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Desde la entrada se veía su habitación, la gran cama con dosel de hierro forjado cubierta de colchas blancas, el parqué de largas lamas claras, los muebles bien encerados, las lámparas de laca de China. Había aprendido el gusto, el buen gusto de los que nacen con el sentido de los materiales, de los colores, de las proporciones. Había estudiado las revistas de decoración. Para el resto, bastaba con pagar las facturas. Todo era posible. Y cuando digo «todo», quiero decir TODO. Se les pone delante la cosa más complicada, y la copian hasta el más mínimo detalle. ¡Ya está! Te reproducen incluso las marcas de la carcoma en la madera de los muebles, para imitar el paso del tiempo.

Había recorrido un largo camino desde que había dejado su asqueroso estudio de Courbevoie. «¡Asqueroso, sí, cariño! ¡No tengamos miedo a decir las cosas por su nombre!» exclamó lanzando los zapatos de tacón alto que le curvaban la espalda como un torero frente al astado. Muebles reciclados, una cocinilla estrecha, mal ventilada, que daba a la única habitación que servía de salón-comedor-habitación-armario. Una colcha de piqué blanco, cojines desperdigados, migas de pan que se incrustaban en los pliegues y que le pinchaban en los riñones cuando se acostaba. Y por la noche, cuando desplegaba la tabla de planchar, podía tocar la nariz del presentador del telediario con la punta de la plancha.«¡Hola, Patrick!», exclamaba mientras alisaba el cuello blanco. Lo había convertido en un chiste: «¡Al presentador le conozco bien, le plancho la nuez del cuello todas las noches!». Seguía siendo coqueta y planchaba cuidadosamente la ropa que iba a ponerse al día siguiente. No por el hecho de no tener nada hay que comportarse como una cualquiera, confiaba al periodista que relataba con voz anodina toda la infelicidad del planeta.

¡Qué asco de época! Cuidando las propinas para terminar el mes y reanimar su miserable salario. Saltándose la cena para conservar su línea y la de su cartera. No descolgaba el teléfono cuando aparecía el número del banquero y se desmayaba cuando recibía un sobre impreso. ¡Menuda existencia! Se había planteado seriamente dedicarse a las citas, una o dos por semana, con tal de subsistir. Tenía algunas amigas que ligaban por Internet. Se había preparado para ello, al menos eres tú la que decides, eliges el cliente, las posturas, la duración de la entrevista, la tarifa. Eres tu propio jefe. Tienes tu pequeña empresa. Nadie que te acose. Aquí te pillo aquí te mato. ¿Tenía acaso alternativa? ¿Cómo pago el alquiler, los impuestos, las tasas locales, los seguros, la licencia, el gas, la electricidad, el teléfono, con los tres duros y medio que gano? Sentía la mirada de los hombres sobre su escote. Babeaban. Ella los llamaba los Rantanplán. Estaba a punto de ceder ante los ardores de un Rantanplán con pasta cuando llegó Antoine Cortès.

Un salvador. Antoine Cortès, el caballero sin miedo ni reproche que le hablaba de África, de las grandes fieras, de los vivaques, de los disparos de fusil en la noche, de los beneficios, del éxito, mientras daba mordiscos a la quiche congelada que ella le calentaba en el microondas, antes de reunirse con él bajo la colcha de piqué blanco.

Después había llegado África. El Croco Park en Kilifi. Entre Mombasa y Malindi. Estremecedor. Las playas de arena blanca. Los cocoteros. Los cocodrilos. Los proyectos grandiosos. La casa con criados. ¡Nada que hacer salvo estirar los pies bajo la mesa! Las hijas de Antoine iban a visitarle. Eran majas. Sobre todo Zoé, la pequeña. Ella se dedicaba a confeccionarle un guardarropa, la vestía como a una muñeca, le rizaba el pelo. La mayor la había despreciado al principio, pero había terminado por metérsela en el bolsillo. Cuando ellas estaban, todo marchaba bien. Incluso marchaba muy bien. Quería mucho a esas niñas. Tenía que contenerse para no comérselas a besos. Sobre todo a Hortense, a la que no le gustaba nada que la sobaran. Se las llevaba a la playa con una cesta de picnic llena de sus bocadillos preferidos, zumos de fruta fresca, mangos y pinas. Jugaban a las cartas y cocinaban cantando a voz en grito. Recordaba un wapiti con patatas dulces que había acabado caramelizándose en el fondo de la olla, imposible despegarlo, ¡un bloque de hormigón! Hortense lo había bautizado What a pity. ¿Cuándo volvemos a comer What a pity?, canturreaba por la casa. Sobre todo no se lo digas a tu padre, piensa que soy una pésima cocinera, había suplicado Mylène, será nuestro secreto, nuestro secretito, ¿de acuerdo? De acuerdo, pero ¿qué me das a cambio?, había respondido Hortense. Te enseñaré a pintarte el contorno de ojos y a ponerte pestañas postizas, y te haré una manicura francesa. Hortense le había tendido las manos.

