– Tienes ciática. Ha sido el embarazo, que te ha arruinado la osamenta.
– Sólo tengo ganas de sentarme y llorar. Incluso Júnior me deja fría.
– Por eso pone mala cara. Le veo huraño últimamente.
– Debe de aburrirse. Antes le entretenía constantemente. Le daba vueltas por el aire, le deslizaba de un lado a otro, bailaba el cancán vestida con muselinas…
– ¡Y ahora estás desinflada como un globo en un bosque de cactus! ¿Has visitado a un matasanos?
– No.
– ¿Y a madame Suzanne?
– ¡Tampoco!
Marcel Grobz se incorporó, inquieto. La situación era grave si ni siquiera se planteaba visitar a madame Suzanne. Madame Suzanne había predicho la firma del contrato con los chinos, la mudanza al gran piso, el nacimiento de Júnior, la caída de Henriette, e incluso la muerte de un familiar entre las afiladas fauces de un monstruo. Madame Suzanne cerraba los ojos y veía. El ojo miente, afirmaba, se ve mejor con los ojos cerrados, la verdadera visión es interior. Nunca se equivocaba y cuando no veía nada, lo decía. Y para asegurarse de conservar su don intacto, no pedía nunca dinero.
Para ganarse la vida, trabajaba como pedicura. Pelaba los dedos de los pies, retiraba las pieles muertas, limaba las durezas, auscultaba los órganos presionando puntos precisos y, mientras sus dedos recorrían, ágiles, el largo de los metatarsos y de las falanges, se introducía en el alma y descifraba el Destino. Con una simple presión sobre la bóveda plantar, se remontaba hasta los órganos vitales, descubría la bondad o la maldad de aquel cuyo pie sostenía. Ponía al descubierto el fluido blanco de aquel con un gran corazón, el sucio carbón del conspirador, la ácida bilis del malvado, el humor amarillento del celoso, el cálculo azul del avaricioso, el coágulo rojo del libidinoso. Inclinada sobre los tres cuneiformes, penetraba en el alma y leía el porvenir. Sus dedos iban y venían, murmuraba frases deslavazadas. Había que aguzar el oído para recibir el oráculo. Cuando el mensaje era importante, se balanceaba de derecha a izquierda y repetía in crescendo los mandatos de una voz llegada de lo alto que le susurraba al oído. Así fue como Josiane supo que tendría un hijo, «un hermoso varón bien dotado, con cabeza de fuego, palabras de plata, cerebro de platino, el oro fluirá de su boca y sus brazos poderosos harán vacilar las columnas del templo. No habrá que contrariarle, pues pronto surgirá el hombre de los pañales del niño».
También podía ocurrir que, tras haber guardado sus afiladas pinzas, sus limas, sus pulidores, sus ungüentos y sus aceites, se levantara y dijera: «No creo que vuelva, su alma es demasiado malvada, apesta a azufre y a algo podrido, no serviría ni para fiambre». El cliente, debilitado de placer sobre la camilla, defendía su blancura inmaculada. «No insista», añadía madame Suzanne, «arrepiéntase, enmiéndese y quizás vuelva a ocuparme de las plantas de sus pies».
Una vez al mes, madame Suzanne desembarcaba con su maletín y su expresión aguda de zahorí de almas. A veces, Marcel, tras haber cometido alguna indelicadeza financiera o un golpe bajo, escondía su bóveda plantar a la vidente, pues lo que más deseaba era conservar su estima. Madame Suzanne le explicaba entonces que, a veces, en el mundo sin piedad en el que vivíamos, había que emplear las mismas armas que los rivales, entonces, en ese caso, y a condición de no dañar al más débil, la maldad le sería perdonada.
– Es como si me hubiesen vaciado por dentro -proseguía Josiane-. Como si no hubiese nadie en mi interior. Estoy como desdoblada. Me ves, pero no estoy aquí.
Marcel Grobz escuchaba, incrédulo. Nunca Bomboncito había mencionado algo parecido.
– ¿No estarás sufriendo una depresión nerviosa?
– Es posible. No sé nada de esa enfermedad. En mi familia no ha habido nunca nada de eso.
El estaba perplejo. Posó la mano sobre la frente de Josiane y sacudió la cabeza. No tenía fiebre.
– ¿Quizás un poco de anemia? ¿Te has hecho unos análisis?
Josiane hizo una mueca negativa.
