– Se diría que tiene ganas de hablar -dijo Gary, extrañado.
– ¿Has visto cómo extiende el cuello? -remarcó Hortense, pensando para sí que era realmente feo cuando tiraba la cabeza hacia delante, ese cuello largo y flexible, la boca agrietada, los ojos desorbitados.
– Hay que hablarle continuamente, si no, se aburre… -suspiró Josiane.
– Debe de ser agotador -comentó Shirley
– Además, no se le puede decir cualquier tontería, ¡si no, se enfada! Hay que hacerle reír, asombrarle o enseñarle algo.
– ¿Está usted segura?-preguntó Gary-. Es demasiado pequeño para comprender.
– Es lo que decimos siempre, pero siempre nos sorprende.
– Comprendo que esté cansada -se compadeció Joséphine.
– Esperad… -dijo Gary-, voy a decirle algo que no podrá comprender. Es imposible.
– Vamos -le provocó Marcel, seguro de la ciencia infusa de su retoño.
Gary se concentró un buen rato, intentando que se le ocurriera algo espiritual para probar al diablillo. ¡Vaya cara que pone!, pensó sin poder evitarlo, al constatar que Júnior no dejaba de mirarle y soltaba gritos que señalaban su impaciencia.
– ¡Ya lo tengo! -exclamó, triunfante-. Y ahí, amiguito, ya puedes esforzarte ¡que no entenderás nada de nada!
Júnior levantó el mentón como un gladiador ultrajado y tendió su biberón como un escudo para tomarle la medida a su adversario.
– «El cojo decapitado cuenta historias sin pies ni cabeza» -enunció Gary, articulando cada palabra como si se las dictara a un analfabeto.
Júnior escuchó, la cabeza y los hombros echados hacia delante, balanceando el cuello, el cuerpo estirado y con los brazos colgando a ambos lados. Permaneció un instante en esa posición, su ceño se frunció, dibujando pequeños festones, sus mejillas se tiñeron de manchas escarlata, gruñó, se enfadó, y después su cuerpo se relajó, echó la cabeza hacia atrás y estalló en una carcajada atronadora, batió las manos y los pies para mostrar que comprendía, e hizo el gesto de cortarse la cabeza y los pies con la palma de la mano.
– ¿Ha entendido de verdad lo que he dicho? -preguntó Gary.
– Aparentemente sí-dijo Marcel Grobz desplegando su servilleta con aire satisfecho-. Y tiene motivos para reírse, ¡es muy gracioso!
Gary observaba, atónito, al bebé pelirrojo y sonrosado enfundado en su body azul, que le observaba riéndose y cuya mirada decía más, más historias, hazme reír, las cosas de bebé me aburren, me aburren mucho.
– ¡Qué locura! -dijo Gary-. This baby is crazy! [7]
– ¡Creizzzzy! -repitió Júnior babeando sobre su body.
– ¡Es genial el enano! -gritó Hortense.
Al oír la palabra «genial», Júnior gorgojeó y, para demostrar hasta qué punto tenía razón, señaló con su biberón hacia una lámpara del techo y dijo claramente:
– Luz…
Ante sus rostros estupefactos, soltó una risa que venía de la garganta y añadió, con un resplandor travieso en la mirada:
– Light!
– Pero esto es…
– ¡Increíble! Es lo que os decía -dijo Marcel-, ¡y nadie me creía!
– Luce… -continuó júnior, con el dedo señalando todavía la luz de la lámpara.
– ¡También en italiano! Este niño me…
– Deng!
– Ah, eso no tiene sentido -dijo Shirley, más tranquila.
– No -rectificó Marcel-, ¡es «sol» en chino!
– ¡Socorro!-gritó Hortense-, ¡el enano es políglota!
Júnior acarició a Hortense con la mirada. Le agradecía que reconociese sus méritos.
– No es un enano, ¡es un gigante! ¿Has visto el tamaño de sus manos? ¿Y el de sus pies?
Gary silbó, impresionado.
– Chouchou… -chilló Júnior escupiendo el agua de su biberón en dirección a Gary.
– ¿Eso qué quiere decir? -preguntó este último.
