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En el umbral de la cocina, con los brazos cargados de paquetes que había decidido guardar en su habitación, Zoé les observaba. Permaneció allí, contemplando a su madre en brazos de su tío, y después bajó la cabeza y se marchó sigilosamente hacia su habitación.

* * *

– ¿Y ahora a qué esperamos?-preguntó Shirley-. ¡Esto es una fiesta de magos, y cada uno desaparece cuando le toca el turno!

Philippe y Joséphine habían vuelto de la cocina explicando que habían evitado que el pavo quedara reseco. Su excitación contrastaba con la reserva del principio de la velada y Shirley les lanzó una mirada intrigada.

– ¡Esperamos a Zoé y a su misterioso visitante! -suspiró Hortense-. Todavía no sabemos quién es.

Verificó su imagen en el espejo sobre la cómoda, retiró una mecha de pelo para colocarla detrás de la oreja, hizo un mohín, la volvió a colocar delante. Había hecho bien en no cortárselo. Su cabello denso, brillante, emitía reflejos cobrizos que subrayaban el verde de sus ojos. ¡Otra idea de esa inmadura de Agathe que seguía al pie de la letra los consejillos de las revistas! ¿Dónde pasaría las Navidades, esa mentecata? ¿En Val-d'Isére con sus padres o en Londres, en una discoteca junto a sus amigos de aspecto carcelario? Voy a prohibirles que pongan los pies en el piso. Ya no soporto sus miradas sórdidas. Se quedan mirando hasta a Gary.

– ¿Será quizás alguien del edificio?-aventuró Shirley-. Se ha dado cuenta de que había una mujer o un hombre solo, esta noche, y le ha invitado.

– No veo quién puede ser -reflexionó Joséphine-. Los Van den Brock están en familia, los Lefloc-Pignel también, los Merson…

– ¿Lefloc-Pignel?-repitió Philippe-. Conozco a un Lefloc-Pignel, un banquero. Hervé, creo que se llama.

– Un hombre muy guapo -subrayó Hortense-, se come a mamá con la mirada.

– ¿Ah, sí…? -inquirió Philippe, mirando fijamente a Joséphine, que enrojeció bruscamente-. ¿Te ha hecho alguna insinuación?

– ¡No! ¡Hortense no dice más que tonterías!

– ¡Pues ese hombre demostraría tener muy buen gusto! -aseguró Philippe sonriendo-. Pero si es el que yo conozco, no es de los que se andan con jueguecitos.

– Me trata de usted, se niega a llamarme por mi nombre de pila, ¡me llama señora Cortès! ¡Estamos muy lejos de la intimidad y los juegos de seducción!

– Debe de ser el mismo -dijo Philippe-. Banquero, atractivo, austero, casado con una joven de excelente familia cuyo padre posee una banca de negocios donde ha colocado a su yerno como director…

– A ella no la he visto nunca -explicó Joséphine.

– Es rubia, siempre en segundo plano, discreta, apenas habla, se apaga delante de él. Tienen tres hijos, creo. Si recuerdo bien, perdieron uno, el primero, que murió atropellado. Tenía nueve meses. Su madre lo había dejado en su silla de bebé, en el suelo de un aparcamiento, mientras buscaba las llaves y lo aplastó otro coche.

– ¡Dios mío!-gritó Joséphine-. No me extraña que esté completamente destrozada. ¡Pobre mujer!

– Fue terrible. De la gente que trabajaba con él, nadie osaba hablar de ello, les fulminaba con la mirada en cuanto intentaban darle el pésame.

– Podríais haberos cruzado, vino a verme antes de que tú llegaras.

– Hice negocios con él en otro tiempo. Un hombre susceptible, nada fácil, y al mismo tiempo con mucho encanto, don de gentes, cultura. Entre nosotros le llamábamos Doble Cara.

– ¿Cómo el celo? -preguntó Joséphine, divertida.

– Es todo un cerebro, ¿sabes? Escuela Nacional de Administración, Politécnico, Escuela de Minas. Creo que tiene todos los diplomas. Dio clases en Harvard durante cuatro años. Recibió propuestas para entrar en el MIT. Cuando hablaba se inclinaban con respeto…

– ¡Pues bien! ¡Es nuestro vecino y le ha echado el ojo a mamá! Un nuevo culebrón a seguir -proclamó Hortense.

