ella hubiese querido algo espectacular y casi siempre se quedaba en agua de borrajas. Estoy segura de que Gary comprende lo que siento, se dijo Joséphine cruzando su mirada atenta que decía sonriendo: «Come on, Jo, sonríe, es Navidad, estás gafándonos la velada con tu cara de mártir». «¿Hasta ese punto?», preguntó Joséphine, que subrayó su extrañeza alzando las cejas. Gary asintió con la cabeza, afirmativo. «De acuerdo, haré un esfuerzo», respondió ella con un gesto de cabeza.

Se volvió hacia Shirley, que explicaba a Philippe en qué consistía su actividad para combatir la obesidad en las escuelas inglesas.

– ¡Ocho mil setecientos muertos al día en el mundo por culpa de los mercaderes de azúcar! ¡Y cuatrocientos mil niños obesos más cada año sólo en Europa! Después de haber explotado hasta la muerte a los esclavos para cultivar la caña de azúcar, ¡ahora se dedican a espolvorear a nuestros hijos con ella!

Philippe la detuvo con la mano.

– ¿No estás exagerando un poco?

– ¡La ponen por todos lados! Instalan expendedores de bebidas gaseosas y de chocolatinas en los colegios, les pudren los dientes, ¡los atiborran de grasa! Y todo eso simplemente por interés económico, por supuesto. ¿No te parece escandaloso? Deberías apoyar esa causa. Después de todo, tienes un hijo a quien le afecta ese problema.

– ¿Lo crees de verdad? -preguntó Philippe, dirigiendo su mirada hacia Alexandre.

Mi hijo corre más peligro de dejarse devorar por la angustia que por el azúcar, pensó.

Era la primera Nochebuena de Alexandre sin su madre.

Era su primera Nochebuena de casado sin Iris.

Su primera Nochebuena de solteros.

Dos hombres privados de la imagen de la mujer que había reinado sobre ellos tanto tiempo. Habían salido de la clínica en silencio. Habían recorrido el caminito de grava, las manos en los bolsillos, los dos mirando la huella de sus pies sobre la arena blanca. Dos huérfanos en las filas de un pensionado. Había faltado un pelo para que se cogieran de la mano, pero se habían contenido. Erguidos y dignos bajo su manto de tristeza.

– ¡Seis muertes por minuto, Philippe! ¿Y ésa es tu forma de reaccionar? -La mirada de Shirley cayó sobre la silueta desgarbada de Alexandre-.Tienes razón: ¡tenemos margen! ¡Bueno, voy a calmarme! ¿No habíamos dicho que íbamos a abrir los regalos?

Alexandre parecía ignorar el resplandeciente montón de paquetes a sus pies. Su mirada permanecía suspendida en el vacío, en otra habitación, lúgubre y desolada, donde habitaba una madre muda, descarnada, los brazos apretados contra el pecho, brazos que no había levantado en el momento de decirles adiós. «Divertíos», había silbado entre sus labios cerrados. «Pensad en mí si os dejan tiempo y ocasión». Alexandre se había marchado llevándose con él el beso que ella no le había reclamado. Intentaba comprender, mirando cómo bailaban las llamas, la razón de la frialdad de su madre. ¿Quizás no me ha amado nunca? ¿Quizás no es obligatorio querer a un hijo? Ese pensamiento abrió un abismo en su interior que le produjo vértigo.

– ¡Joséphine!-gritó Shirley-, ¿a qué esperamos para abrir los regalos?

Joséphine dio una palmada y declaró que, excepcionalmente, iban a abrir los regalos antes de medianoche. Zoé y Alexandre harían de Papá Noel turnándose para meter una mano inocente en el gran montón de paquetes adornados con lazos. Sonó un villancico, que cubrió con un velo sagrado la tristeza maquillada de la velada. «Oh, noche santa de estrellas refulgentes, ésta es la noche en que el Salvador nació…». Zoé cerró los ojos y tendió la mano al azar.

– Para Hortense, de parte de mamá -anunció extrayendo un sobre alargado. Leyó las palabras escritas encima: «Feliz Navidad, mi hija querida a la que tanto amo».

