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– Está bien ser una intelectual. Yo dejé los estudios muy pronto.

– Pero ha aprendido a vivir. Y eso es más útil que cualquier diploma.

– Es usted muy amable. A veces echo de menos el no tener cultura. ¡Pero eso no se puede recuperar!

– ¡Claro que sí! ¡Tan cierto como que dos y dos son cuatro!

– Eso sí lo sé…

Y Josiane, aliviada, le dio un empujón en los riñones a Joséphine que, sorprendida, se quedó quieta un momento y después se lo devolvió.

Y así fue como se hicieron amigas.

Sentadas sobre la cama, abotonándose sus camisas con pechera, se pusieron a hablar. De niños pequeños y de niños grandes, de hombres que creemos grandes y que resultan ser pequeños, y de lo contrario también. De esas cosas que se dicen para no decir nada, y con las que tanto aprende uno del otro, en las que se busca la frase que favorezca la confidencia o la interrumpa en el acto, en las que se espía con el ojo tras el mechón de pelo, la sonrisa que se contrae o se expande. Josiane recolocó la pechera de la camisa de Joséphine, que se dejó hacer. Reinaba una atmósfera amigable y tierna en la habitación.

– Se siente una a gusto en su casa…

– Gracias -dijo Josiane-. ¿Sabe?, cuando supe que venía, no sabía si tenía ganas de conocerla. No me la imaginaba así…

– ¿Me imaginaba más bien como mi madre? -preguntó Joséphine con una sonrisa.

– No me gusta mucho su madre.

Joséphine suspiró. No quería hablar mal de Henriette, pero comprendía lo que podía sentir Josiane.

– ¡Me trataba como a una chacha!

– Usted quiere a Marcel, ¿verdad? -preguntó Joséphine en voz baja.

– ¡Ay, sí! Al principio, me costó. Era demasiado dulce, yo estaba acostumbrada a los granujas, a los duros. La amabilidad me parecía sospechosa. Y después… tiene un corazón tan puro…, cuando me mira, me siento limpia. Ha lavado mis miserias. El amor me ha vuelto mejor.

Joséphine pensó en Philippe. Cuando me mira, me siento gigante, hermosa, intrépida. Ya no tengo miedo. Diez minutos y medio de felicidad pura. No dejaba de volver a pasarse la película del beso con sabor a pavo. Enrojeció y su pensamiento volvió a Marcel.

– Durante mucho tiempo ha sido infeliz con mi madre. Le trataba mal. Yo sufría por él. Desde que ya no la veo, me siento mucho mejor.

– ¿Hace mucho tiempo?

– Tres años, aproximadamente. Desde que se fue Antoine…

Joséphine recordó la escena en casa de Iris, en la que su madre la había aplastado con su desdén. Mi pobre hija, incapaz de conservar incluso al hombre más despreciable, incapaz de ganar dinero, incapaz de triunfar, ¿cómo te las vas a arreglar sola, con dos hijas? Ese día, ella se había rebelado. Había escupido todo lo que tenía en su corazón. Desde entonces no se habían vuelto a ver.

– Mi madre murió. Si puede llamársele a eso una madre… Ni una caricia, ni un beso, ¡sólo golpes y broncas! Cuando la enterraron, lloré. La pena es como el amor, no son cosas que puedan controlarse. Ante la fosa en el cementerio, me decía que era mi madre, que un hombre la había amado, le había dado hijos, que había reído, cantado, llorado, esperado… De pronto se volvía un ser humano.

– Lo sé, a veces me digo lo mismo. Que deberíamos reconciliarnos antes de que fuese demasiado tarde.

– ¡Hay que tener cuidado con ella! No sea usted demasiado buena, ¡y ser buena no es ser idiota!

– Yo soy las dos cosas: ¡buena e idiota!

– ¡Oh, no!-protestó Josiane-. Idiota no… He leído su libro ¡y no está escrito por una idiota!

Joséphine sonrió.

– Gracias. ¿Por qué una nunca está segura de sí misma? Es una enfermedad femenina, ¿verdad?

– Conozco pocos hombres que duden, y si no, ¡se cuidan mucho de que los demás se den cuenta!

– ¿Puedo hacerle una pregunta indiscreta? -preguntó Joséphine mirando a Josiane a los ojos.

Josiane asintió con la cabeza.

– ¿Va usted a casarse con Marcel?

