En el salón, esperaban a Zoé.
Hortense hojeaba las obras completas de Oscar Wilde y leía pasajes en voz alta, Gary accionaba el fuelle sobre los troncos de la chimenea. Alexandre olía los puros de su padre, con aire reprobador.
– «La belleza está en los ojos del que mira» -declamó Hortense.
-Very thoughtful indeed [6] -comentó Gary.
– «Las mujeres se dividen en dos categorías: las feas y las maquilladas, ¡madres aparte!».
– ¡Se olvidó de las guarronas! -rugió Gary.
– «Cuando era joven creía que, en la vida, lo más importante era el dinero. Ahora que soy viejo, estoy seguro».
Gary se burló de Hortense:
– Eso no está mal… ¡para ti!
Ella hizo como si no le hubiese oído y prosiguió:
– «Sólo hay dos tragedias en la vida: una es no tener lo que se desea, la otra es obtenerlo».
– ¡Falso! -exclamó Philippe.
– ¡Archiverdadero!-respondió Shirley-. El deseo sólo permanece vivo mientras se corre tras él. Se alimenta de distancia.
– Yo sí que sé lo que nutre mi deseo -susurró Philippe.
Joséphine y Philippe estaban sentados en el sofá, cerca del fuego. El se apropió de la mano que Jo apoyaba junto a su espalda. El rostro de ella se volvió carmesí y le suplicó con la mirada que le soltara la mano. Él no hizo nada y la acarició suavemente, abriendo la palma, girándola, pasando y repasando por el espacio entre cada dedo. Joséphine no podía soltarse sin hacer un gesto brusco y atraer las miradas de los demás, así que se quedó allí, sin moverse, su mano ardiendo en la de él, oyendo las citas de Oscar Wilde sin escucharlas, intentando reír cuando los demás reían, pero siempre con un ligero retraso, que acabó por llamar la atención.
– Pero mamá, ¿has bebido o qué? -exclamó Hortense.
Fue ese momento el que eligió Zoé para irrumpir en la habitación y decretar, solemne:
– ¡Todo el mundo a su sitio! Voy a apagar las luces…
Se dirigieron hacia la mesa, buscando su nombre en el plato. Se sentaron. Desplegaron sus servilletas. Se volvieron hacia Zoé que les vigilaba, los brazos a la espalda.
– Y ahora, todo el mundo cierra los ojos y nadie hace trampas.
Hicieron lo que les decía. Hortense intentó percibir lo que tramaba, pero Zoé había apagado las luces, y sólo distinguió una forma rígida, cuadrada, que se dirigía a la mesa, sostenida por Zoé. ¿Qué será eso? Debe de ser un viejo chocho que no se tiene en pie. Nos ha traído un senil como invitado misterioso. ¡Menuda sorpresa! Nos va a vomitar encima o le va a estallar una vena al primer eructo. Tendremos que llamar al Samur y a los bomberos. ¡Feliz Navidad a todos!
– ¡Hortense! ¡Estás haciendo trampas! ¡Cierra los ojos!
Obedeció, aguzando el oído. El hombre, al desplazarse, hacía un ruido de papel de envolver. Quizás no tenía zapatos y llevaba los Pies envueltos en periódicos. ¡Un pordiosero! ¡Nos ha traído a un Pordiosero! Se tapó la nariz con los dedos. Los pobres huelen mal. Rebajó la presión para detectar el olor a podrido. No olisqueó nada sospechoso. Zoé ha debido de obligarle a ducharse; por eso ha tardado tanto rato. Después, un ligero olor a cola fresca le cosquilleó la nariz. Y otra vez ese ruidito de frotamiento en la oscuridad. Como el que hace un gato cuando se restriega contra los muebles. Soltó un bufido y esperó.