– Bueno, habrá que empezar por ahí.
Josiane sonrió. Estaba inquieto, su gordito. Su expresión preocupada le recordaba que ella era sus nieves eternas. Le bastaba con observarla para tranquilizarse.
– Dime, Marcel, ¿me quieres todavía como a la Virgen Santa con la que te acostarías?
– ¿Acaso lo dudas, Bomboncito? ¿Todavía lo dudas?
– No. Pero me gusta oírtelo decir… A fuerza de frotarnos la piel, nos olvidamos de pulirla.
– Te voy a decir una cosa, Bomboncito, no me he levantado ni un solo día, óyeme, ni un solo día, sin agradecer a los de arriba la felicidad inmensa que me ha sido concedida al encontrarte.
Estaban sentados sobre la cama, apoyados uno contra otro. Meditando sobre ese extraño mal que atacaba a Josiane, esa languidez que la envolvía y le quitaba las ganas, el apetito, el deseo, todas esas virtudes que la mantenían viva desde que era una niña.
La comida fue un éxito. Júnior, sentado presidiendo la mesa en su trona de bebé, reinaba como el señor del castillo. Sostenía su biberón con la mano y lo golpeaba contra el armazón de su silla para imponer su voluntad. Le gustaba que la mesa estuviese bien puesta, que vasos, cuchillos y tenedores estuviesen en su sitio y si, por casualidad, algún comensal se equivocaba de lugar, golpeaba su silla con el biberón, hasta que el culpable hubiese rectificado su error. Se notaba, por cómo fruncía el ceño, que intentaba seguir la conversación. Se concentraba tanto que parecía congestionado.
– Creo que está haciendo caca -susurró Zoé a Hortense.
Marcel había colocado un regalo en cada plato. Un billete de doscientos euros para cada niño. Hortense, Gary y Zoé se sobresaltaron al descubrir el gran billete amarillo doblado en dos dentro de un sobre. Zoé estuvo a punto de preguntar: «¿Es auténtico?», Hortense tragó saliva y se levantó para besar a Marcel y a Josiane. Gary, incómodo, miraba a su madre, preguntándose si había que protestar. Shirley le hizo una seña para que no dijera nada, se arriesgaba a ofender a Marcel.
Philippe recibió una botella de Château-cheval-blanc, premier grand cru, clase A, Saint-Emilion 1947. Giraba suavemente la botella entre sus manos, mientras Marcel recitaba la palabrería del bodeguero que le proveía de vino: «Rojo intenso, la grava que capta el sol durante el día y abriga el viñedo durante la noche». Philippe, divertido, hizo una reverencia, y le prometió que se lo beberían juntos en el décimo cumpleaños de Júnior.
Júnior dio su aprobación con un sonoro eructo.
En el plato de Joséphine y Shirley, Marcel había colocado un brazalete de oro blanco, decorado con treinta diamantes tallados, y en el de Josiane un par de pendientes, coronados por una gruesa perla gris de cultivo de Tahití salpicada de diamantes. Shirley protestó, no podía aceptarlo. De ninguna manera. Marcel la previno que dejaría la mesa si rechazaba su regalo. Se consideraría ofendido. Ella insistió, él se enrocó, ella se obstinó, él siguió en sus trece, ella se empeñó, él no quiso ceder.
– Me encanta jugar a Papá Noel, ¡tengo un saco desbordante de regalos que hay que vaciar de vez en cuando!
Josiane, pensativa, acariciaba sus pendientes.
– ¡Es demasiado, mi osito! ¡Voy a parecer un pedrusco!
Joséphine murmuró:
– Marcel, ¡estás loco!
– Loco de felicidad, Jo. No sabes el regalo que me hacéis viniendo a comer a mi casa. Nunca pude imaginar que… Mira, mi querida Jo, ¡me están entrando ganas de llorar!
Le temblaba la voz, parpadeaba, torcía la nariz para borrar la emoción que le invadía. Joséphine sintió a su vez un nudo en la garganta y Josiane se sorbió los mocos, vuelta de espaldas para que nadie la viera.
Fue ése el momento que eligió Júnior para alejar la melancolía dando un gran golpe de biberón en su silla que significaba: basta de melindres, me estoy aburriendo, ¡acción!
Se volvieron hacia él, sorprendidos. El les dedicó una gran sonrisa, echando la cabeza hacia delante como para animarles a conversar con él.