Pero en cambio… Los días sin hacer nada salvo leer revistas y cuidarse las uñas. Esperar a Antoine, tumbada en la hamaca. Antoine trabajando, Antoine desanimándose, Antoine desencantándose. Las dificultades por culpa de esos bichos asquerosos que se negaban a reproducirse y se comían a los empleados. El señor Wei que amenazaba a Antoine. Antoine que ya no trabajaba. Antoine que había empezado a beber. Se aburría en su hamaca. ¡Los dedos se me van a quedar como muñones a fuerza de limarme las uñas! ¡Yo no estoy acostumbrada a la ociosidad! Ganas de trabajar, de ganar dinero. Él se reía sarcásticamente, y bebía. Ella había cogido la sartén por el mango. Se había sentado a su mesa, había llevado la contabilidad, anotó las cifras en el gran libro, estudió los ingresos, las amortizaciones, los beneficios, había aprendido cómo funcionaba el negocio. Imitaba la letra de Antoine, las patas de las emes estrechas y delgadas, y sus oes agarrotadas, el brusco pico de sus eses aplastado al final de la palabra. Imitaba su firma. ¡Y ya está! El señor Wei no se dio cuenta de nada. Hasta el día trágico en que…

Apartó con un gesto de la mano el horrible recuerdo. Atroz, atroz, tengo que olvidarlo, pobrecito mío. Sintió un escalofrío, sacudió la cabeza. Su mano tanteó la mesa baja, cogió un cigarrillo. Lo encendió. Le dio una calada. Aquello era nuevo. Malo para el cutis. Había bautizado su línea de maquillaje «Belle de Paris» y su fondo de maquillaje «Lys de France», con un bonito dibujo en relieve de un lis blanco en la caja.

¡Mi best seller! El producto que aclara, alisa, unifica y maquilla al mismo tiempo. Cuando estaba en el Croco Park, se estrujaba la cabeza para buscar algo en que ocuparse, y había pensado en los productos de belleza. La belleza era su especialidad. Era coqueta y apreciaba la pintura. Sobre todo Renoir y sus mujeres gruesas, sonrosadas. Vaya impresión que causaban esas mujeres, no habían dado paso al impresionismo por casualidad, y todavía se habla de ello. Se lo había contado a Antoine, que se había encogido de hombros. Había hablado con el señor Wei y él le había pedido un «proyecto de explotación». ¡Caramba! ¿Qué quiere decir eso?

Había empezado haciendo una encuesta hablando con las chinas que vivían en Croco Park. Había leído, en Internet, que era así como procedían muchas empresas extranjeras antes de lanzar un producto en China. Pasar tiempo con el cliente para comprender sus hábitos de consumo. Los diseñadores de la General Motors habían recorrido la provincia de Guangxi y visitaron a los compradores de camionetas en sus casas, en sus granjas. Se habían sentado en la acera hablando sobre lo que les gustaba o no de sus vehículos. Ella había hecho como la General Motors. Había charlado con las chinas en un inglés macarrónico, y había comprendido que el único producto de belleza con el que soñaban era el que les hacía la piel más blanca. White, white, repetían tocándole las mejillas. Estaban dispuestas a dejarse el sueldo por un bote de blanco. Ella había tenido una idea geniaclass="underline" había concebido un producto que hacía a la vez de maquillaje y de blanqueador. Con un poco de amoniaco dentro. Sólo un poco. No estaba segura de que fuese muy bueno para la piel, pero funcionaba. Y el señor Wei había aceptado ser su socio.