– Pero ¿qué está haciendo Zoé? Tengo hambre -se quejó Gary-. ¡Qué bien huele, Jo!

– Ha ido a guardar sus regalos a su habitación -dijo Shirley.

– Voy a preparar el salmón y el foie gras, eso la hará venir -decidió Joséphine-. Podéis instalaros en la mesa, he puesto vuestros nombres en una tarjetita en cada sitio.

– ¡Yo voy contigo, me toca a mí desaparecer! -dijo Shirley.

Se encontraron en la cocina. Shirley cerró la puerta y, apuntando a Joséphine con el dedo, ordenó:

– ¡Y ahora, vas a contármelo todo! ¡Porque eso del pavo es una excusa penosa!

Joséphine enrojeció y cogió un plato para colocar el foie gras fresco.

– ¡Me ha besado!

– ¡Ah, por fin! ¡Ya me estaba preguntando a qué esperaba!

– ¡Pero es mi cuñado! ¿Lo has olvidado?

– ¿Y ha estado bien? En todo caso, os habéis tomado tiempo. Nos preguntábamos qué estabais haciendo.

– ¡Ha estado bien, Shirley, muy bien! ¡Cómo podría imaginarlo! ¡Así que eso es un beso! He sentido escalofríos. ¡De la cabeza a los pies! ¡Y con la barra del horno quemándome la espalda!

– Ya era hora, ¿no?

– ¡Tú ríete!

– ¡Nada de eso! Siento el máximo respeto por un beso tórrido, uno auténtico.

Joséphine sacó el foie gras del molde con la punta de un cuchillo sumergido en agua hirviendo, lo dispuso sobre un plato, lo rodeó de gelatina, de hojas de lechuga y añadió:

– Y ahora ¿qué hago?

– Sírvelo con tostadas…

– ¡No, idiota! ¡Con Philippe!

– ¡Te has metido en un buen marrón! Deep, deep shit! Welcome al club de los amores imposibles.

– Preferiría pertenecer a otro club. Shirley, en serio…, ¿qué voy a hacer?

– Poner el salmón en una bandeja, calentar las tostadas, abrir una buena botella de vino, colocar la mantequilla en una bonita mantequera, cortar rodajas de limón para el salmón… ¡Tus problemas no han hecho más que empezar!

– Muchas gracias, ¡eres de gran ayuda! Tengo la cabeza a punto de estallar, mis dos hemisferios están luchando entre sí, el de la derecha me dice bravo, te has dejado llevar, has conocido la voluptuosidad, el de la izquierda me grita ¡atención, peligro!, ¡compórtate!

– Eso me lo sé de memoria.

Las mejillas de Joséphine se sonrojaron.

– Me gusta cuando me besa, tengo ganas de que lo vuelva a hacer. ¡Ay, Shirley! ¡Me gusta tanto! No tengo ganas de que pare.

– ¡Ay! El peligro se concreta.

– ¿Crees que voy a sufrir?

– La voluptuosidad intensa viene a menudo acompañada de un gran sufrimiento.

– Y tú eres una especialista…

– Y yo soy una especialista.

Joséphine reflexionó un buen rato, bajó la vista hacia la barra del horno, la acarició con los ojos, suspiró.

– Soy tan feliz, Shirley, ¡tan feliz! Aunque esta enorme felicidad no pueda durar más de diez minutos y medio. Hay gente, estoy segura, que no tiene ni diez minutos y medio de felicidad en la vida.

– ¡Vaya pandilla de afortunados! ¡Dime quiénes son para que los evite!

– En cambio, ¡yo soy rica en diez minutos y medio de gran, gran felicidad! Me pasaré la película de ese beso una y otra vez y eso me bastará. Pulsaré lectura, pausa, rebobinado, beso al ralentí, pausa, rebobinado, beso al ralentí…

– ¡Tus veladas van a ser apasionantes! -se burló Shirley.

Joséphine se había apoyado en el horno y fantaseaba, los brazos alrededor de su cuerpo, como si acunase un sueño. Shirley la hizo reaccionar:

– ¿Y si volviésemos a la fiesta? Se van a preguntar de verdad lo que estamos haciendo.

* * *