Josiane puso cara de sorpresa, después sacudió la cabeza vigorosamente.

– ¿ Por qué ponerse un anillo en el dedo? ¡No somos palomas!

Joséphine se echó a reír.

– ¡Me toca a mí hacerle una pregunta indiscreta!-declaró Josiane dando golpecitos en la colcha-. Si se asusta, no responda.

– Vamos -dijo Joséphine.

Josiane respiró profundamente y dijo:

– ¿Ama usted a Philippe? Y él la quiere también, eso salta a la vista.

Joséphine se sobresaltó.

– ¿Se nota?

– En primer lugar, se ha puesto usted muy guapa… Y eso es que hay un hombre detrás. ¡Mujer acicalada, hombre conquistado!

Joséphine enrojeció.

– Después… Se preocupan tanto de no mirarse, se empeñan tanto en no dirigirse el uno al otro ¡que se convierte en una verdad a gritos! Intente ser natural, se notará menos. Lo digo por sus hijas, porque a mí, a mí me gusta, huelo que se puede confiar en él. Y además ¡qué guapo es! ¡Pura confitura, ese hombre!

– Es el marido de mi hermana -balbuceó Joséphine.

No dejo de repetirme esas palabras cuando hablo de él. ¡Ya podría inventarme otra cosa! Voy a acabar por reducirlo a esa sola definición, «el marido de mi hermana».

– ¡Contra eso no puede luchar! ¡El amor no llama al timbre antes de entrar! Se presenta, se impone, provoca peleas y además, si la conozco a usted bien, ¡no se habrá lanzado a sus brazos!

– ¡Oh, eso no!

– ¡Incluso habrá pedaleado marcha atrás con todas sus fuerzas!

– ¡Y sigo pedaleando!

– Tenga cuidado de todas formas. Porque cuando eso se desintegra, ¡no se puede recuperar con un recogedor!

– La que va a quedar desintegrada voy a ser yo si esto continúa.

– ¡Vamos! Este tipo de asuntos son más bien un regalo, ¡no lo transforme en un drama! Preguntaré por usted a madame Suzanne. Déjeme un mechón de su cabello y, con sólo palparlo, ella le dirá si lo suyo va a funcionar.

Y entonces Josiane le explicó el don y las virtudes de madame Suzanne. Joséphine arrugó la nariz, no, no, no me gusta demasiado ese tema de los videntes.

– ¡Oh! ¡Ella se sentiría muy molesta si la llamasen vidente! Es una lectora de almas.

– Y además, no tengo ganas de saberlo. Prefiero la belleza de lo impreciso…

– ¡No vive usted en este planeta! Bueno, lo entiendo. ¡Pero tenga cuidado con sus hijas! Sobre todo con la pequeña, ¡no parece dispuesta a morder el anzuelo!

– Está en lo que se llama la edad del pavo. Metida de lleno. Lo único que puedo hacer es tomármelo con mucha paciencia. Ya he pasado por ello con Hortense. Una noche se acuestan siendo unos angelitos mofletudos y se despiertan al día siguiente convertidos en demonios con cuernos.

– ¡Si usted lo dice!

Josiane parecía pensar de modo distinto.

– Es una pena que no quiera usted ver a madame Suzanne. Ella predijo la muerte de su marido. «Un animal de afiladas fauces…». ¿Es cierto que lo devoró un cocodrilo?

– Eso pensaba, pero el otro día, en el metro…

Y Joséphine le contó la historia. El hombre del cuello vuelto rojo, el ojo cerrado, la cicatriz, la postal de Kenya. Lo soltó todo sin reticencias. Sentía que Josiane la escuchaba con aire condescendiente, y la contemplaba con su mirada cálida y atenta, fija en su pechera blanca.

– ¿Cree que tengo alucinaciones?

– No… pero madame Suzanne lo vio en las fauces de un cocodrilo y raramente se equivoca. ¡No me negará que es una muerte muy poco común!

– ¡No! Es incluso la única cosa original que le ocurrió.

Joséphine soltó una risa extraña, una risa nerviosa, y después se detuvo, incómoda.

– Quizás le haya visto, en efecto, en las fauces de un cocodrilo, pero quizás no haya muerto -sugirió Josiane.

– ¿Cree que habría podido salvarse?

– Eso explicaría el ojo cerrado y la cicatriz.

Josiane reflexionó un instante y después, como si acabara de comprender algo, exclamó: