Aquí todo era tan fácil… Se podía producir lo que se quisiera, bastaba con explicar bien lo que se deseaba y ¡ya está! La cadena de fabricación se ponía en marcha. Precio de coste, precio de venta, beneficio, cuánto, how much, el cálculo se hacía rápido. No se necesitaba contrato. No hacían pruebas, no se preocupaban por saber si era bueno o no para la piel. Un ensayo y, si funcionaba, ponían en marcha la producción.
El señor Wei había probado el producto con las obreras de una fábrica. El stock había sido desvalijado en pocos minutos. Había decidido venderlo en zonas rurales y, después, por Internet. Le había explicado, entornando los ojos como ranuras de hucha, que setecientos cincuenta millones de chinos vivían en el campo, que sus ingresos por habitante no dejaban de aumentar, que ése era su objetivo. Después había citado el ejemplo de Wahaha, el mayor fabricante de bebidas del país, que se había expandido empezando por el campo. La publicidad de Wahaha consistía en cubrir con su logo las paredes de los pueblos. Mylène había cerrado los ojos, imaginándose paredes de casas de adobe completamente cubiertas de flores de lis reales, y había recordado con emoción a Luis XVI. Como si volviese a restaurarlo en su trono.
– Las multinacionales hacen frente a un desafío inmenso en términos de distribución en la China rural -había insistido el señor Wei-. No debemos hacer como los occidentales que piensan sólo en las ciudades.
Ella confiaba en él. El se ocupaba de la producción, ella de la creación. Treinta y cinco por ciento para cada uno y el resto para los intermediarios. Para que pusiesen nuestro producto en primer plano. Había que untarles. Así es como funcionan las cosas aquí, decía con su voz nasal. A veces, ella caía en la tentación de preguntar algo. Entonces él tosía, con fuerza, con reprobación, como si le prohibiese penetrar en sus dominios. Tengo que desconfiar más, no poner todos los huevos en el mismo cesto. Marcel Grobz la había ayudado. Volveré a hablar con él, nunca se es lo bastante prudente. Al mismo tiempo, no debo enfadarme con Wei, me ha conseguido productos financieros jugosos. Me aconsejó comprar acciones de la aseguradora China Life y han subido más del doble de su valor el primer día de cotización. Nunca se me habría ocurrido a mí sola.
Y sin embargo, ideas, las tenía a montones. Esa mañana, al levantarse, ¡ya está! Había tenido un flash: un teléfono móvil con polvera y lápiz de labios. Por un lado, el teclado del teléfono, por el otro, una cajita de maquillaje. ¿Acaso no es una idea genial? Tengo que registrarla. Tengo que llamar al abogado de Grobz. Buenos días, soy yo, ¡la hija de Einstein y de Estée Lauder! Después bastaría con susurrar tres palabras al Mandarín Avispado.
Él partía al día siguiente a Kilifi. Se lo contaría cuando volviera. Había encontrado un nuevo responsable para dirigir el Croco
Park. Un holandés brutal al que le daba igual que los cocodrilos se comiesen a los empleados. Los cocodrilos se habían puesto a copular. Les había hecho pasar hambre para que la naturaleza siguiese su curso y se lanzaran unos contra otros. Había habido un baño de sangre y después los más fuertes habían ganado y habían establecido su supremacía en la colonia. Las hembras se dejaban montar sin rechistar. «Sienten quién es el amo y se inclinan ante él», se jactaba por teléfono al señor Wei que se acariciaba los cojones con las piernas abiertas. El también quiere mostrarme quién es el amo, había pensado Mylène mientras le dedicaba una sonrisa algo forzada.
Tengo que darle una carta para que la envíe. Se levantó, fue a sentarse ante su secreter de madera natural sobre el que destacaban las fotos de Hortense y Zoé, abrió un cajón y sacó su carpeta. Hacía una copia de cada carta, para no repetirse. Suspiró. Mordisqueó el tapón del bolígrafo. Había que evitar las faltas de ortografía. Por esa razón no escribía textos demasiado largos.
– ¿A qué hora vienen? -preguntó Josiane, que salía del cuarto de baño masajeándose los riñones.