– Tío. En chino. ¡Te ha elegido como tío!
– ¿Puedo cogerle en brazos?-pidió Joséphine levantándose-, hace mucho tiempo que no he cogido a un bebé… y un bebé como éste ¡quiero verlo desde más cerca!
– ¡Mientras eso no te dé ideas! -masculló Zoé.
– ¿No te gustaría tener un hermanito? -preguntó Marcel, guasón.
– ¿Y quién sería el padre, si puedo hacer una pregunta indiscreta? -respondió Zoé, mientras fulminaba a su madre con la mirada.
– Zoé… -balbuceó Joséphine, desconcertada por la vehemencia de su hija.
Joséphine se había acercado a Josiane, que había cogido a Júnior en sus brazos y se inclinaba sobre él, dispuesta a dar un beso a sus rizos rojizos. Júnior la miró fijamente, su rostro se arrugó y emitió un eructo lleno de puré de zanahoria, que fue a parar a la camisa de Jo y a la blusa de seda de Josiane.
– ¡Júnior!-gruñó Josiane dándole golpecitos en la espalda-. Lo siento.
– No importa -dijo Joséphine, secándose la camisa-. Eso sólo quiere decir que ha digerido bien.
– ¡Bomboncito, tú también te has puesto perdida! -dijo Marcel, ocupándose de Júnior.
– ¡Es como si hubiese apuntado hacia vosotras dos! -dijo Zoé riéndose-. Ya lo entiendo, debe de estar harto de toda la gente que quiere besarle y tocarle. Debería respetarse más a los bebés, pedirles permiso antes de hacerles cariñitos.
– ¿No quiere venir a limpiarse al cuarto de baño? -propuso Josiane a Joséphine.
– ¡Sobre todo porque esto empieza a apestar!-dijo Hortense tapándose la nariz-. Nunca tendré hijos, huelen demasiado mal.
Júnior le dedicó una mirada de desolación, que parecía decir: «¡ Y yo que creía que eras mi amiga!».
En la habitación, Josiane propuso a Joséphine prestarle una blusa limpia. Joséphine aceptó y empezó a desvestirse. Joséphine se rio:
– No ha sido un eructo, sino una erupción. ¡Debería llamarse Stromboli, su pequeño!
Josiane abrió la puerta de su armario y sacó dos blusas blancas con pechera bordada. Tendió una a Joséphine que le dio las gracias.
– ¿Quiere ducharse? -propuso Josiane, incómoda.
Acababa de comprender que la pechera blanca no era del gusto de Joséphine.
– No, gracias…, ¡su hijo es asombroso!
– A veces me pregunto si es normal… ¡Está demasiado avanzado para su edad!
– Eso me recuerda una historia… Un bebé que defendió a su madre durante un juicio en la Edad Media. La madre había sido acusada de haber concebido a su hijo en pecado, entregando su cuerpo a un hombre que no era su marido. Iban a quemarla viva cuando apareció ante el juez, con su bebé en brazos.
– ¿Qué edad tenía?
– La misma edad que Júnior… Entonces la madre se dirigió al niño, le levantó en el aire y le dijo: «Hermoso hijo, voy a recibir la muerte por vuestra causa y, sin embargo, no la he merecido, pero ¿quién querría creer la verdad?».
– ¿Y entonces?
– «No morirás por mi culpa», exclamó el niño. «Yo sé quién es mi padre y sé que no has pecado». Con estas palabras, las comadres que asistían al proceso quedaron maravilladas, y el juez, temiendo haber comprendido mal, pidió al niño que se explicara. «¡No está cercano el momento en el que será quemada!», entonó, «pues si se condenara a la hoguera a aquellos y aquellas que se entregaron a otros que sus mujeres y sus maridos, ¡no habría gente aquí que no la mereciera!».
– ¿Tan bien hablaba?
– Así es como lo cuenta el libro… Y terminó añadiendo: «¡Y conozco mejor a mi padre que vos al vuestro!», lo que cerró el pico del juez, que absolvió a la madre.
– ¿Se ha inventado esa historia para tranquilizarme?
– ¡No! Está en los libros de La tabla redonda.