Hortense se precipitó a coger el sobre que abrió con aprensión. ¿Una tarjeta de felicitación? ¿Una cartita moralista que explicaba que la vida en Londres y sus estudios eran caros, que ya suponían un gran esfuerzo por parte de una madre y que el regalo de Navidad sólo podía ser simbólico? El rostro crispado de Hortense se relajó como hinchado por un soplo de placer: «Vale por un día de compras las dos, mi niña querida». Se echó al cuello de su madre.

– ¡Oh! ¡Gracias, mamá! ¿Cómo lo has adivinado?

Te conozco tan bien…, tuvo ganas de decir Joséphine. Sé que la única cosa que puede reunimos sin heridas ni malicia es una carrera alocada hacia una avalancha de gastos. No dijo nada y recibió, emocionada, el beso de su hija.

– ¿Iremos adonde yo quiera? ¿Todo el día? -preguntó Hortense, asombrada.

Joséphine asintió con la cabeza. Había acertado, aunque esa constatación la pusiera un poco triste. ¿Cómo transmitir de otra forma el amor por su hija? ¿Quién la había hecho tan ávida, tan aburrida, para que sólo la esperanza de un día gastando dinero pudiera arrancarle un impulso de ternura? ¿La existencia que le he impuesto, o los desapacibles tiempos que vivimos? No hay que echar siempre la culpa a la época o a los demás. Yo también soy responsable. Mi culpabilidad data de mi primera negligencia, de mi primera impotencia para consolarla, comprenderla, impotencia que he ocultado detrás de la promesa de un regalo, con ir de compras las dos; yo maravillada ante la elegante caída de un vestido sobre su esbelta figura, el exquisito ajuste de un top, cómo se adaptan los vaqueros a sus largas piernas, ella, feliz de recibir lo que yo deposito a sus pies. Mi admiración ante su belleza, que deseo celebrar para esconder las heridas de la vida. Es más fácil crear ese espejismo que darle consejo, mi presencia, esa ayuda al alma que no sé ofrecerle, enredada en mis torpezas. Pagamos, pues, las dos mi negligencia, mi niña preciosa, mi amor, a la que quiero con locura.

La retuvo un instante entre sus brazos y le repitió al oído sus últimas palabras:

– Mi niña preciosa, mi amor, a la que quiero con locura.

– Yo también te quiero, mamá -balbuceó Hortense en un suspiro.

Joséphine no estaba segura de que mintiera. Experimentó una ola de auténtica alegría que la animó, le aclaró la mente y el apetito. La vida se volvía hermosa si Hortense la amaba, y hubiese rellenado veinte mil cheques con tal de recibir una declaración de amor de su hija, susurrada en su oído.

La distribución de regalos continuaba, animada por los anuncios de Zoé y Alexandre. El papel de envolver revoloteaba por el salón antes de morir en el fuego, los lazos cubrían el suelo, las etiquetas rotas se pegaban al azar en el papel abandonado. Gary echaba troncos a la chimenea, Hortense desgarraba los lazos de los paquetes con los dientes, Zoé abría sobres sorpresa temblando. Shirley recibió un par de botas y las obras completas de Oscar Wilde en inglés, Philippe una bufanda larga de cachemira azul y una caja de puros, Joséphine la colección completa de discos de Glenn Gould y un iPod, «oh, pero si no sé cómo funcionan esos trastos». «Yo te ensenaré», prometió Philippe pasándole el brazo alrededor de los hombros. Zoé ya no tenía sitio en los brazos para llevárselo todo a su habitación, Alexandre sonreía, maravillado, ante sus regalos y, recuperando su puntilloso sentido de la observación, preguntó a la asistencia: «¿Por qué los pájaros carpinteros no tienen nunca dolor de cabeza?».

Todo el mundo se echó a reír y Zoé, que no quería permanecer muda, exclamó:

– ¿Creéis que si alguien habla mucho tiempo, mucho tiempo con otra persona, al final se olvida de que tienes una narizota?