Hacía dos semanas que dormía mal. Tenía la nuca como escayolada y la espalda le dolía como si tuviese clavados pequeños cuchillos, como los que se lanzan en los circos a dianas vivientes.
– ¡A las doce y media! También vendrá Philippe. Con Alexandre. Y una tal Shirley y su hijo, Gary. ¡Vienen todos! Siento un cosquilleo de felicidad. Voy a poder presentarte, mi reina. ¡Hoy, 1 de enero, es un gran día!
– ¿Estás seguro de que es una buena idea?
– ¡Deja de refunfuñar! Ha sido Joséphine quien ha propuesto esta comida. Nos había invitado a su casa, pero pensé que te sentirías mejor si los recibíamos en la nuestra. Piensa en Júnior. Necesita una familia.
– ¡No son su familia!
– Pero ya que nosotros no tenemos ¡que nos presten la de los demás!
Josiane daba vueltas alrededor del lecho, vestida con su salto de cama y estirando el cuello como una jirafa con artrosis.
– Ya no están de moda las familias, ya nadie tiene… -murmuró.
El no la escuchaba, estaba reconstruyendo el mundo, su Nuevo Mundo.
– Me conocieron despreciado, rebajado, humillado por la Escoba. Ahora haré de Rey Sol ¡en su Palacio de Cristal! Buenos días, súbditos, aquí está mi palacio, mis lacayos, ¡mi Principito! Mujer, ¡tráeme la peluca empolvada y mis mocasines con hebillas!
Se dio la vuelta sobre la cama, los brazos en cruz, sus muslos de gigante pelirrojo cubiertos apenas por los faldones de su camisa blanca. Marcel Grobz. Una gruesa pelota de pelo rubio, de michelines blanduzcos, de carne rosa manchada, iluminada por dos ojos nomeolvides, vivos como hojas de espada.
Josiane se dejó caer sobre la cama a su lado. Él iba recién afeitado y perfumado. Sobre una silla estaban dispuestos un traje de alpaca gris, una corbata azul y gemelos a juego.
– Qué guapo te pones…
– Me siento guapo, Bomboncito. ¡Es distinto!
Ella apoyó la cabeza sobre su hombro y sonrió.
– Antes ¿no te sentías guapo?
– Antes era un sapito feo. ¡Anda! Incluso me pregunto cómo pudiste fijarte en mí.
Es verdad que no era un dios griego, el tal Marcel. Al principio, debía reconocerlo, se había sentido más atraída por su cartera que por su encanto pero, muy pronto, su vitalidad, su generosidad la habían conmovido, y había terminado por convertirse en su amante titular, antes de verse consagrada como única mujer de su vida y madre de su pequeño.
– No me fijé en los detalles, ¡me quedé con el conjunto!
– ¡ Es lo que se dice de los feos! ¡El famoso encanto de los adefesios! Pero me da igual, ahora soy el gran Mamamouchi…
– Aún más sexy que el gran Mamamouchi…
– ¡Para, Bomboncito, que me estás excitando! ¡Atenta a mi slip! ¡Recto como el mástil de un barco en la tempestad! Si nos volvemos a acostar ¡tardaremos en levantarnos!
Seguía teniendo el mismo apetito en la cama. Ese hombre estaba hecho para comer, beber, reír, gozar, escalar montañas, plantar baobabs, acallar truenos, apagar rayos. ¡Y pensar que esa víbora de Henriette había querido hacer de él un caniche empolvado! Otra vez había soñado con ella. ¿Qué coño hace rondando mis noches, esa vieja?
– ¿Tienes noticias de la Escoba? -preguntó, prudente.
– Sigue sin querer divorciarse. Sus condiciones son exorbitantes ¡y no cederé! ¿Me hablas de ella para que se me desinfle?
– ¡Te hablo de ella porque se me aparece por las noches!
– ¡Ah! Por eso te falta ánimo estos últimos tiempos…
– Me siento triste como una media secándose sola. Ya no tengo ganas de nada…
– ¿Ni siquiera de mí?
– ¡Ni siquiera de ti, ¡mi osito!
El barco perdió el mástil de golpe.
– ¿Hablas en serio?
– No hago nada, no tengo hambre, ya no como…
– ¡Debe de ser grave!
– Me duele la espalda. Como si me acuchillaran.