– ¿Por qué preguntas eso? -quiso saber Joséphine.
– Porque le di tanto la lata a Paul Merson ayer por la tarde en el trastero que ¡me ha invitado a ir a escuchar a su grupo este domingo en Colombes!
Hizo una pirueta y se inclinó haciendo una profunda reverencia para recoger los aplausos.
La melancolía de la tarde se había desvanecido por completo. Philippe descorchó una botella de champán y preguntó dónde estaba el pavo.
– ¡Ay, Dios! ¡El pavo! -se sobresaltó Joséphine apartando su mirada de las enrojecidas mejillas regordetas de su hija la bailarina.
¡Zoé parecía tan feliz! Joséphine sabía hasta qué punto quería gustar a Paul Merson. Había descubierto una foto suya en la agenda de Zoé. Era la primera vez que Zoé escondía la foto de un chico. Corrió a la cocina, abrió el horno y comprobó el grado de cocción del ave. Concluyó que estaba todavía muy rosado. Decidió subir el termostato.
Estaba delante del horno, el gran delantal blanco ceñido, los ojos fruncidos por el esfuerzo de salsear el pavo sin derramar una gota sobre la placa caliente, cuando sintió una presencia tras ella. Se volvió, cuchara en mano, y se encontró en brazos de Philippe.
– Qué alegría verte, Jo. Hace tanto tiempo…
Ella levantó la cabeza hacia él y enrojeció. Él la abrazó.
– La última vez -recordó-, tú acompañabas a Zoé y yo me la llevaba con Alexandre hasta Évian…
– Los habías inscrito en un curso de equitación…
– Nos encontramos, los dos, en el andén…
– Era un día de junio, soplaba una ligera brisa bajo la gran marquesina de la estación.
– Eran los primeros viajes de vacaciones. Yo pensaba: otro año escolar que se acaba…Y me decía ¿y si pidiese a Joséphine que se viniese con nosotros?
– Los niños se fueron a comprar bebidas…
– Llevabas una chaqueta de ante, una camiseta blanca, un fular de cuadros, pendientes dorados y ojos almendrados.
– Tú me dijiste: «Qué tal», y yo contesté: «¡Bien!».
– Y tuve muchas ganas de besarte.
Ella levantó la cabeza y le miró a los ojos.
– Pero no nos… -empezó él.
– No.
– Nos dijimos que no podíamos.
– Que estaba prohibido.
Ella afirmó con la cabeza.
– Y teníamos razón.
– Sí-susurró ella intentando separarse.
– Está prohibido.
– Completamente prohibido.
La volvió a atraer hacia sí y, acariciándole el pelo, murmuró:
– Gracias, Jo, por esta fiesta en familia.
Le rozó la boca con los labios. Ella vaciló, volvió la cabeza.
– Philippe, ¿sabes…?, creo que… no deberíamos…
Él se irguió, la miró como si no comprendiera lo que le decía, arrugó la nariz y exclamó:
– ¿Hueles lo que yo huelo, Joséphine? ¿No se estará saliendo el relleno y quemándose en la bandeja? ¡Sería un fastidio comer entrañas resecas y vacías!
Joséphine se volvió y abrió el horno. Tenía razón: el pavo se estaba vaciando lentamente. Se estaba formando una avalancha marrón que se caramelizaba en los bordes. Se preguntaba cómo detener la hemorragia, cuando la mano de Philippe se posó sobre la suya y los dos, manejando la cuchara con precaución, devolvieron a su lugar el exceso de relleno que brotaba del vientre del pavo.
– ¿Está bueno? ¿Lo has probado? -preguntó Philippe en el cuello de Joséphine
Ella negó con la cabeza.
– Y las ciruelas, ¿las has puesto en remojo?
– Sí.
– ¿En agua con un poco de armagnac?
– Sí.
– Está bien.
Susurraba junto a su cuello, ella sentía sus palabras imprimirse en su piel. Con la mano todavía posada sobre la suya, la guiaba hacia el oloroso relleno. Retiró un poco de carne de salchicha, castaña, ciruela, queso fresco y, despacio, despacio, subió la cuchara llena y humeante hasta los labios de ambos, que se juntaron. Probaron cerrando los ojos el delicado relleno de ciruelas reblandecidas que se fundía en sus bocas. Dejaron escapar un suspiro y sus labios se mezclaron en un tierno, largo y sabroso beso.
– Quizás le falte sal -comentó Philippe.
– Philippe… -suplicó Joséphine, rechazándole-. No deberíamos…
El la estrechó contra su cuerpo y sonrió. Un poco de salsa grasienta brotaba de la comisura de sus labios, ella sintió ganas de probarla.
– ¡Me haces reír!
– ¿Por qué?
– ¡Eres la mujer más divertida que he conocido nunca!
– ¿Yo?
– Sí, tan increíblemente seria que te dan ganas de reír y de hacer reír…
Y siempre esas palabras que se depositaban en sus labios como una bruma.
– ¡Philippe!
– De hecho, está muy bueno este relleno, Joséphine…
Y fue a buscar más con la cuchara, llevó el contenido a los labios de Joséphine, y se inclinó como diciendo: «¿Puedo probar?». Sus labios se mezclaron con los de ella, los rozaron, sus labios suaves, llenos, perfumados a la salsa de ciruelas con un toque de armagnac, y ella comprendió, presa de un fulminante sentimiento de felicidad, que ya no decidía nada, que había traspasado los límites que ella misma se había prometido no rebasar nunca. Llega un momento, se dijo, en que debemos comprender que los límites no mantienen a los demás a distancia, que no nos protegen de los problemas, de las tentaciones, que sólo provocan que te encierres en ti mismo, apartándote de la vida. Entonces, o decides marchitarte y permanecer dentro de los límites, o abandonarte a mil placeres franqueando esos propios límites.
– Te oigo pensar, Jo. ¡Deja de hacer examen de conciencia!
– Pero…
– Para, si no voy a tener la impresión de estar besando a una monja.
Pero existen ciertos límites que son demasiado peligrosos de atravesar, ciertos límites que no hay que franquear y eso es precisamente lo que estoy haciendo y, ay, Dios mío, Dios mío, ¡qué bien se está con los brazos de ese hombre rodeándome!
– ¡Joséphine! ¡Bésame!
El la estrechó con fuerza, silenciándole la boca como si quisiera morderla. Su beso se hizo brutal, imperioso, la empujó contra la barra ardiente del horno, ella hizo un movimiento para soltarse, él la sostuvo con fuerza, forzó su boca, la recorrió como si buscara todavía un poco de relleno, un poco de ese relleno que ella había amasado con sus manos, como si lamiera las yemas de sus dedos amasando la pasta, el sabor de las ciruelas llenaba sus bocas, él salivaba, Philippe, gemía ella, ¡oh, Philippe! Se echó contra él, hundió su boca en su boca. Cuánto tiempo, Jo, cuánto tiempo… y se apoyaba en el delantal blanco, lo frotaba, lo retorcía, la empujaba contra la puerta acristalada del horno, entraba en su boca, entraba en su cuello, apartaba la blusa blanca, acariciaba su cálida piel, bajaba sus dedos sobre sus senos, pasaba su boca por el más mínimo resquicio de piel que la blusa dejaba a la vista, por el delantal, ponía fin a días y días de espera atormentada.
Una carcajada procedente del salón les sobresaltó.
– ¡Espera! -susurró Joséphine soltándose-. Philippe, ellos no deben…
– ¡No me importa, si supieses lo poco que me importa!
– No debemos volver a caer…
– ¿Volver a caer? -gritó él.
– Quiero decir…
– ¡Joséphine! Vuelve a abrazarme, no he dicho que hayamos terminado…
Era otra voz, otro hombre. A ése no le conocía. Se abandonó, dejándose llevar por una despreocupación nueva. Tenía razón. Le daba igual. Sólo tenía ganas de continuar. ¿Así que eso era un beso? Era como en los libros, cuando la tierra se parte en dos, las montañas se derrumban, cuando se desea morir con la flor en los labios, esa fuerza que la elevaría del suelo haciéndole olvidar a su hermana, a sus dos hijas en el salón, al vagabundo de la cicatriz en el metro, la mirada triste de Luca…, para echarla en brazos de un hombre. ¡Y qué hombre! ¡El marido de Iris! Se echó hacia atrás, él la volvió a atraer, la estrechó contra él, la abrazó, desde la punta de los pies hasta la altura del cuello como si se agarrara a un punto de apoyo firme y definitivo, un apoyo para la eternidad, y susurró: «Y ahora, ¡o dejamos de hablar o nos callamos!».