Se ha traído a un mendigo, pensó Philippe, uno de esos pobres viejos que pasan la Navidad bajo un cartón en la calle. No me molestaría. Puede pasarnos a todos. Ayer mismo, mientras esperaba el taxi frente a la estación del Norte, se había cruzado con un antiguo compañero de trabajo que caminaba apoyado en un bastón. Tenía el cartílago de la rodilla derecha hecho trizas y las piernas ya no le aguantaban. Se negaba a operarse. Ya sabes lo que es, Philippe, paras un mes, dos meses, y te echan de la carrera, pues yo, hace seis meses que ya no hago nada, le había respondido Philippe, y me da completamente igual. Le saco partido a la vida y me gusta, había pensado viéndole marcharse tambaleándose. Compro obras de arte y soy feliz. Y beso a la única mujer del mundo a la que no tengo derecho a besar. Descubrió entre sus labios el sabor del beso, que se prolongaba, se expandía. Buscó con la punta de la lengua un trozo de ciruela, lamió un poco de armagnac. Sonreía beatíficamente en la penumbra. La próxima vez que vaya a Nueva York, me la llevaré. Viviremos felices, escondidos, llenándonos los ojos de belleza, asistiremos juntos a las subastas. El volumen de negocio de las dos últimas semanas de ventas en Nueva York había alcanzado los mil millones trescientos mil dólares, es decir, más o menos el equivalente a doscientos cincuenta años del presupuesto de adquisiciones del Centro Pompidou. Me veo perfectamente dirigiendo un museo privado en el que pueda exponer mis adquisiciones. Enseñaré a Alexandre a comprar pintura. En Christie's, el otro día, el afortunado comprador del Cape Codder Troll, una escultura de Jeff Koons, era un chavalín de diez años, sentado entre su padre, un magnate de la construcción, y su madre, una famosa psiquiatra. El capricho del niño les había costado trescientos cincuenta y dos mil dólares ¡pero parecían muy orgullosos! Alexandre, Joséphine, Nueva York, obras de arte a montones, la felicidad emergía como algo pequeño, que no existía justo antes del beso con sabor a pavo, y a hora ocupaba todo el espacio.
– Cuando encienda las luces podréis abrir los ojos -anunció Zoé.
Lanzaron un grito de sorpresa. En el lugar de la silla vacía estaba instalado… Antoine. Una foto de Antoine de tamaño natural pegada sobre un panel de poliestireno.
– Os presento a papá -declaró Zoé, con los ojos brillantes.
Ellos contemplaron, con embarazo, la silueta de Antoine, y sus miradas se volvieron hacia Zoé. Para volver después a fijarse en Antoine, como si fuese a cobrar vida.
– Creía que estaría aquí por Nochebuena, pero no ha podido. Así que he pensado que estaría bien que estuviese con nosotros esta noche, porque una Nochebuena sin papá no es una Nochebuena. Nadie puede reemplazar a papá. Nadie. Así que me gustaría que levantásemos todos nuestras copas a su salud, que le digamos que le esperamos y que estamos deseando que esté con nosotros.
Debía de haberse aprendido su discursito de memoria, porque lo había recitado de un tirón. Los ojos fijos en la efigie de su padre en traje de cazador.
– ¡ Se me olvidaba! No va muy elegante para una cena de Nochebuena, pero me ha dicho que lo comprenderíais…, que después de todo lo que había vivido, la elegancia era la menor de sus preocupaciones. ¡Porque ha vivido muchas aventuras!
Antoine vestía una camisa sport beige, un fular blanco y un pantalón de caza caqui. La camisa remangada dejaba al descubierto sus antebrazos rubios, bronceados. Sonreía. El pelo castaño claro, cortado muy corto, el tono tostado y un aire de orgullo le daban la audacia de un cazador de grandes fieras. Tenía el pie derecho sobre un antílope, pero no se veía, el pie y el antílope estaban escondidos bajo el mantel. Joséphine reconoció la foto: la habían hecho justo antes de que le despidiesen de Gunman, cuando el futuro todavía le sonreía, cuando no se hablaba de fusión ni de despidos. El efecto era sobrecogedor; todos tenían la impresión de que Antoine estaba con ellos.
Alexandre hizo un movimiento instintivo de sorpresa y desplazó su silla hacia atrás, lo que provocó que Antoine se desequilibrara y cayera.
– ¿No le das un beso, mamá? -pidió Zoé recogiendo la efigie de su padre, que volvió a colocar ante su plato.
Joséphine sacudió la cabeza, petrificada. No es posible. ¿Estará vivo de verdad? ¿Habrá vuelto a ver a Zoé sin que yo lo sepa? ¿Fue él quien tuvo la idea de esta grotesca puesta en escena o lo ha hecho ella sola? Permaneció inmóvil, frente al Antoine de cartón piedra, intentando comprender.